Este martes 16 de septiembre, a las 8:00 p.m., tendrá lugar la presentación del libro La aventura de la palabra, de Sergio Andricaín, publicado como resultado de un convenio de colaboración entre la Fundación Cuatrogatos y Fundación SM. El evento se realizará en el Centro Cultural Español de Miami (1490 Biscayne Blvd., Miami, FL 33132). Invitamos a todos los amigos de Miami a acompañarnos y a celebrar con una copa de vino.
La aventura de la palabra reúne testimonios de más de 90 importantes autores de literatura para niños y jóvenes de distintos países de Iberoamérica. Las páginas de este libro exploran, a través de las anécdotas y reflexiones de esos creadores de 21 países, sus vínculos con la palabra, la lectura y la escritura. La ilustración de cubierta y las ilustraciones pertenecen a la destacada artista brasileña Angela Lago.
En la presentación del libro en Estados Unidos participarán Sergio Andricaín, autor y director de la Fundación Cuatrogatos; los escritores Chely Lima y Antonio Orlando Rodríguez, cuyos testimonios forman parte de La aventura de la palabra, y, como invitada especial, la editora española María Jesús Gil, directora de programas de la Fundación SM, una institución con presencia en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, España, México, Perú, Puerto Rico y República Dominicana.
Hace algunas semanas, La aventura de la palabra se presentó, con excelente acogida, en actos organizados en Santiago, Chile, y en Bogotá, Colombia, por las sedes locales de la Fundación SM. A principios de diciembre se realizará otra presentación en el marco de la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, en México.
A continuación, algunos fragmentos del libro La aventura de la palabra:
No descubrí los libros, siempre los tuve a mi alrededor. No tengo ningún recuerdo anterior a los libros, no recuerdo una vida sin ellos. Vale la pena decir que soy italiana
–me volví brasileña después–, de una sociedad y una familia lectoras. Hasta llegar a Brasil, ni siquiera pensaba en la posibilidad de que existieran personas no lectoras. Es probable que el hecho de haber crecido durante la Segunda Guerra Mundial, mudándome constantemente de ciudad sin que fuese posible mantener amistades o llevar los juguetes, haya colaborado en mi construcción lectora, porque mis padres remediaban la situación mediante la compra de libros y más libros, para mí y para mi hermano, que consumíamos vorazmente. Los primeros libros de los que tengo recuerdo son los cuentos de hadas. Y Pinocho. Luego vinieron los libros de aventuras –mucho Salgari con sus bucaneros y piratas, sus cazadores de pieles, sus pieles rojas– y Stevenson, y los clásicos adaptados para los jóvenes –de Poe a Cervantes, de Homero a Swift, de Verne a Dumas.
(Marina Colasanti, Brasil)
Las palabras siempre han sido muy especiales para mí. Supongo que ese vínculo nació casi desde el comienzo de mi vida, con las nanas. Luego se fortaleció con los juegos y las canciones infantiles y, más tarde, con los cuentos. Aquellas palabras rítmicas, musicales, cargadas de afecto, acompañadas de miradas, de sonrisas, de caricias, entraron por mis oídos y me llenaron por dentro de calidez, de dulzura, de confianza, de bienestar. Entonces un día se obró el prodigio; dejaron de ser invisibles. Descubrí qué eran aquellos misteriosos garabatitos negros que les decían cosas a los adultos que me leían. Así supe que los libros hablaban, contaban y a veces hasta cantaban, y para saber lo que decían quise aprender a leer. Desde entonces los libros me han acompañado siempre y en algunos de ellos escucho aquellas voces de mis primeros recuerdos.
(Georgina Lázaro, Puerto Rico)
Para mí, la lectura forma parte del misterio del mundo. Al que llegué en una época oscura y triste: la postguerra española. Como era el pequeño de los hermanos, compartí los primeros años, antes de la escuela, con mi madre. Me llevaba a los parques y las playas de Valencia y leía mientras yo jugaba solo. Y ella gozaba tanto que me moría de envidia. Así que la imitaba. Sin saber leer aún, me sentaba en una sillita con un libro pequeño e imaginaba que leía. Y también las historias, guiado por la portada. Mi madre tenía una extensa biblioteca, llena de tesoros para soñar. Crecí deseando llegar a aquellos estantes. Y cuando por fin aprendí a leer, ella me llevaba a las librerías de libros usados de Valencia, donde descubrí los primeros caminos hacia la luz del mundo. Y comprendí que la vida no tenía por qué ser triste y oscura, aunque mi alrededor, en la calle, lo fuera.
(Gonzalo Moure, España)
Mis primeros textos fueron poemas. Los escribí en 1964, a los once años, para enamorar a unas chicas. Pero no fueron dos o tres, ni diez. Acometí la enorme tarea de pergeñar nada menos que quinientos poemas, para llamar la atención de diez chicas, cincuenta para cada una. Me tomó cuatro días y medio escribirlos y dos meses atreverme a entregarlos. El corolario fue que, durante diez días, tuve tres novias. Al décimo, ellas descubrieron lo que ocurría y debí escapar de su furia. El episodio me confirió fama de poeta y varios amigos me pidieron que escribiera textos para sus novias. Cuatro de estas los abandonaron con la idea de convertirse en novias mías, y ello condujo a que recibiera once golpizas en más o menos tres meses. Dado lo riesgoso que resultaba el ejercicio poético para mí, lo abandoné y me dediqué a la narrativa.
(Armando José Sequera, Venezuela)
En los libros está prácticamente todo lo que han aprendido los hombres desde que el mundo es mundo, y renunciar a leer es perderse una parte vital de la herencia que nos legaron los ancestros.
Leer es un acto de rebeldía, es una declaración de principios. El libro es un refugio en los malos tiempos y sirve para curar todo tipo de heridas, para aprender a sentir y a valorar la riqueza de la diversidad.
Leer es también una terapia, una forma de conectarse con la esencia íntima de lo que significa ser humano, un modo de escuchar hablar –cantando, llorando, gritando su
alegría o susurrando las claves del misterio a gentes que hace mucho se convirtieron en polvo, pero cuyas palabras continúan aleteando desde el día en que un libro las echó al vuelo. Hay que leer, además, para entender el discurso novedoso, extraño y suculento de las generaciones que han llegado después de nosotros, y que irán agregando luces al camino de la especie.
Convertirse en lector es abrir puertas y aprender a ser más y mejor uno mismo. Leer parece a primera vista un placer solitario, pero no lo es, porque leyendo es como uno se conecta con su propia tribu cultural, y detrás de cada frase bien hallada acecha una hilera interminable de seres que traducen para nuestro deleite las zonas ignotas del Yo.
Soy de los que creen que junto a cada granero debería haber una biblioteca.
(Chely Lima, Cuba)