Recibo este premio con agradecimiento y emoción. Estaba yo en mi casa de la montaña, abrazada por la noche, cuando recibí la llamada del representante del jurado, comunicándome que lo había ganado. Fue como si fuegos artificiales rompieran la oscuridad. Replicaba, inconscientemente, la intención de la Fundación SM al instituir el premio en 2005; con la finalidad de dar luz sobre la literatura para niños y jóvenes que se produce en Iberoamérica.
Si para todos este premio es altamente prestigioso, para mí, italiana nacida en África y brasileña por opción, tiene un significado especial, pues reafirma mi pertenencia a esta Iberoamérica que escogí.
Quiero agradecer también al jurado. Yo misma he sido muchas veces parte de una comisión dictaminadora y sé bien de la dedicación que esa tarea exige y del afecto que durante el proceso de elección se transfiere al premiado.
Publiqué mi primer libro de literatura infantil en 1979. Y aunque mucho tiempo haya pasado, sigo escuchando desde entonces la misma pregunta repetida incansablemente: ¿cómo es escribir para niños? Es una pregunta que no solo me hacen a mí. Todos los escritores de literatura infantil la tienen que enfrentar, casi siempre con algunos agregados: ¿es más fácil o más difícil que escribir para adultos? ¿El autor habla como adulto o apela al niño que lleva dentro?
A un poeta o novelista se le pregunta sobre el estilo y el contenido, se le pregunta por qué escribe. Pero nadie se atrevería a preguntarle: ¿cómo es escribir?
Es justo, entonces, indagar el porqué de tanta extrañeza en relación con la literatura destinada a los pequeños.
Analizo mi propio hacer. Cuando escribo para adultos, siento que estoy escribiendo para el mismo. Por encima de las diferencias personales, la experiencia de vida me iguala a los lectores. Sin embargo, al escribir para niños o para jóvenes, sé que estoy dirigiéndome al otro.
Un otro distante, que no conozco. Fui una niña en el siglo pasado, un tiempo que ya suena antiguo. Mi infancia viene de lejos. Miro a los niños de hoy inclinados sobre el celular o la tablet, dedito en acción, y pienso en la niña que fui, aprendiendo a escribir con lápiz y cuaderno cuadriculado para garantizar la buena caligrafía. De nada me podría servir convocar a aquella niña de trenzas de quien sobra ya tan poco. Ella estaría completamente desactualizada.
Yo habría podido, armada de estadísticas e investigando en estudios de comportamiento, crear un facsímil de niño moderno al cual dirigirme. Pero sería solamente un fantoche, especie de espantapájaros plantado en el vasto campo de la diversidad infantil. Tendría una única edad, cómoda para localizarla en un rango de edad, pero reductora. Y un único rostro, en este mundo cada vez más multiétnico.
Entonces, desde el principio, decidí buscar el encuentro con mis pequeños y jóvenes lectores a través de aquello que tenemos en común: la emoción y lo desconocido.
Como ellos, yo tampoco sé de dónde vengo ni para dónde voy, no sé qué mano sostiene los astros en el cielo o los pájaros en vuelo, quién le dice a la hoja a qué hora debe caer, o quién enseña al salmón a subir el río en que nació para reproducirse y morir en seguida.
Tampoco yo, como ellos, sé lo que me va a pasar cuando crezca, aunque cada día dé un paso al frente. No sé lo que se esconde en las sombras, ni qué rostro tiene el monstruo que duerme debajo de mi cama.
Como los pequeños, puedo morir de abandono o desamor. Como los jóvenes, necesito oír otra voz, tener una mano para sostener. Y como ambos, tengo miedo del fin que puede alcanzarnos en cualquier momento.
Ya tenía el contenido, faltaba aún el lenguaje.
Pasados tantos años de mi infancia, había desaprendido como habla un niño. Ni los niños de hoy hablan como los de mi tiempo. Al comenzar mi primer libro de cuentos maravillosos vacilé por un instante sobre cuál sería el sonido que tendría. Llegué a pensar que sería necesario, o más prudente, utilizar un lenguaje infantil. Mas percibí inmediatamente que esa voz imitada salía falsa, como si fuera emitida detrás de una máscara.
El lenguaje que escogí, entonces, fue un lenguaje con pliegues, como los de un abanico –¿a qué niño no le gusta jugar con un abanico?–. Un lenguaje en que cada palabra puede abrirse en otra, en que en cada frase se alternan luz y sombra sin dejar anticipar la frase siguiente. Un lenguaje que no siendo jocoso es un juego, donde hay siempre alguna cosa por descubrir, algún pequeñito premio a conquistar. Un lenguaje parecido a los alfabetos que, cuando niña, yo inventaba con mi hermano y que solo para nosotros dos tenía el mismo significado.
Así, de la manera más conforme conmigo misma, aquella en donde me sentía plenamente a gusto, tejí mi respuesta personal a la pregunta que no dejarían de hacerme: “¿cómo es escribir para niños?”.
El premio que generosamente me fue atribuido y que hoy recibo, honrada, me lleva a creer que escogí un buen camino.
Feria Internacional del Libro de Guadalajara, 28 de noviembre de 2017.
Marina, sigue siendo actual su literatura y su persona. Lo saben los niños que leen sus obras. Felicidades
Es hermoso lo que dice. Es hermosa Marina.
Muchas felicidades por el merecido premio, y sobre todo, !gracias! Gracias por la belleza y por esos rincones escondidos entre palabras, allí donde nos gusta vivir.
FELICITACIONES SEÑORA COLASANTI !
admirables la sensibilidad y fortaleza de las palabras de Marina Colasanti, enhorabuena por el premio.
admirables la sensibilidad y fortaleza de las palabras de Marina Colasanti, enhorabuena por el premio
Me encanta como escribe esta autora y es un gusto que sea reconocida. Felicidades.
Muy merecido reconocimiento a esta gran autora de nuestro continente.
Ojalá, ahora, resulte más fácil encontrar sus libros en México.
Marina Colasanti vuelve a expresar en este agradecimiento al premio de SM la sensatez y poesía de sus palabras. La poesía, tan cara en su escritura, se ve reflejada en este texto, que nos dejan, como siempre encantados con sus temáticas, su estilo y su personalidad. Como un “abanico”.