Acerca de las primeras lecturas
En las antiguas sombras y crepúsculos
Donde la infancia se había extraviado,
Nacieron las grandes tristezas del mundo
Y sus héroes se fraguaron.
En la niñez perdida de Judas
Cristo fue traicionado. 1
En mi condición de pediatra y escritor de literatura infantil y juvenil, me ha interesado siempre el inicio lector y las condiciones que lo propician. En muchos aspectos es un misterio el niño que lee, pues son poco conocidas las condiciones previas que lo hacían un terreno fértil para ese encuentro iniciático con el libro. Pero debido a su trascendencia, vale la pena acercarse al proceso. Aquí solo intento contar mi experiencia personal.
He sido lector por cerca de siete décadas. Lector a secas. No quiero endilgarle a esta condición ningún adjetivo pretencioso, no lo necesita. Atravesar el umbral de un libro es para mi sobrecogedor, aunque haya vivido la experiencia miles de veces. Es siempre Otro, con su propio universo, el que aguarda en esas páginas, y en él soy un viajero curioso, explorador indómito.
Amo los libros desde que los conocí a los cinco años. Amor a primera vista, sin duda. En la línea materna había muchos maestros. Aprendí a leer con ellos, como quien pasea confiado por un paraje misterioso. Viví entonces la experiencia de llegar a otra dimensión. La realidad tangible tenía un trasfondo inmenso, oculto hasta ese momento ante mis ojos. Era mágico entrar al ámbito secreto, yo poseía un abracadabra poderoso. Aún, todos los días, es un ritual de vida: me encuentro frente a la cueva y suelto el conjuro. Y la puerta se abre. Hay demasiados tesoros a la vista. Ingreso y me olvido de las horas. Son visitas espontáneas, no estoy obligado a hacerlas por deberes académicos o de oficio. Y recorro los libros a la deriva, como el caminante que va paseando, a su libre albedrío, sin plan previo. Con esa actitud, mi subconsciente encuentra afinidades, vasos comunicantes entre los diversos autores.
De antemano, mi escenario era adverso. Mis padres no eran grandes lectores. No había una gran biblioteca, ni en casa ni en la escuela. Solo algunos libros, dispersos, utilitarios. No me contaban cuentos “clásicos” todas las noches. Las tertulias familiares eran la ocasión de conocer la saga familiar, plagada de arrieros y trotamundos. Esos relatos, descriptivos y picantes, fueron mi inicio literario.
Y a los 11 años ingresé a un severo internado, sin radio ni televisión, pero sí una gran biblioteca. Era mi única ventana al mundo. La zambullida inicial en ese recinto fue una epifanía. Nadie me introducía en un plan lector, el bibliotecólogo era conocedor pero distante, había allí mucho material y un muy activo boca-boca. Ese temprano amor por los libros creció con mis primeras lecturas autónomas y llegó a ser una hoguera voraz con las lecturas de la adolescencia. Fue luego una fragua activa y productiva en la madurez. Ahora tiene la calidez y persistencia del fuego en su postrer rescoldo.
¿Qué tienen de especial las primeras experiencias lectoras para recordarlas toda la vida y ser luego guía de futuras experiencias?
Para entender un poco esa vivencia iniciática intento hoy rehacer mi camino lector sin pretensiones de maestro. Cuando un lector levanta el mapa de su trayectoria, sabe bien que está describiendo solo una experiencia limitada, apenas un reducto estrecho. Los antiguos navegantes no tenían grandes mapas, apenas portulanos, hojas que describían ese puerto y sus inmediatos alrededores. Voy a intentar hacer, más que un ambicioso mapa, un portulano de mi iniciación lectora.
Hoy, de pronto, como si alguna luz se encendiera dentro, llego a una hilera larga en mi biblioteca, pues es un amado autor prolífico. Hay un libro negro que me atrae,
2. El amnésico intenta una última maniobra desesperada para recuperar su memoria. Aquellos libros de infancia, folletines por entregas, cómics, revistas, habían quedado grabados en su memoria. No solo eran mojones de un largo camino lector. Alrededor de ellos se había construido todo un imaginario.
