Los abecedarios representan una categoría muy vinculada con los libros para niños, quizás una de las más antiguas en el desarrollo de esta industria. Por eso, resulta sorprendente el uso de este molde, muy cercano a lo didáctico, para crear un universo que rompe con los convencionalismos de lo que deben ser un libro dirigido para los lectores infantiles.
Los pequeños macabros, publicado por el estadounidense Edward Gorey en 1963, es un libro alucinante y atrevido. Se trata de una colección de escenas, dibujadas con tinta y pluma a blanco y negro, donde los protagonistas son niños que están retratados justo en el momento de morir en muy trágicas circunstancias. Cada cuadro contiene una puesta en escena muy teatral, que congela ese instante en el que algo va a suceder, dejando a la imaginación del lector el desenlace.
El manejo magistral de las texturas y las escalas de grises aporta una fuerza especial a las ilustraciones, que hacen del negro un elemento protagónico. Espacios surreales y tenebrosos introducen potentes escenografías que recargan cada historia con un halo irreal, como si se tratara de visiones distorsionadas de una mente retorcida. Un innegable humor negro permea este libro, particular y único por su manera de utilizar la infancia como un medio para representar lo macabro.
Personajes indefensos o desprevenidos sucumben ante distintas amenazas: animales salvajes, un veneno, un arma, una enfermedad o un peligro natural. En parte, en estas coyunturas de eventos improbables reside el humor negro de las situaciones, que resultan poco creíbles a pesar de su extrema crudeza.
Edward Gorey (1925-2000) está considerado, por muchas razones, un autor de culto. Entre ellas, porque gran parte de sus libros circularon entre una comunidad cerrada de lectores, porque cada propuesta dentro de la extensa producción de este autor era única, a veces editada en pequeños tirajes y en formatos poco convencionales, además de irrumpir contra todos los convencionalismos. La misma personalidad excéntrica de este creador contribuyó a construir una obra extraña e inclasificable.
Muchos de sus rituales, como asistir con frecuencia al ballet, o de sus gustos, como su fascinación por la época eduardiana, especialmente por la moda, marcaron fuertemente su obra en las poses estudiadas y los atuendos elegantes de sus personajes. En su apariencia personal, Gorey asumió un estilo extravagante por los abrigos de piel y los ostentosos anillos que usaba. Con su estilo gráfico, cargado de elementos góticos y surrealistas, imágenes poéticas y oscuras, soluciones sarcásticas y de humor negro, creó un sello único que ha dejado un impacto en creadores posteriores, entre ellos Tim Burton.
Diferentes influencias nutren la obra de Edward Gorey, lector inagotable y cinéfilo. Los pequeños macabros es un libro que no se agota en una primera mirada y que mantiene un singular poder magnético, ya que es difícil despegarse de sus páginas cuando se han abierto. Muchas cosas seducen a los que exploran el universo particular de este autor, cargado de referencias culturales. Sin embargo, lo que más fascina es su capacidad para detonar infinitas historias a partir de imágenes contundentes de un mundo curioso y terrible que desafía la razón.
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Este comentario forma parte de la serie Libros que desafían el tiempo, escrita por el crítico e investigador literario venezolano Fanuel Hanán Díaz, que la Fundación Cuatrogatos acoge periódicamente en este blog. Otras reseñas de esta serie:
Sapo y sepo son amigos, de Arnold Lobel (Loqueleo).
La escoba de la bruja, de Chris Van Allsburg (Fondo de Cultura Económica).
El árbol generoso, de Shel Silverstein (Kalandraka Editora).
Zoom, de Istvan Banyai (Fondo de Cultura Económica).
Pedro Melenas, de Heinrich Hoffmann (Impedimenta; José J. de Olañeta).
Los tres bandidos, de Tomi Ungerer (Kalandraka Editora; Loqueleo Colombia).
Ahora no, Bernardo, de David McKee (Loqueleo).
Pequeño Azul y Pequeño Amarillo, de Leo Lionni (Kalandraka Editora).