Entrevista con Concha Pasamar, autora de “Cuando mamá llevaba trenzas” (bookolia)

Concha Pasamar tiene dos profesiones: por una parte, es profesora titular de Lengua Española (se doctoró en Lingüistica Hispánica en la Universidad de Navarra, centro académico donde imparte clases desde 1995); por otra, es la ilustradora de libros como Arrecife y la fábrica de melodías, de Patricia García Sánchez, y 13326, de Luis Fernando Redondo, para la editorial bookolia, y La niña rancia, de José Antonio González, para Ediciones Flamantes. (Próximamente aparecerá el poemario 9 lunas, de Mar Benegas, que ilustró para Litera Libros).

Sin embargo, en esta nota nos centraremos en el trabajo de Pasamar como creadora de libros. Desde que el jurado del Premio Fundación Cuatrogatos 2019 seleccionó su Cuando mamá llevaba trenzas como uno de los ganadores del certamen, nos interesamos por conocer más sobre la trayectoria de la autora y sobre este excelente libro álbum publicado por la editorial bookolia.

Aquí compartimos sus respuestas al cuestionario que le hicimos llegar:

¿Cómo se relaciona tu trabajo como profesora de lengua española con tu labor como artista plástica?

Mi primera respuesta irreflexiva iba a ser que no se relacionan en absoluto, pero me ha venido a la cabeza la frecuencia con que he tenido que dibujar los órganos articulatorios (la boca) para explicar un sonido, o las muchas ocasiones en que para mis clases de español para extranjeros he evitado recurrir al inglés mediante el dibujo, o las fichas o viñetas para el aula que preparaba en los lejanos tiempos en que los materiales didácticos escaseaban. No diría yo que eso fuera creación artística, pero, de hecho, por ahí vinieron en realidad mis primeros pinitos en la ilustración: algunos dibujos que acompañaban unos ejercicios de gramática avanzada tuvieron la culpa de que me propusieran ilustrar una novelita infantil que, allá por 1996, acometí con la imprudencia propia de la juventud y la ignorancia. La propuesta de continuar en ello no me encajaba en aquel momento de despegue en mi profesión, así que mi siguiente trabajo de ilustración tardó nada menos que veinte años en ver la luz. Porque realmente esa es toda la relación que existe: yo me he dedicado a enseñar e investigar sobre distintos aspectos de la lengua española y mi ámbito de estudio no ha sido la Literatura, más próxima a la ilustración. En mi vida no les he encontrado más vínculo que el de constituir las lenguas y los lenguajes artísticos formas de comunicación. Unas y otros pueden entremezclarse, pero son esencialmente diferentes.

¿Qué te atrae más de las palabras y qué de las imágenes gráficas? ¿Qué valoras más de cada uno de esos lenguajes?
Palabras e imágenes me han fascinado desde siempre. En ambas veo las posibilidades de representar e informar, de persuadir, de describir, de narrar, de poetizar; diría que incluso de dialogar, aunque obviamente de maneras diferentes. A ambos lenguajes me he acercado de una manera intuitiva en la infancia: hablé muy precozmente y mis primeros recuerdos literarios son orales –los cuentos de mi madre o mis abuelas–, pero también visuales –en las ilustraciones de algunos cuentos, pero sobre todo en los libros de arte–. También me recuerdo dibujando muy niña; escribiendo algo más tarde. Pero luego se dio una diferencia fundamental, y es que a propósito de las palabras he tenido una formación especializada (sobre todo desde el punto de vista lingüístico; no tanto literario), mientras que la intuición ha sido una constante en relación con la imagen: dibujo como puedo y como sé, y muy a menudo siento que sé más bien poquito. En el lenguaje, además, separaría mi interés puramente literario –de no especialista– de mi interés y mi curiosidad científica por el sistema de comunicación primordial de los seres humanos: la lengua.

Por otra parte, ambos, palabra e imagen, tienen capacidades comunes: la de crear mundos, de transmitir nociones complejas y abstractas pero también muy específicas, de connotar, de seguir líneas de tradición identificables o de romper con ellas. Uf, creo que para dar respuesta a esto haría falta un especialista en semiótica o un filósofo, así que mi contestación va a ser completamente naïve y personal: me apasionan ambos lenguajes como receptora; a veces valoro su combinación y otras prefiero que el uno no interfiera en el otro. Del otro lado del intercambio, en mi experiencia como comunicadora, me resulta inevitable comparar el esfuerzo y el tiempo –gozosos, eso sí, la mayor parte de las veces– que me supone redactar un trabajo sobre lengua que leerán muy poquitas personas con la forma, mucho más libre y más directa, con que puedo acometer un trabajo de ilustración que es capaz llegar de manera inmediata a un número mucho mayor de receptores. Tal vez de la palabra valoro su capacidad de complejidad y precisión, y de la imagen su accesibilidad.