En las primeras experiencias lectoras, leímos muchas tristezas. Los admirados libros de hadas, por ejemplo, son una cadena interminable de adversidades. De tanta desgracia encerrada en esos relatos, dicen que nos queda una ganancia grande: cualquier situación, infeliz, desesperada, es susceptible de ser mejorada, algo inesperado puede cambiar el abismo en cima, es posible siempre esperar contra toda desesperanza, según pregona Bettelheim 3.
Se sufre mucho en los libros infantiles. Están llenos de lobos que devoran abuelitas, de manzanas envenenadas de provocativa apariencia y efecto letal, de casas de chocolate que se convierten en peligrosas jaulas, de narradores que se juegan su pellejo cada noche. Hay muchos niños abandonados, mucha perfidia. Solo el final de cada historia es liberador.
Nos muestran los grandes arquetipos de la condición humana. Nos dicen, y eso en algo nos consuela, que esas historias les dan materialidad a nuestros temores ocultos. Y los adultos se las leemos a los niños llenos de fascinación, ignorando la tristeza inicial que les causa. A veces me pregunto, aún no tengo la respuesta, si sería posible una literatura infantil sin tanto sufrimiento. No quiero terminar mi escritura sin intentar un relato alegre y luminoso de principio a fin. Una autora entrañable siente lo mismo. “El humor de los libros actuales es mi desquite de las terribles historias que leí en la infancia”. 4
El relato siniestro avanza como un rio, nos arrastra, nos cautiva. Luego, a medida que nos acercamos al final del relato, los personajes de esa historia truculenta, desaparecen, queda solo, por un rato, una ternura tibia. A continuación, me enfrento a la oscuridad de la noche, que me invita al sueño, con frecuentes pesadillas, con ese escudo frágil, que es el final feliz de la historia sufriente.
Llega el momento de las lecturas autónomas. La curiosidad insaciable nos llevaba a elecciones de calidad dudosa. Muchas de mis primeras lecturas fueron libros mediocres desde el punto de vista literario, y creo que casi todos los lectores tempranos sentimos lo mismo. Llegaron por azar. O estaban en casa, como sobrevivientes de algún abandono. Un día especial, alguien ajeno al mundo literario, amigos, parientes, me regalaba uno. Aún conservo muchos de ellos. Y algunos, que se perdieron en el trasegar y en las múltiples mudanzas, con paciencia los he reemplazado por las mismas viejas ediciones, en esas cavernas impredecibles llamadas librerías de viejo. En mi biblioteca reposan prácticamente todos los libros de mi lectura iniciática. La alegría de leer, Collodi, Verne, Salgari, Constancio C. Vigil, Monteiro Lovato, etc, son tomos algo descuadernados y de colores desvaídos, vestigios de pasados entusiasmos y aún mensajeros de buenos recuerdos.
Al comienzo del camino no soy un lector literario, este solo aparece cuando el mundo real ha perdido algo de asombro. Primero fue el asombro, que es ese momento de paso de la oscuridad al mundo de la luz. La luz del descubrimiento es encandiladora, no permite mirar el detalle. Infancia lectora es igual a deslumbramiento. Sentir que hay otros universos. Sentir que yo soy un universo.
En esos años teníamos grandes interrogantes sobre todo, se iniciaron por “el adentro”; quien soy, qué es la vida. Luego se volcaron hacia “el afuera”. No dejábamos de preguntarnos cómo era ese “afuera”, afuera del vientre materno, afuera de la casa, afuera en el mundo y quizás aún más afuera. Y por el “después de ahora” que ahora llamamos “el porvenir”. Los libros, aun los mediocres, traían respuestas y respondían no solo las preguntas fundamentales, sino también las más complejas, esas que necesitan un lenguaje elaborado que aún no poseíamos. Sentíamos que los libros saben mucho de mí y de mis más profundos deseos. Esa vivencia cotidiana me enamoró de ese inteligente interlocutor negro sobre hojas blancas.
