Por Pablo de Santis
Tomado de La Nación, Buenos Aires
Una de las ilustraciones del poema de Lewis Carroll La caza del Snark muestra un plano completamente en blanco. No falta el título (“Carta oceánica”) ni los puntos cardinales, pero adentro no hay nada.
El poema narra la búsqueda del Snark, criatura que nadie ha visto jamás (quienes la han visto han muerto, y por eso no sirven de testigos). Algunas estrofas del poema justifican la límpida ilustración:
Él había comprado un gran mapa que representaba el mar
sin el menor vestigio de tierra.
Y a la tripulación le gustó que por fin hubiera hallado
un mapa que todos pudieran entender.
“De qué nos sirven los polos, ecuadores, trópicos,
los meridianos y las otras zonas de Mercator”,
gritó el Hombre de la campana. Y la tripulación replicó:
“Son meros signos convencionales”.
“Otros mapas tienen siluetas, con sus islas y cabos,
pero debemos estar agradecidos
porque nuestro capitán compró el mejor:
un mapa absolutamente en blanco”.
La novela infantil, nacida en el siglo XIX, parece guiarse por un mapa semejante, por una notable falta de reglas; muy probablemente porque no era considerada literatura “de verdad”, y eso la dejaba fuera de cualquier norma. Si todo comienzo es retrospectivo, podemos ver en Alicia en el país de las maravillas (publicada en 1865) la primera novela infantil, no porque efectivamente haya sido la primera, sino porque le da al género nitidez y complejidad y a la vez inicia una tradición de viajes a otra realidad que continúa hasta nuestros días. La literatura infantil había sido hasta ese momento una mezcla de antiquísimos relatos de transmisión oral, luego recogidos en libro, fábulas edificantes, manuales educativos, sátiras, rimas, una miscelánea que tenía por destinatario un niño al que había que educar o hacer dormir.
Alicia en el país de las maravillas, Peter Pan (James M. Barrie), El mago de Oz (Frank L. Baum), Charlie y la fábrica de chocolate (Roald Dahl), Las crónicas de Narnia (C. S. Lewis), La historia interminable (Michael Ende), Harry Potter (J. K. Rowling): todas estos libros tienen rasgos en común, y estos son aún más profundos que los que poseen la ciencia ficción o la novela de detectives (los tres géneros nacieron a mediados del siglo XIX). El género policial quedó ilustrado por el detective y el crimen; la ciencia ficción, por la nave espacial o las criaturas extraterrestres. Pero la novela infantil ha sido representada por su lector, el niño, y por lo tanto, quedó mezclada con el resto de la literatura destinada a los niños. Estas novelas –que podríamos llamar “novelas del umbral”, ya que en todas hay un paso entre un mundo y otro– tienen rasgos en común:
*El argumento es una excusa para mostrar un lugar. No se trata tanto de contar una historia como de recorrer un mundo autónomo y cerrado.
*Hay dos conflictos fundamentales: la batalla que libran realidad y fantasía, y la del mundo infantil contra el mundo adulto. Los personajes cruzan un umbral que los lleva literalmente del mundo real a otro mágico y, metafóricamente, de la infancia a la antesala de la vida adulta.
*Estos textos están tan marcados por remotas tradiciones (los cuentos de hadas y la mitología) como por el crecimiento de la industria editorial en el siglo XIX, en especial, por las ediciones populares y las revistas.
*El rasgo principal es que hay un gusto por la épica que aparece inmediatamente corregido o perturbado por la sospecha de que los enemigos exteriores son proyecciones del yo, fantasmas del protagonista; así, la épica de los relatos de aventuras se transforma en una épica interior. Por eso estas novelas nos siguen pareciendo fantasías oscuras, cuyo tema esencial es el miedo.