¿Cómo llegaste al universo al universo de los libros para niños? ¿Qué te condujo hasta él?

De niña no tuve demasiado acceso a la literatura infantil que se estaba produciendo entonces, y cuando empezaron a llegarme algunos títulos –recuerdo la colección de Alfaguara– ya tenía unos 13 años y había entrado de lleno en las lecturas para adultos; había leído antes básicamente cuentos clásicos, Enyd Blyton, además de los básicos del tebeo en español y del cómic en francés, y literatura de aventuras (un género que sigo adorando), entre otras cosas. En los estudios de Filología la literatura infantil y juvenil ni se mencionaba (recuerdo alguna conferencia sobre teoría del cuento y nada más).

Mucho más adelante, la maternidad me condujo al libro infantil, al álbum o al libro informativo, pero yo acudía a la librería sin ninguna formación y, aunque leí por primera vez a Dahl, Sendak o Steig, indefectiblemente volvía a lo que a mí me había fascinado, así que releí –para mis hijos– a Perrault, los Grimm, Stevenson, London o Kipling; también a Rodari o Lindgren. Me temo que me quedó mucho por descubrir. Luego leí también lo que ellos iban leyendo: Funke, Rowling, Gaiman; en realidad, lo confieso, poca literatura juvenil en español (ellos sí).

No ha sido hasta mucho más tarde, con mi interés primero por el dibujo y luego por la ilustración, cuando he vuelto a acercarme desde otra perspectiva, desde otra intención y desde la responsabilidad por formarme en el ámbito al que me iba orientando una parte de este nuevo mundo en el que poco a poco iba enredándome.

¿Cómo nació Cuando mamá llevaba trenzas?

Este libro surgió de un curso en el que Marián Lario, con quien me he formado, conducía a los participantes a lo largo del proceso de creación de un álbum ilustrado. Se trataba de que cada uno de nosotros encontrara algo que contar, una historia. Yo siento un respeto inmenso por la escritura (lo llamo respeto, pero tal vez sea simplemente miedo); soy, de un lado, una lectora crítica, y de otro, estaba muy desentrenada como fabuladora y temía un fracaso absoluto, así que rebusqué un poco en mí misma, desde la voluntad de que quedara alguna constancia para mis hijos –además de mis palabras– sobre cómo había sido yo de niña y cómo mi relación con mi familia, la que ellos no habían conocido.

Al finalizar el curso, con cuatro ilustraciones definitivas terminadas, la profesora me animó a presentar el proyecto a editoriales, pero yo no tenía tiempo, y quedó esperando en un cajón hasta que me animé a mostrárselo a Luis Larraza, de bookolia, con quien había trabajado entretanto como ilustradora.

“Cuando mamá llevaba trenzas”, texto e ilustraciones de Concha Pasamar. Madrid: bookolia, 2018.

¿Cuánto hay de autobiográfico en esta obra, en sus personajes y escenarios?

Pues, como se deduce de mi respuesta anterior, todo es autobiográfico, salvo el hecho de que yo tengo hijos y no una hija. La niña me permitía establecer un paralelismo y un contraste que me parecieron formalmente más interesantes. Yo llevaba trenzas, y las llevé –trenzas o trenza– durante más años de lo que parecía razonable, pero es que realmente tenía un pelo rizado imposible. Todas las escenas se corresponden con mis vivencias. Me he permitido sustituir la lata oxidada por un tarro de cristal, pero esa ha sido la única licencia. Soy hija de padres de origen rural; como muchos de mi generación, una niña de ciudad con vínculos –que aún conservo y agradezco profundamente– en los pueblos de mis abuelos, con todo lo que eso suponía entonces –que no ahora–: un mayor contacto con la naturaleza, una tremenda libertad, un vínculo con los modos de vida tradicionales, entre ellos, una mayor convivencia intergeneracional.

¿Mientras creabas el libro pensabas en algún posible lector?

