Por Daisy Valls
Sucedió hace más de veinte años. Era el mediodía de un verano en La Habana. A la hora de la canícula di con los nudillos de mis dedos los toques en la puerta de la casa de Reinaldo y Mavi. El abrió y entré a una sala donde el orden y el buen gusto eran señores, para sentarnos luego en el balcón sombreado por los árboles del Vedado. Allí había dos sillones y una mesita y, sobre la pequeña mesa, las ilustraciones. Nos sentamos. Entonces Mavi apareció con un vaso de limonada a cuyo borde llegaban los pequeños trocitos de hielo. De más está decir que aquel gesto hospitalario me tonificó el cuerpo, pero también preparó mi mente para la razón de ser de mi visita: Ver por primera –y única– vez las ilustraciones que el artista había hecho para mi libro El cuento del tomillar. Sigue leyendo