Los mundos autónomos
El reverendo Charles Dodgson lleva a tres niñas a un paseo en bote. Ellas son Alice, Edith y Lorina, hijas de un matrimonio amigo, los Liddell. Es julio de 1861; para entretenerlas, Dodgson (que luego firmará como Lewis Carroll) les cuenta historias que inventa. Su preferida entre las niñas es Alice, y a ella la convierte en protagonista de una historia que habrá de hacerse famosa; a ella le entrega también, en la Navidad de 1863, una versión manuscrita. Ése es el origen veraniego de Alicia en el país de las maravillas (que tuvo una segunda parte, Alicia a través del espejo ) y también de la novela infantil como género autónomo, ya separado de las recopilaciones de cuentos tradicionales. La verdadera Alicia –que en sus fotos de adulta luce una rara belleza, y que enamoró al príncipe Leopold (hijo menor de la reina Victoria) antes de formar su propia familia– vivió marcada por dos libros de perenne memoria. Uno es breve y leve, el de Carroll; el otro, enorme y contundente: el Diccionario de griego que su padre, el reverendo Henry Liddell, escribió junto con el filólogo Robert Scott, un verdadero monumento de los estudios clásicos (todo estudiante de filosofía o de griego antiguo lo conoce como el “Lidell-Scott” a secas).
Alicia en el país de las maravillas es un extraño libro que cierra la vena satírica del relato infantil, que contó con obras como Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift o La maravillosa historia de Peter Schlemil de Adelbert von Chamisso, los dos leídos por los niños por accidente, ya que estaban destinados a los adultos. La novela de Carroll participa de la sátira pero inaugura a la vez la serie de novelas que narran el paso a otra realidad. El país de las maravillas al que llega Alicia inicia una tradición de mundos paralelos, lugares mágicos donde las cosas funcionan de un modo diferente. “Creo que ya no estamos en Kansas”, dice la Dorothy de El mago de Oz. A ella le tocará recorrer el país de Oz para llegar a su capital, Ciudad Esmeralda. Wendy y sus hermanitos deben viajar a la Isla de Nunca Jamás; los cuatro hermanos Pevensie, al reino de Narnia. Charlie Bucket gana un billete dorado para visitar la fábrica de chocolate de Willy Wonka en un día tan largo que parece una vida. Harry Potter ha de recorrer, en libros y años sucesivos, el infinito colegio Hogwarts y zonas aledañas. El paso de la sátira a esta otra clase de relatos implica una especie de desgarramiento romántico; en la sátira, el que cuenta la historia ve a sus semejantes desde una superioridad moral; aquí, en cambio, hay un héroe herido, tironeado por dos realidades distintas. La sátira, por otra parte, es sobre todo un efecto de lectura: hoy no podemos leer como sátiras ni las aventuras de Gulliver ni las del pobre Schlemil, el hombre que perdió su sombra.
Estos reinos, mundos, islas o países siempre son lugares a los que se entra o por casualidad o de modo arduo, y de los que es difícil salir. Narnia tiene su entrada en un enorme ropero lleno de viejos abrigos; Potter debe encontrar en la estación de tren la plataforma 9 y 3/4; Alicia cae en un pozo luego de perseguir a un apurado conejo; a Dorothy se la lleva un tornado. Hay que volar con “polvo de hada” para llegar a la Isla de Nunca Jamás. En La historia interminable, de Michael Ende, el umbral que comunica con el reino de Fantasía es un libro. Son orbes cerrados, con sus propias reglas, y el argumento se convierte en paseo. Aunque haya metas por cumplir, la verdadera pulsión narrativa no consiste tanto en desarrollar conflictos como en mostrar mundos. De las misiones del héroe, la más ardua es la de ser los ojos del lector. En el mundo del turismo, el guía es el que conoce la región y sabe dónde y cómo ir; pero en la literatura sólo sirven como guías los que no saben, los que se han perdido.
