Por Janina Pérez de la Iglesia
Perdido en las montañas de Santander, adormilado por las brumas, San Juan de Girón es un pueblito de fantasía. Un puente sobre el riachuelo, calles de piedra, casas encaladas, balcones que estallan en flores y farolas que se encienden, todas a una, a las seis de un atardecer tranquilo, ajenas al ruido del mundo.
Llegamos a media mañana, tronando en un Chevrolet del año, reluciente y presumido, arruinando la magia de la Plaza Mayor y su Capilla de las Nieves y su Basílica. Pisamos suelo con la sensación que debió soportar Neil Armstrong al ubicar su pie en la superficie de la luna. Con una diferencia: aguardaban por nosotros más de cien estudiantes reunidos en la recepción de la escuela principal, cuya sede es una casona antigua y majestuosa, con patio, y fuente de surtidores, y plantas que se aferran al musgo de las paredes por el que van trepando, tranquilas.