En el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2022 se hizo entrega al escritor cubano Antonio Orlando Rodríguez del XVIII Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil. A continuación, reproducimos las palabras leídas durante ese acto, el 29 de noviembre de 2022, por el autor laureado, y por el escritor y crítico Fanuel Hanán Díaz, quien fue miembro del jurado.
Palabras de Antonio Orlando Rodríguez:
El hambre de cuentos es un hambre peculiar, a veces solo descubres que la tienes en el momento en que empiezas a saciarla.
Hace unas semanas fui a leer mis cuentos a niños de tres y cuatro años en un kínder de Homestead, una ciudad de Miami-Dade en la que viven muchos trabajadores agrícolas mexicanos y centroamericanos. La maestra que me invitó me había explicado que la mayoría de los padres de su jardín tienen un nivel escolar muy bajo o no saben leer ni escribir, así que en sus casas no suele haber libros. Cuando entré al salón de clases, los niños miraron –con extrañeza unos, con indiferencia otros– al señor que les habían anunciado como “el escritor que nos visita”. Pero a los pocos minutos de empezar a leerles, en sus rostros comenzaron a dibujarse expresiones que pusieron de manifiesto que muchos de ellos, tal vez sin saberlo, tenían esa urgente necesidad de saciar el hambre de cuentos con la que solemos llegar casi todos a este mundo.
En el hogar de mis tres y cuatro años tampoco había libros, yo no supe lo que eran ni cuánto podían cambiarte la vida hasta que, como un último recurso para mantenerme en la cama durante una enfermedad que exigía reposo, alguien le sugirió a mi madre que compara algunos libritos de cuentos y me los leyera. Por entonces —tuve una primera infancia trashumante— vivíamos en un central azucarero donde no había librerías, pero sí una quincalla en la que mi madre consiguió algunos cuentos. El primero que me leyó fue “El soldadito de plomo”. Ahora me pregunto si ella, en su infancia campesina, habría tenido la oportunidad de conocer a Andersen o si lo descubriría conmigo. Bueno, el caso es que “El soldadito de plomo” y Andersen marcaron el kilómetro cero de mi fascinación por la palabra escrita. Hasta ese día, mi pasatiempo preferido había sido buscar huevitos de lagartija y abrirlos para ver qué tenían dentro. Pero por suerte llegaron los libros y les salvaron la vida a unos cuantos bebés-lagartija.
El hambre de cuentos me convirtió, en cuanto aprendí a descifrar el lenguaje escrito, en un lector insaciable, y también me impulsó a crear mis propias historias. La primera que escribí, cuando estaba en segundo grado, fue sobre un oso que dejaba la selva y se iba a la ciudad para convertirse en policía de tránsito; probablemente entonces empecé a intuir que la ficción es otra forma de la realidad, intangible, pero tan poderosa y rica como la realidad “real”.
Me gustaría que esos escuincles y cipotes del sur de la Florida a los que fui a leerles hace poco se volvieran también, como yo, grandes lectores y, algunos de ellos, escritores. O al menos que pudieran seguir escuchando cuentos así, por puro gusto, sin que les pidan después nada a cambio, porque un cuento, un único cuento que te lean, puede hacer una diferencia en la vida y en el imaginario de un niño. Como ocurrió en mi caso.
A veces me preguntan cómo fue que gané un premio nacional de literatura infantil a los 19 años, una edad en la que los aspirantes a escritores sueñan con convertirse en otro Juan Rulfo pero jamás en otra Astrid Lindgren.
Fue por dos razones. La primera: porque, a medida que iba creciendo y enamorándome de Kafka y de Dostoievski, me negaba a renunciar a la literatura infantil, tan importante para mí, y procuraba prolongar su cercanía. Y la segunda razón: porque en los años 1970, lo que exigían las editoriales a un autor joven que aspirara a publicar era que cantara loas a las supuestas bondades de esa aberración social conocida como “la Revolución Cubana” en la que viví hasta los 34 años.
Así que la literatura infantil, con sus vastos espacios para la imaginación y las metáforas, el absurdo y las parábolas, se convirtió en una suerte de tierra de salvación para alguien como yo, a quien siempre le interesaron más los gnomos y los dragones que el materialismo dialéctico y la lucha de clases.
Después, cuando la censura tuvo algunas grietas y la dictadura permitió la publicación de literatura de ciencia ficción, de fantasía y de humor negro para adultos, me subí también a ese otro tren. Desde entonces he viajado en un tren y en el otro, según el destino al que quiera llegar y la compañía que esté buscando. Pero debo admitir que me siento particularmente a gusto en el tren de la literatura infantil.
Como autor de ficciones para niños, me anima el deseo de compartir sentimientos y experiencias, no mensajes ni consignas. Cuento historias que se me ocurren o que me salen al encuentro, que me gustan y que me parece que vale la pena escribir porque tal vez puedan gustarle a alguien más.