En todas estas “novelas del umbral” los personajes deben recorrer o bien largos pasillos de construcciones laberínticas, o bien bosques donde la naturaleza se cierra en techos de ramas y oscuridad. Como en toda excursión, acompañan a los héroes una serie de objetos que han de ayudarlos en sus peripecias. A veces son cosas comunes que adquieren una utilidad que las trasciende; otras veces son objetos mágicos. En sus Memorias (1994), Adolfo Bioy Casares recuerda su lectura del Pinocho de Collodi, pero sobre todo las horas pasadas con el Pinocho de Salvador Bartolozzi,escritor e ilustrador madrileño que continuó las aventuras del muñeco de madera en la editorial de Saturnino Calleja. Bartolozzi hacía viajar al muñeco a la Luna, a Egipto, al África o a China. Escribe Bioy: “Todavía recuerdo el acopio de provisiones y los preparativos para el viaje a la Luna. El más íntimo encanto de la aventura nos llega en la enunciación de las circunstancias domésticas que la rodean”.
Que los niños de El león, la bruja y el ropero se vistan con los viejos abrigos del ropero-umbral provoca una emoción parecida. Tzvetan Todorov, en su Introducción a la literatura fantástica , nos enseña a distinguir el relato fantástico del maravilloso: en el primero, un incidente u objeto extraños irrumpen en una realidad reconocible; en el segundo, todo ocurre en un mundo distinto y nadie se sorprende por unicornios, fantasmas o dragones. Todas estas novelas infantiles están en esta segunda categoría, en la que lo extraño no es lo singular sino lo plural. El objeto mágico que irrumpe en lo cotidiano es la clave del género fantástico, así como el objeto cotidiano que pervive en el mundo mágico es la clave del encanto del género maravilloso. Son modos de mantener juntas las inagotables fuentes del relato: la experiencia y la imaginación.
Fantasía y realidad
Entre septiembre de 1940 y mayo de 1941 Londres recibió constantes bombardeos nocturnos por parte de los aviones de la Luftwaffe. El gobierno inglés dispuso entonces que los niños de la ciudad fueran enviados a casas de familia en el campo. A Clive Staples Lewis (profesor de literatura inglesa en Oxford) le tocó recibir a un grupo de niños, entre los que había una chica llamada Lucy. Años más tarde esa situación le sirvió de punto de partida para su más famosa novela, El león, la bruja y el ropero, primer tomo de Las crónicas de Narnia. Allí los cuatro niños Pevensie son enviados lejos de la familia; juegan a las escondidas y Lucy encuentra en un ropero con olor a naftalina la entrada del mundo de Narnia.
El contraste entre una realidad temible o deprimente y un mundo de fantasía abunda en las novelas infantiles. Charlie Bucket es tan pero tan pobre que parece una parodia de los personajes de Dickens (y sin embargo, a pesar del humor negro, su historia no deja de conmover, como cuando prueba una mínima parte del chocolate, en su deseo de que la barra Wonka dure tanto como sea posible; por mucho que se haya criticado a Dahl por reaccionario, siempre está de parte de los que tienen hambre). La amenaza que viven los civiles durante la Segunda Guerra y la angustia de los niños separados de sus padres dominan el comienzo de El león, la bruja y el ropero. El aburrimiento campesino agobia a Dorothy. Los convencionalismos del mundo adulto son un tema esencial en Peter Pan, donde la infancia es el único paraíso perdido.
En los mundos mágicos no todo es placer. Allí abundan los villanos (el capitán Garfio, la Bruja Blanca, la Reina Roja y tantos otros), pero éstos nunca representan a los peligros de la realidad. Los villanos de los cuentos amenazan con una espada que congela a quien toca, con tiburones hambrientos o con una orden de decapitación: nunca con anocheceres de domingo, con deberes y aburrimiento.
La tradición
En la novela infantil hay algo de esa mezcla incongruente que tienen los sueños. Los personajes de Peter Pan parecen salidos del cajón con disfraces de una fiesta infantil: hay piratas, indios pieles rojas, y unos niños perdidos que visten según la moda Robin Hood. En Las crónicas de Narnia, C. S. Lewis trabajó con la mezcla de tradiciones: así aparecen a lo largo de las siete novelas que integran la saga el Papá Noel del cristianismo con faunos y minotauros de la mitología grecolatina y los animales parlantes de las fábulas. A J. R. R. Tolkien, muy amigo de Lewis, le molestaba esta mezcla: para construir la Tierra Media de El Señor de los Anillos él había apelado exclusivamente a la mitología nórdica, y le parecía que el cruce de mitologías representaba una amenaza a su ideal de construir un mundo tan autónomo como fuera posible. Tolkien no convenció a Lewis ni de la ortodoxia imaginaria ni del catolicismo, y su amigo siguió fiel a la heterodoxia y a la Iglesia de Inglaterra.
