Por Irene Vasco
Lo perdido
En Colombia, la exclusión educativa tiene profundas raíces históricas. Hace poco más de quinientos años, cuando los españoles conquistaron los territorios que hoy llamamos América Latina, los pueblos nativos se comunicaban en muy diversas lenguas. A pesar de utilizar códigos gráficos, los habitantes del Nuevo Mundo desconocían el alfabeto europeo. En cierta medida, los conquistadores usaron ladinamente la carencia de las letras para fraguar “escrituras” a su nombre y adueñarse de las tierras. Por lo demás, invocando las bondades de la evangelización, los europeos obligaron a los indígenas a aprender el castellano, desconociendo y despreciando lenguas, tradiciones y creencias sagradas. El despojo de estas se constituyó en el requisito previo para el despojo de la tierra y de los demás patrimonios comunitarios.
A partir de la Independencia, en 1810, cuyos autores principales fueron los criollos descendientes de los colonos españoles, los pueblos indígenas de Colombia quedaron definitivamente despojados de sus tierras ancestrales. La independencia dio a los criollos la oportunidad de borrar cualquier vestigio de protección a las comunidades ejercida por la Corona española. Para consolidar este nuevo despojo, fue necesario impedir cualquier acceso a la educación, a las oportunidades de participación social, a las decisiones sobre sus vidas y, en particular, a la comprensión y el acceso a las Leyes impuestas por los otros.
Los campesinos colombianos, herederos de los pueblos nativos, mejor dicho, herederos del despojo de las tierras y de la educación, perdieron irremediablemente su patrimonio cultural: las lenguas, las religiones y las culturas propias. Hoy día, la población rural del país vive sitiada por enormes empresas legales o ilegales que, al igual que los conquistadores de hace quinientos años, se van adueñando de las minas, las aguas, las tierras productivas, que se convierten en tierras yermas a los pocos años por los usos inadecuados y los abusos a los que las someten.
El desierto y la muerte que quedan tras el paso de empresas como el de las minas del Cerrejón, en la Guajira, son un trágico ejemplo y corroboración de esta historia. El agua y la comida se acaban, mientras que la educación estatal, lejos de ser de calidad, es apenas un remedo de un proceso formador sin posibilidades de mejorar.
Lo actual
Si miramos el entorno actual, vemos que las personas mayores de las comunidades antiguamente explicaban el universo, protegían a la colectividad y determinaban las reglas del juego para que la armonía social se preservara. Estos ya no son escuchados. En algunos poblados remotos, que podríamos llamar amparados de la contaminación consumista, donde no hay vallas, avisos publicitarios o productos envasados con etiquetas escritas, hasta cierto punto se mantiene la cohesión y la seguridad de la comunidad.
Estas comunidades no pueden exigir derechos como centros de salud y agua potable, entre muchas otras necesidades, pues carecen de las herramientas para enfrentarse a las instancias del Estado: muy pocos saben leer y escribir, en especial las personas mayores, responsables de las decisiones comunitarias y de la interacción con los de fuera. Las oportunidades de participación social y de autonomía son muy limitadas.
Quienes aprenden a leer y a escribir, los más jóvenes, migran a las ciudades, sumergiéndose entonces en un limbo social: quedan sujetos a subempleos, al “rebusque”, como se dice popularmente. Se instalan en los cordones de miseria de las ciudades y se pierden en el anonimato urbano, perdiendo, de paso, la seguridad del trabajo y del cuidado cooperativo.
Lo extraviado
Con mucha frecuencia, los campesinos que han estudiado en centros religiosos, en las normales y en programas técnicos y universitarios, donde las vocaciones regionales no son tenidas en cuenta, regresan a sus comunidades como emisarios de la cultura dominante y con la tarea implícita de contribuir a la desaparición de la cultura originaria, con cierto desprecio por sus huellas culturales. Pronto entran en conflicto con las voces de los mayores, con las narraciones, con los mecanismos de cohesión social. Ya no creen en leyendas ni en relatos míticos fundacionales. Por supuesto, no los transmiten en las escuelas, porque se pliegan a los programas formales del Estado y se ciñen a las cartillas o textos escolares, ajenos por completo a las necesidades e intereses locales.