Esas lecturas, un poco al garete, crearon mi imaginario. El es un ariete contra el futuro. “Imagínate quién serás en diez años”. Presentimos el futuro, nos preparamos para él. El arte, incluida la literatura, es siempre un conjuro. Empezando porque hace una primera aproximación al mundo de lo desconocido. Los libros me mostraban paisajes interiores; algunos descritos maravillosamente por autores como María Gripe, quien me hizo sentir que traspasaba un dintel cuando leía sus libros Hugo, y luego Hugo y Josefina. Los libros me mostraron que las cosas tienen espesura.
Encontré en esos anaqueles los libros de poesía, muchos, intactos, resplandecientes, porque eran los de menor salida. Una página podía tomarme más tiempo que un relato completo. Una sensación inefable me invade desde entonces al leer poesía. Siempre fue así, desde los primeros grados de la escuela. Nunca me interesaron las retahílas sonoras que fascinaban a mis maestras; las rimas, con su música fácil, para mí estaban huecas. Platero fue otra cosa, tenía la belleza de las pequeñas cosas. Aun más, Tagore. “Si de noche lloras por el sol, no verás las estrellas”. “Existo, perpetua sorpresa que es la vida”. 5 Lamento que los niños de ahora no los lean. Estos poetas me dejaron una actitud ante la vida, un amor irreductible por la sutileza. La experiencia literaria fue como la manzana del paraíso: comienza y ya no serás el mismo. Considero que un niño lector merece ser orientado hacia la olvidada lectura de poesía.
El teatro escolar fue una experiencia memorable, desde la lectura inicial hasta la final puesta en escena, esta experiencia con la literatura “in vivo” puede aportar muchas emociones positivas en el camino iniciático. Pero el teatro infantil es visto ahora como un género menor.
El panorama en la literatura juvenil es menos sufriente. Hay aventuras y héroes, me identifico con ellos. Como dice Manguel, los grandes temas de la literatura son lucha y viaje. 6 Los grandes libros juveniles tienen esos buenos ingredientes. Yo agregaría un tercero: territorio. Una de nuestras necesidades apremiantes cuando llegamos a este mundo es hacernos a un territorio. Todo ser vivo, planta, animal, homínido, necesita un territorio, “yo estaba en busca de una tierra que me acogiera (…) tenía una inmensa necesidad de decirle sí al mundo, en los libros recogí abundante material para hacer del mundo un lugar más habitable”. 7 Al leer, comenzaba ese trabajo interminable de hacer de este lugar en la tierra un hogar humano.
La literatura juvenil nos muestra el mundo, el territorio posible. “Toda mi vida leí por curiosidad insaciable, para leerme a mí misma, para poner palabras sobre mi deseos, heridas o miedos, para trasfigurar mis penas, construir un poco de sentido, salvar el pellejo. Para tomar noticias del mundo.” Allí están, siguen presentes y actuales, Robert L. Stevenson, Mark Twain, Emilio Salgari, Julio Verne y alguien traído de la remota antigüedad: Homero.
¿Qué importan pues esas primeras experiencias librescas en nuestro futuro como lectores? Con mucha frecuencia las lecturas más recordadas no han sido obras de gran calidad literaria, sin embargo, dejaron una impronta imperecedera. Uno encuentra testimonios inesperados como este: “No tengo una deuda entrañable con los clásicos, ni siquiera con Homero, Cervantes o Shakespeare, me hice lector con el almanaque Bristol”, nos dice Germán Arciniegas, lector de miles de libros y autor de un centenar de ellos.
Tengo en mis manos, por ejemplo, dos libros mediocres, que me impactaron sobre manera. Cuando los grandes hombres eran niños, de Fernando Díaz-Plaja, 8 leído al comienzo de la pubertad. Me impresionó tanto que ahorré de mi corta mesada para comprar la semana siguiente el compañero. 9 Resumían en unas pocas páginas la infancia de Alejandro Magno, Cristóbal Colón, Miguel de Cervantes, Francisco Goya, Wolfgang Amadeus Mozart, María Estuardo, Marie Curie, Isabel la Católica, Juana de Arco y otros/otras más. Esas lecturas me hicieron presentir muchas vidas posibles. Esas biografías me llevaban a imaginar mi vida futura. Era un ser curioso, una pequeña fiera de la selva literaria, agazapado para caer sobre la presa suculenta: el impredecible futuro. Cada vez que uno elige, todos los demás futuros posibles se alejan. En la época juvenil, el futuro es una encrucijada. Y la literatura nos muestra posibilidades.