Los lectores que tenía en mente en aquellos momentos eran mis hijos y mis sobrinos, pero fui percibiendo enseguida la posibilidad de que resonara en un público más amplio, y no solo infantil. Pensé que el álbum podría llegar a diferentes generaciones y a personas de diferentes lugares. Creo que la simplificación de la mayor parte de los fondos favorece la vinculación con escenas similares que hayan tenido otros escenarios o detalles, aunque ciertamente son los mayores de 35 los que claramente se identifican con ese tiempo en que el teléfono de disco colgaba en el pasillo y las mismas manos que nos preparaban la merienda podían ser las que se encargaban de la matanza de lo que llegaba a la mesa en un día especial.

¿Qué te gustaría que quedara en las personas después de leer Cuando mamá llevaba trenzas?

Para los que ya no son niños, quisiera que volvieran algunos de esos momentos que recordamos con afecto especial, pero que aflorasen también otros recuerdos, porque personalmente encuentro maravillosa esa sensación de reencuentro con algo grato que habíamos olvidado. En los niños, la sensación de que el tiempo nos cambia, y de que, a pesar de que hay cosas que quedan atrás o desaparecen, la vida sigue siendo oportunidad. Que hubo y habrá otros modos de ser. Que los adultos fuimos niños y que los niños que son formarán de alguna manera parte de su ser de adultos. En todos, me gustaría que el libro fuera ocasión de encuentro e interés por el otro.

¿Qué añoras de aquellos tiempos cuando mamá llevaba trenzas? ¿A qué no renunciarías de estos tiempos en que las madres del futuro aún son niñas y llevan (o no) trenzas?

Tuve una infancia muy feliz en su conjunto. Añoro la despreocupación y la confianza que proporciona el saber que otros nos sostienen incondicionalmente. Añoro a las personas que me sostenían así.

No renunciaría al mayor acceso general a la educación y a la cultura, a los avances en la progresiva y deseable equiparación de mujeres y hombres.

Si tuvieras que definir este libro, ¿cómo lo harías?

Creo que Cuando mamá llevaba trenzas es un álbum para compartir vivencias, recuerdos y sensaciones, para conversar en torno a qué es ser niños y, aunque pueda sonar pretencioso, qué es ser personas en un determinado tiempo y entorno.

¿Qué creadores de libros para niños han influido en tu trabajo o te han servido como paradigmas?

Realmente no lo sé. He ilustrado para niños y adultos desde lo que soy y lo que he leído, no por prepotencia –porque considere que eso me baste–, sino porque, como he dicho, soy casi una recién llegada; los álbumes en que soy autora –este y otro anterior que verá la luz también con bookolia en 2020– los preparé en un momento en que realmente conocía muy poco; los construí para aprender. Creo que ahora, en tres años de miradas y lecturas he aprendido bastante –aunque poco aún teniendo en cuenta lo vasto y complejo del sector–, y admiro la obra de muchos autores e ilustradores de estilos y formatos muy diferentes de los que hasta ahora he abordado. Realmente, hace tan solo unos meses me planteaba si realmente la literatura infantil y juvenil era el ámbito en que podía encajar como ilustradora/autora. La llegada de nuevos encargos –para adultos, niños y jóvenes– indica que hay editores a quienes les gusta lo que hago, pero no sé hacia donde irán mis siguientes proyectos propios.

¿Qué pensaste cuando supiste que una organización con sede en Estados Unidos, dedicada a promover la literatura de calidad para niños y jóvenes en español, había escogido Cuando mamá llevaba trenzas como uno de sus premios del 2019?

Me resultó difícil de creer. Conocía los premios y la labor de la Fundación Cuatrogatos, y que un álbum que había nacido sin ninguna pretensión –desde el ámbito de lo más personal y publicado por una editorial joven y pequeña en el último tramo del año– alcanzara un reconocimiento así me llenó de alegría.

Hay otros motivos: la situación de la lengua española en el mundo ha sido uno de los temas de mi interés; reconocer en el idioma un elemento aglutinador esencial para sus hablantes en Estados Unidos y, en general, para nuestra comunidad cultural hace que me emocione especialmente la posibilidad de llegar a otras personas con las que, a través de la lengua, comparto también identidad.

Y finalmente y en otro orden de cosas, justamente había tomado la decisión de reducir levemente mi dedicación universitaria a partir de este curso 2018-19; para mí la oportunidad de ver publicados algunos proyectos que me satisfacían personalmente era ya suficiente justificación, porque la vida me ha enseñado a no cifrar las recompensas en un futuro que no está en nuestras manos. El premio viene a ratificar de otra manera eso que yo ya intuía: que no debía dejar pasar sino, al contrario, aceptar uno de los regalos que la vida me estaba inesperadamente ofreciendo.

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