Podría creerse que la transmisión antigua ha sido reemplazada por mejores opciones. Sin embargo, los maestros no pueden enseñar a leer y a escribir, porque sus habilidades lectoras y escritoras son muy pobres. A pesar de sus buenas intenciones y de los esfuerzos que hacen por educar, en la mayoría de los casos no logran hacerlo pues ellos mismos han sido víctimas de la pobre calidad de educación del país.
En el caso de las comunidades indígenas, las pocas que aún perviven, los etnoeducadores dictan clases intentando mantener vivas las lenguas propias. Pero sus recursos, libros, cartillas escolares, están en la lengua avasalladora, el castellano. Así que la lengua materna termina por enseñarse como segunda lengua, sin conexión con la vida cotidiana. No es de sorprenderse si las lenguas ancestrales desaparecen rápidamente. Este no es descuido del Estado, es un propósito.
Lo alterado
Si damos una mirada al panorama contemporáneo, vemos que el sistema educativo nacional está instalado en todas partes. Niños y jóvenes urbanos, campesinos, indígenas, tienen acceso a las aulas básicas y, en principio, a las universitarias. Ahora, la educación formal, ese aparato del gobierno heredado de una colonización extranjera, más que un modelo de educación, es un modelo de control social de la población.
La formación de lectores y escritores, herramientas básicas para acceder a la información y adquirir conocimientos plasmados en el material escrito, no se produce. En las escuelas hay bibliotecas. Mejor dicho, hay simulacros de bibliotecas. Los libros permanecen en cajas sin que nadie sepa qué manda el Estado, que no hace seguimiento, capacitación ni mantenimiento.
Por otra parte, podría verse como satisfactorio que hasta los lugares más selváticos o hasta las montañas más inaccesibles, ha llegado la tecnología. Las antenas crecen como los árboles y niños, jóvenes y adultos, para bien o para mal, quedan atrapados en las pantallas. El asunto es que realmente no adquieren información. La red exige competencias lectoras e interpretativas poco o nada desarrolladas.
Esta tecnología, que en apariencia mejora la calidad de vida de las comunidades, con frecuencia produce efectos contraproducentes. La televisión y el Internet se han adueñado de los espacios comunitarios. Los equipos entregados por los distintos programas del Estado carecen de contenido. A través de ellos, las bibliotecas virtuales podrían, eventualmente, ayudar a formar lectores. Sin embargo, no hay nada, ni siquiera programas con los que escribir o crear. Solo Internet para jugar, ver videos y participar en redes sociales, a menudo vacías de contenido. La tecnología se transforma, una vez más, en una forma perversa de despojo cultural y de barrera a la educación.
Como si fuera poco, lo cierto es que las familias campesinas, al igual que las familias urbanas, ya poco se reúnen alrededor del fogón a narrar cuentos. Las tradiciones no se transmiten a las nuevas generaciones, dejándolas huérfanas de cultura, sin ofrecer alternativas de educación reales. Los medios han creado estereotipos y convertido en caricatura a sus auditorios. Las diversas iglesias, que proliferan y se instalan en los rincones más remotos, irrumpen en la cultura ancestral. El consumismo y la necesidad de dinero para consumir más, sin mejorar la calidad de vida, se establecen con una facilidad sorprendente. La ecuación es: destrucción cultural + ignorancia = consumidor.
Lo frágil
Los programas institucionales, siempre con buenas intenciones, pero superficiales, con insustancial contenido, resueltos en escritorios de burócratas de las capitales, alcanzan algunas escuelas rurales. ¿Por qué estos programas no cosechan frutos? Tal vez una de las mayores dificultades para formar niños y jóvenes lectores, que encuentren en los libros y en la red mejores oportunidades de educación, tiene que ver con el hecho de que en general los campesinos creen poco en la palabra escrita. Esta produce rechazo, miedo a lo desconocido, quizás; miedo a la escolaridad basada en el castigo y el maltrato, posiblemente.