Creo que en la infancia y adolescencia existe una gran ventana de oportunidades para hacernos lectores. Algunos la extienden hasta los catorce años. Hoy sigo leyendo a la deriva. Vuelvo a tener en mis manos un viejo ensayo: La infancia perdida, de Graham Greene. 10 Y lo que encuentro me parece muy iluminante: “Tal vez solo en la infancia los libros ejercen una influencia profunda en nuestra vida. En la vida posterior los admiramos, nos entretienen… pero es más probable que encontremos en los libros únicamente una confirmación de lo que ya ocupa nuestra mente: como en una relación amorosa, son nuestros propios rasgos los que vemos reflejados halagadoramente (…) Pero en la infancia todos los libros son textos de adivinación que nos hablan del futuro, y, al igual que la pitonisa que ve en las cartas un largo viaje o una muerte en el agua, influyen en nuestro futuro. Supongo que es por eso que nos excitan tanto. ¿Qué extraemos hoy de la lectura que pueda equipararse a la emoción y la revelación de aquellos catorce años primeros? (…) es en aquellos años tempranos donde yo buscaría la crisis, el momento en que la vida cobró un nuevo sesgo en su itinerario hacia la muerte (…) Yo había vivido catorce años en un país selvático, pero ahora se habían abierto caminos y naturalmente tenía que seguirlos”. 11
De manera consciente o inconsciente, en los primeros años establecimos nuestra hoja de ruta literaria, como nos lo recuerda el poema que abre este artículo. Las primeras experiencias lectoras traen consecuencias. Debe haber oferta de libros, múltiple y diversa. Preocupa la excesiva intromisión del adulto, que perpetúa su criterio, con sus juicios y prejuicios, sobre los libros “convenientes” o “políticamente correctos”. Me inclino a ofrecer una escogencia sin raseros. ¿Adanismo o intervencionismo? Creo que “las cosas de los niños y para los niños se aprenden solo de los niños”. 12 Pero este terreno polémico será objeto de otro artículo.
Los escritores de literatura infantil y juvenil hemos de tener en mente las consecuencias de nuestro trabajo. Colaboramos en establecer una especie de carretera eje de exploración, para los niños y jóvenes, en el mundo de la literatura.
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Notas:
1. Germinal, de A.E. Housman. Citado por Graham Green: La Infancia perdida y otros ensayos. Seix Barral-Biblioteca breve. Barcelona, 1986. pag 14.
2. Humberto Eco. La maravillosa llama de la reina Loana. Novela ilustrada. Lumen. Barcelona 2005.
3. Bruno Bettelheim. Psicoanálisis de los cuentos de hadas. Grijalbo. Barcelona 1984. Pág.15.
4. Michèle Petit. Una infancia en el país de los libros. Océano. Barcelona, 2008.
5. Rabindranath Tagore. Chitra. Pájaros perdidos. Losada. Buenos Aires, 1948. Pág. 6 y 22.
6. Citado por Juliana González-Rivera. La invención del viaje. Alianza Editorial. Madrid, 2019.
7. Michèle Petit. Una infancia en el país de los libros. Océano Travesía. Barcelona, 2008. Pág. 31, 8. Fernando Díaz-Plaja. Editorial Cervantes, Barcelona 1958. 6ª edición.
9. Fernando Gutiérrez. Cuando las grandes mujeres eran niñas. Editorial Cervantes. Barcelona, 4ª edición, 1953.
10. Graham Greene. La infancia perdida y otros ensayos. Seix Barral, Biblioteca Breve. Barcelona, 1951.
11. Graham Greene. La infancia perdida. Seix Barral. Barcelona, 1986. Pág. 9.
12. Loris Malaguzzi. La educación infantil en Reggio Emilia. Octaedro, Rosa Sensat. Barcelona, 2021. Pág. 28