Lewis Carroll, en cambio, se apoyó en personajes de rimas y canciones populares, como Humpty Dumpty, pero también en seres que de algún modo duermen en el escondite de la lengua: así el origen de la “Liebre de Marzo” se explica porque marzo es la época de celo de las liebres, que actúan como enloquecidas. El personaje del Sombrerero Loco surge de la costumbre de los fabricantes de sombreros de usar mercurio para trabajar el fieltro; a menudo esta sustancia provocaba una intoxicación con consecuencias neurológicas.
Pero el trabajo más extraño con la tradición es el que hizo Roald Dahl en su gran novela Charlie y la fábrica de chocolate. En vez de ocuparse de fábulas o mitología, se entretuvo con los mitos capitalistas. Las expediciones del señor Wonka al África (donde consigue a los pequeños Oopa-Loompas) parecen una parodia de las hazañas de los exploradores David Livingstone y Henry Stanley, mientras que su obsesión por las fórmulas secretan recuerdan al “mito de consumo” más famoso: el de la fórmula de la Coca-Cola. En un libro de misceláneas leemos una breve exposición del mito: “Sólo dos personas en el mundo conocen la fórmula exacta de la Coca-Cola. La conocen de memoria y no la escriben en ninguna parte. Los dos la han recibido de otras dos personas en el lecho de muerte, y habrán de cederla cuando estén a punto de morir. Para evitar el peligro de que la fórmula desaparezca, nunca viajan juntas en el mismo avión”. En las ficciones de Roald Dahl los dioses de la mitología griega o los seres mágicos de los bosques han sido reemplazados por la obsesión contemporánea por el dinero y el secreto. Y lo hizo sin perder el sentido de la maravilla. Además, Roald Dahl contaba con una cosa a su favor: realmente sabía de golosinas. Era uno de los mayores expertos en chocolates de Inglaterra.
Anotemos también que hay en estas “novelas del umbral” una voluntad de ver el género como una caja en la que entran los materiales heterogéneos de la tradición. Los héroes encuentran en su camino no sólo seres mágicos de los cuentos populares sino antiguas rimas, canciones, adivinanzas. Para pasar de un lado a otro, los personajes deben resolver acertijos o mensajes en lenguas extrañas, o aclarar paradojas. Adivinanzas y enigmas lógicos abundan en las dos aventuras de Alicia (Lewis Carroll era también profesor de matemática). En El sobrino del mago (según la cronología de la ficción, primera novela del ciclo de Narnia, aunque fue escrita casi al final), dos chicos viajan por medio de unos mágicos anillos a una ciudad majestuosa y muerta, y encuentran una campana con un martillo y una advertencia: “Haz tu elección, aventurero desconocido/ golpea la campana y aguarda el peligro/ o pregúntate hasta enloquecer/ qué habría sucedido si lo llegas a hacer”. En La historia interminable, la aventura es tan física como intelectual, y hay que resolver acertijos para sortear los peligros. El acertijo esencial consiste en hallar un nombre para la princesa, y así se habrá de salvar el reino de Fantasía. Las adivinanzas, transmitidas de generación en generación, se integran a la aventura como clave del destino de los personajes. Como en Edipo rey de Sófocles, es la resolución del acertijo lo que permite la salvación y la entrada en la ciudad. Detrás de los reinos mágicos está siempre la gran tradición de la cultura oral.