Desde la conquista, los indígenas y sus descendientes campesinos han asociado los libros como una pertenencia de los opresores. Solo los “blancos” podían ir a la escuela y aprender a leer. Solo la iglesia tenía el poder de las palabras escritas en lenguas desconocidas.
Entre otras dificultades, encontramos que los rectores de las instituciones se mantienen al margen de las capacitaciones y las propuestas. Las ven, justificadamente, como programas que llegan de fuera, sin considerar sus intereses, y como una carga más para los equipos pedagógicos. Los libros de texto escolar que reciben son anticuados, destructivos de cualquier aliciente a la autonomía y la creatividad de los maestros.
¿Cómo producir material propio? ¿Cómo lograr que los rectores y los líderes se vinculen a los programas para que les den su indispensable aval? ¿Cuándo incluirán los campesinos en sus exigencias una educación de calidad, adecuada a sus vocaciones regionales?
Es necesario que las comunidades campesinas comprendan que leer y escribir no son tareas escolares, sino derechos que contribuyen a elegir de manera informada a los gobernantes, a acceder a los avances de la ciencia y la tecnología, a firmar documentos, a aceptar condiciones en los contratos, a inscribirse en los servicios de salud, a participar social y políticamente como ciudadanos maduros. Mientras las comunidades no aprendan a leer y a escribir con fluidez, continuarán en su papel de menores de edad sociales.
Lo deseado
Al cerrar estas rápidas reflexiones alrededor de la educación rural en Colombia, nos queda desear y confiar en que, en Colombia, no solo en las comunidades campesinas, sino en todo el país, los mayores vuelvan a narrar, transmitiendo la cultura de la armonía social a las nuevas generaciones.
Deseamos también que las escuelas y las bibliotecas rurales, desiertos, montañas, ciudades y llanuras, se llenen de niños, jóvenes, adultos, lectores y escritores que se conviertan en ciudadanos informados, maduros y responsables de sus decisiones sociales, recuperando de paso el perdido patrimonio cultural.
Sabemos que estos procesos son lentos, que toman años, décadas, pero no podemos cansarnos, mucho menos detenernos si queremos vislumbrar un país que tome el camino de la paz, paz entendida como el ejercicio pleno y efectivo de los derechos sociales.
Irene Vasco, escritora y promotora de lectura colombiana. Durante años ha recorrido los rincones más lejanos de geografía de su país interactuando con niños, maestros y miembros de las comunidades más pobres. Dentro de su producción literaria sobresalen títulos como Conjuros y sortilegios, Paso a paso, Mambrú perdió la guerra y Letras al carbón (Premio Fundación Cuatrogatos 2016). Su libro más reciente es Abril Celeste y el acertijo de la sopa verde.
Muy interesante y para reflexionar
Muy inspirador este artículo. Es un gran reto para todas y todos aquellos quienes hemos asumido la tarea de la educación en Colombia. Luchar contra la uniformización de la educación no es tarea fácil; los estándares y las mediciones nacionales e internacionales asi como los discursos académicos universalistas tienen mucha fuerza. La tarea de pensar lo local es diaria y empieza por la reflexión individual de cada maestra, de cada maestro, sobre su labor. Recuperar o mantener las lenguas y los modos de vivir locales a la vez que se puede leer criticamente la cultura hegemónica es la tarea.
Excelente e importante labor Irene Vasco!
Cuando trabaje en Venezuela en la coordinacion de creacion de libros en lenguas autoctonas en un proyecto que apoya las lenguas indigenas me decian que era una hippie ingenua que pensaba que con ello ayudaba a resguardar la tradicion y las lenguas. Fueron esfuerzos para sembrar la semilla de la escritura, la lectura, el arte de crear sus propior libros con sus ancestrales relatos y costumbres en unas cuantas comunidades.
Felicitaciones a la escritora Irene Vasco admiro y respecto su gran trabajo en beneficio del despertar de tantas comunidades Colombianas .