Creo en la utilidad de la poesía y de la belleza. He apostado con insistencia por la fantasía porque uno de los derechos inalienables de los niños debe ser el derecho a imaginar y los libros son un excelente terreno para cultivarlo. Creo en la literatura como arte, como espacio de libertad por excelencia, como medio de expresión personal y auténtica, y en mi relación con las palabras he tratado de evitar las concesiones oportunistas a los temas de moda o a los que las sociedades de hoy reclaman por considerarlos políticamente correctos.
Siento que todos mis libros, tanto los que publiqué en Cuba como los que vieron la luz en otros países, son piezas de ese gran rompecabezas que es la literatura cubana (aunque a menudo las autoridades culturales de mi país de origen prefieran ignorarlos).
Estoy muy ligado a la historia, la cultura y las tradiciones de Cuba, y he aprendido y sigo aprendiendo de sus grandes escritores.
Como José Martí, he tratado de escribir para los niños, como él lo hizo durante su exilio en la Nueva York del siglo XIX, “sin caer de la majestad a que ha de procurar alzarse todo hombre”.
Eliseo Diego me hizo entender que el mayor de los logros a los que puede aspirar un creador cuando se dirige a los lectores infantiles es que su literatura “para” niños llegue a convertirse en literatura “de” niños, es decir, que los niños tengan a bien aceptarla y hacerla suya.
Y cada vez que me siento a escribir cualquier cosa (por ejemplo, estas páginas), mientras cambio una cosa por otra, borro todo lo escrito y comienzo de nuevo, recuerdo, humildemente, unos versos de Félix Pita Rodríguez que dicen: “Estas no son las palabras, no es esto lo que yo quiero”.
Agradezco enormemente este Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil a la Fundación SM, a la UNESCO, al CERLALC, a IBBY México y, por supuesto, al Jurado que tomó la decisión de otorgármelo.
Agradezco también a todas las personas que saciaron mi hambre de cuentos cuando era niño, a las me apoyaron cuando iniciaba mi carrera, a las que me tendieron la mano cada vez que tuve que volver a empezar en otro país y a las que me alientan ahora a seguir escribiendo.
Palabras de Fanuel Hanán Díaz:
Plan de trabajo
El lunes,
cortarles las uñas
a los duendes;
el martes,
llevar al dinosaurio
a su lección de música;
el miércoles,
escribir tres cuentos alegres
y uno muy triste;
jueves y viernes,
dejar en todas las playas,
los ríos y las lagunas del mundo,
botellas con mensajes que digan:
“te quiero”,
“regálame una sorpresa”,
“¡vivan las lagartijas!”;
el sábado,
ir de paseo en alfombra mágica
con los muchachos del barrio;
y el domingo
echar alpiste,
mucho alpiste,
a los sueños.
No se me ocurre una mejor manera de comenzar estas palabras que gentilmente me ha pedido Cecilia Espinosa a nombre de la Fundación SM México, para reconocer la obra de uno de los escritores para la infancia más completos. También porque, haciendo un viaje en el tiempo, este fue el primer texto que leí de Antonio Orlando Rodríguez en una edición modesta de tapa naranja que aún conservo de Mi bicicleta es un hada y otros secretos por el estilo, un poemario que aún me sigue deleitando por su capacidad para insuflar humor y ternura a eventos cotidianos y seres sencillos. Sí, una bicicleta destartalada, desarrapada, desaceitada, desafinada, desajustada, desconchinflada, puede simplemente susurrarte al oído que es un hada y llevarte de paseo a un lugar poblado por abuelitas que guardan los campos, botijas que esconden peculiares tesoros, cactus malhumorados pero buenos en el fondo, gigantes, sirenas, castillos con goteras y hasta un cocodrilo violinista. Sin aspavientos, las palabras galopan montadas en dos ruedas y despliegan un universo donde quisiéramos vivir para siempre. Y es que la literatura infantil auténtica debe hacerte sentir ese deseo de consustanciarte con un universo tan creíble y seductor que quieras estar allí un largo rato. Como dice C. S. Lewis, el poder que tiene la literatura es “regar los desiertos en los que nuestras vidas se han convertido”. Traspasar ese umbral imperceptible, embarcarte en esos viajes quietos y extender infinitamente tu propia imaginación es un don que solo la buena literatura puede irradiar.
Antonio Orlando Rodríguez comenzó su carrera temprano, casi al borde de la generación de los pioneros. Su primer libro, Abuelita Milagro, publicado en 1975, reúne las surrealistas anécdotas de una abuela incansable, contadas por la voz de uno de sus nietos y que ya anuncian ese especial talento para desbaratar los bordes de la realidad, con pinceladas de surrealismo y humor.
Podría detenerme (¿o sumergirme?) un poco para dibujar las coordenadas de este universo literario abarcador, porque Antonio Orlando Rodríguez incursiona en géneros muy diversos, la ciencia ficción, el cuento, la novela corta, el teatro, la poesía, el ensayo… con voces muy distintas que nos llevan a tiempos muy lejanos, como en Cuentos de cuando La Habana era chiquita, o a un mundo extravagante, como en Yo, Mónica y el Monstruo, o puede hacerte poner los zapatos de un gato como en Las trenzas de Fiorella.
