En 1975, un muchacho que estaba por cumplir diecinueve años, decidió retocar un libro de cuentos para niños escrito por él tres años atrás. Desde pequeño, como él ha recordado, le gustaba inventar historias o bien hacer versiones de aquellas que conocía a través de los libros y los programas de radio y televisión. Probó suerte también en la pintura, en los títeres y hasta en el cine, con unas películas que dibujaba en tiras de papel de pergamino y que luego ponía en un proyector. Pero acabó por darse cuenta de que lo que mejor se le daba era escribir.
Aquel muchacho flacucho y con espejuelos, ya digo, retocó ese texto escrito por él a los dieciséis años, le añadió un par de episodios, lo pasó a máquina y lo mandó al Concurso 26 de Julio. Me imagino que debe haber recibido tamaña sorpresa cuando le notificaron que había ganado el premio en la categoría de literatura para niños. A propósito de ello, el hasta entonces novel escritor contó lo que aquí reproduzco: “Mirta Aguirre, quien presidía el jurado, estaba convencida de que el autor de la obra era un anciano, a causa de los refranes y tradiciones antiguas que se recrean en sus páginas, y se quedó de una pieza cuando, la noche de la premiación, vio a un jovencito subir al escenario a recoger su diploma”.