Una épica interior
En todas estas novelas hay un deseo de viajes, peligros y aventura. Pero no son aventuras como las que encontramos en las obras de Emilio Salgari o Julio Verne: aquí existe la sospecha de que las peripecias son viajes interiores y los villanos, proyecciones del héroe. Los personajes nunca van hacia algo completamente desconocido: en el fondo de la aventura encuentran un espejo. Por eso la abundancia de lugares subterráneos, túneles, encierros que sugieren que la aventura es viaje hacia el interior y hacia el pasado. El ropero de Narnia, con sus sucesivos abrigos como telones, es una clara imagen del descenso, lo mismo que la cueva del castor; Pinocho y Geppetto se encuentran en la oscuridad de las fauces de un tiburón . Alicia cae por un pozo que parece conducir a las entrañas de la Tierra. La guarida de Peter está bajo tierra y se entra por el tronco de un árbol.
Los mundos subterráneos de las novelas infantiles son una versión atemperada del descenso a los infiernos que les toca vivir a los héroes míticos como Ulises o Eneas. Los personajes de Carroll, Lewis, Baum o Collodi encuentran en lo subterráneo una señal de su propio pasado. Así, los Pevensie descubren en la otredad de Narnia una profecía que los anticipa, como si siempre los hubieran estado esperando. Garfio recibe su nombre y su principal rasgo de Peter Pan, que causó la pérdida de su mano; en cierto modo, el pirata es una creación de Peter Pan. Dorothy es nueva en el país de Oz, pero su sola llegada ha matado a una bruja, a la que su casa aplastó. El Pinocho de Bartolozzi llega a la Luna, pero los “lunares” (que así se llaman en el cuento, y no selenitas) ya sabían de su llegada y lo estaban esperando. Por mucho que avance Harry Potter en un mundo desconocido no hace más que encontrar indicios de su tragedia familiar, la incesante representación de su vida. En La historia interminable el solitario Bastian descubre que el libro que tiene entre manos trata de su propia vida, mientras que su álter ego, el héroe Atreyu, halla en unas antiquísimas inscripciones no sólo su pasado, sino también su futuro inmediato.
El tema de la ruptura familiar es una constante en estas novelas: los padres o bien están ausentes, o bien han muerto. A lo largo del relato se va formando un grupo que funciona como familia sustituta. Son inolvidables los tres personajes que acompañan a Dorothy en El mago de Oz: el Hombre de Lata, el León Cobarde y el Espantapájaros. En los reinos mágicos no hay lugar para los padres, pero sí para los hermanos; aunque este lazo va a ser puesto a prueba: cuando uno de los hermanos amenaza con convertirse en “padre” (Peter, en El león, la bruja y el ropero) o “madre” (Wendy, en Peter Pan), el lazo entra en peligro.
En su único trabajo sobre el género fantástico, “Lo siniestro”, Sigmund Freud se explaya largamente sobre el relato “El hombre de arena”, de E. T. A. Hoffmann, donde el padre del protagonista es socio y a la vez enemigo del malvado Coppelius. Para Freud, estos dos personajes antagónicos no son sino una doble representación de la figura paterna: el padre malo y el bueno. Mucho de esta doble genealogía perdura en los personajes de la novela infantil, no sólo como padres sino como madres también. Reinas y brujas, sabios y hechiceros conspiran en los reinos mágicos para que el héroe encuentre las claves de un misterio familiar, los pedazos rotos de una familia perdida.
La ficción plantea siempre preguntas difíciles de contestar. ¿Por qué nos conmovemos, alegramos y entristecemos por el destino de criaturas que no sólo sabemos irreales, sino también imposibles? ¿Cuál es esa extraña relación que tiene la realidad con la fantasía? ¿Por qué leemos ficción? La novela infantil tal vez no responda estas preguntas –y es probable que nadie en el mundo pueda hacerlo– pero en vez de contestarlas las vuelve a poner en escena una y otra vez, como conflicto y como enigma. El héroe tironeado entre la realidad y el reino mágico se convierte en metáfora del lector, siempre vacilante entre la vida cotidiana y el oscuro poder de la ficción. También la lectura consiste en atravesar un umbral.