Los helados invisibles
En esa tienda venden
helados invisibles.
Algo raros, es cierto,
mas muy apetecibles.
De distintos tamaños
y a precios accesibles:
bien temprano o de noche,
los tienen disponibles.
Hay quien los califica,
por su gusto, de horribles,
y otros incluso afirman
que son indigeribles.
Mas yo, que soy de mente
más abierta y flexible,
te puedo asegurar
que no son tan terribles.
Eso sí: son salados
y duros, y es posible
que al principio te sepan
un poco a combustible.
Mas cuando te acostumbres
a su gusto increíble,
renunciar a comerlos
te será inconcebible.
Y desde ese momento
–cosa muy comprensible–,
dejarán de gustarte
los helados visibles.
Este poema de su libro Los helados invisibles y otras rarezas, publicado en Ediciones SM, instala el regocijo que el juego de palabras puede lograr, y cómo el territorio de la literatura infantil puede ser subversivo y desternillante. Al fin de cuentas, el discurso para la infancia auténtico debe ofrecer experiencias significativas para los lectores.
Otro rasgo de la obra de Antonio Orlando es la humanidad de sus historias, atravesadas por el humor y recursos como la parodia o la exageración, pero profundamente humanas, como en su libro Farfán Rita Vs. el profesor Hueso. Creo que es un acierto lograr esa mezcla amarga y dulce que muchas veces tienen las experiencias vitales. En el terreno de lo fantástico, su obra Concierto para escalera y orquesta parte de la hipótesis de una escalera que desaparece por cuenta propia, creando un gran desajuste donde muchos objetos cobran vida. De cierta manera, esta aventura le abre a los lectores la posibilidad de incursionar por un mundo surreal.
Para los miembros del jurado fue claro llegar a un consenso para decidir el premio al conjunto de la obra de Antonio Orlando Rodríguez. No solo por su trayectoria, sino por su diversidad. En el terreno del teatro me gustaría mencionar El abrazo invisible, una obra que tiene como eje la lectura, y pone en distintos escenarios a dos personajes que se acercan y se alejan de los libros en situaciones que con genialidad marcan los matices de lo que están llenos el camino de la formación lectora.
No quisiera cerrar estas palabras sin mencionar el importante aporte que significó para el estudio de la literatura infantil latinoamericana su libro publicado en 1994 por el CERLALC Panorama histórico de la literatura infantil en América Latina y el Caribe, un estudio de vanguardia que tiene varios méritos, haber consolidado en una época en que no existía la internet una información detallada por décadas de autores y libros significativos, además de incluir áreas geográficas que no estaban para ese momento en el mapa de las investigaciones sobre nuestra literatura infantil latinoamericana.
Mi última reflexión tiene que ver con el valor de este maravilloso premio. Para muchos de los que somos nómadas, que hemos perdido en cierta forma nuestros países por razones políticas o sociales, la literatura sigue siendo una geografía infinita y acogedora, en los libros nos encontramos todos los seres que habitamos ese país inconmensurable y seductor que es la palabra. Gracias, Antonio Orlando, por habernos regalado una isla o una comarca de ese país que es la ficción, gracias a la Fundación SM por hacer crecer esta oportunidad para todos los escritores que están en esta parte del mundo. Y me quiero despedir a la manera de Juan Pueblo, el personaje cuentacuentos de esa Habana imprecisa que nos hace llegar ecos del Caribe:
Que sí, que no;
que no, que sí:
que el cuentero
ya está aquí.
Que allá, que aquí;
que aquí, que allá:
que el cuentero
ya se va.
Hola…..conocí a Antonio Orlando Rodríguez en el año 1988 en un Congreso en La Habana, Cuba y también a Sergio Andricaín y a muchos otros escritores e investigadores cubanos Desde entonces nuestros vínculos se fueron acrecentando en Cuba, Costa Rica, Venezuela, Colombia……
Aplaudo el premio otorgado a “Tony”, ya que su trayectoria es inmensa. Comparto el hambre a los libros desde mi infancia y las palabras de elogio vertidas por Fanuel Hanán Díaz, un escritor e investigador de largo alcance, amigo y colega desde siempre…..
SUSANA.
Muy grato leerlos.
Hola! La expresión “hambre de cuentos” me recuerda a mi infancia. Mis padres no tenían acceso a la cultura letrada. Alguien puso en mis manos, un libro y fue imposible abandonar este camino maravilloso de las palabras. Es maravilloso que Antonio haya vivenciado y compartido la necesidad de no saciarse nunca con los niños.
Sigan arrojando botellas al mar y las olas las acercarán a lectores hambrientos de literatura infantil y regalen más helados de los cuales no es posible ” renunciar a comerlos”.
Espero que ese cuentero se vaya a playas, a islas, al azucarero y lleve, a quiénes anhelan la palabra que da más hambre, transformada en sonidos y grafías para salvar de la censura, la guerra, el dolor, la enfermedad.
Gracias por la literatura “de niños” a un grande que sigue siendo un niño hambriento, soñador de mundos posibles.