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'Los agujeros negros', DE Yolanda Reyes, ilustraciones de Daniel Rabanal. Bogotá: Alfaguara, 2000.
La guerra: entre la perplejidad y la impotencia
"Ojalá ustedes nunca tengan que vivir una guerra", decía mi abuela y cerraba los ojos, como implorándoselo al futuro. No recuerdo cuántos años tendría yo entonces, ni de cuál de todas las guerras hablaba ella. Me parece que se refería a la de los Mil Días, pero ahora que lo pienso, también podría estar hablando de la época de la violencia. Esas son conjeturas mías. Tal vez las he armado con lo que cuenta mi mamá. Ella también se recuerda, muy niña, con toda su familia frente a un radio enorme, oyendo noticias de masacres entre liberales y conservadores. En fin, poco importa ahora de cuál de todas las guerras hablaba mi abuela. Lo que logro entresacar de esa nebulosa de mis recuerdos de infancia es esa sensación que iban creando sus palabras: su expresión, entre angustiada y suplicante, y las imágenes mentales que yo me fabricaba. Mi cabeza mezclaba escenas del sitio de Cartagena sacadas de mis textos de historia patria “con esa gente comiendo ratas y suelas de zapato “, con las películas sobre guerras mundiales y con los casos reales de escasez y miedo relatados por la abuela. Entonces yo creía que la guerra era aún más escandalosa y menos cotidiana, que avisaba antes de llegar, que tenía una fecha límite de inicio y otra de final, como las de mis libros de historia. Pero, sobre todo, creía que los ojos suplicantes de la abuela eran un antídoto suficiente para espantarla de nuestro futuro. Y que la mera presencia de ella, que entonces parecía eterna, me protegería de todo mal y peligro.
Durante muchos años confié, con una paradójica mezcla de miedo y de optimismo, en que la temida guerra de la abuela fuera un fantasma del pasado. Y como esta guerra nuestra ha venido llegando de soslayo, sin regimientos de soldados cabalgando y sin trompetas y fanfarrias que la anuncien, no me di mucha cuenta de cuándo empezó. Ahora que lo pienso, siempre debió estar ahí, algunas veces agazapada y otras, más explícita, para los que quisieran verla. Es más: todavía, a veces, logro espantarla y juego a hacer de cuenta que esa atmósfera protectora de la vida cotidiana se mantiene idéntica, sin una sola fisura. Sobre todo ahora, que soy mamá, necesito seguir haciendo de cuenta que aquí no ha pasado nada y que nunca pasará, aunque cada vez el juego me resulte más difícil.
No sé bien si lo que acabo de contarles tenga que ver con el tema de hoy. De cierta manera, pienso que sí. Cuando Pilar Reyes, mi editora de Alfaguara, me pidió que escribiera el cuento de Colombia para esta colección y, sobre todo, cuando me contó cuál era el derecho que se me había asignado, quedé paralizada. Y no hablo de minutos ni de horas, sino de días interminables. -Los niños tienen derecho a recibir auxilio y protección , me repetí, durante todo ese tiempo, sin creerlo del todo. Y a pesar de que sólo me faltó poner uno de esos casetes de autosugestión por las noches, a ver si, de tanto repetir el derecho en el subconsciente, terminaba convencida de su vigencia, confieso que no pude lograrlo. Por esos días de junio, como ahora, se hablaba de niños secuestrados, de menores metidos en las filas de todos los grupos armados y de todos esos argumentos contundentes que ustedes y yo conocemos y que se encargan de comprobar que, en Colombia, los niños no están teniendo derecho a nada y, menos que nada, a recibir protección.
Algunos de los que están hoy aquí son testigos de mi parálisis. Pasaban los días y yo no parecía tener nada dentro de la cabeza, salvo dudas. Muchas veces pensé decirle a Pilar que lo que me pedía era imposible y que aún había tiempo de llamar a otro autor colombiano... Es más: ella no lo sabe, pero alcancé a hacer una lista de escritores para sugerirle y fantaseé con la idea de estar en su oficina, liberándome del encargo. Y, justo un domingo, en vísperas de pedir cita para afrontar la situación, vino una imagen a mi cabeza. Pensé en Mario Calderón y en Elsa Alvarado, los investigadores del CINEP asesinados. Me imaginé a Elsa escondiendo a su niño de dos años entre un armario para salvarlo, unos instantes antes de morir. Vi a ese niño de dos años agazapado en un armario, oyendo y sintiendo la muerte de todos sus seres queridos, como el más pequeño del cuento de Los siete cabritos. Reviví los últimos minutos de esa mamá a quien nunca conocí, que en medio de la balacera, el estruendo y el pánico, emplea el último instante de toda su vida para poner a salvo a su hijo, con ese gesto intuitivo de mamá. Y decidí, aunque entonces no sabía que ya estaba decidido, que esa era la historia que yo debía contar. La historia de ese niño sobreviviente, de sus preguntas, de su duelo y de su paraíso, perdido por ahora y ojalá algún día recuperado, allá en la reserva forestal de San Juan del Sumapaz, donde queda la Fábrica de Agua.
No fue fácil aceptarla. Mis argumentos racionales me decían que se trataba de una historia trágica, sórdida e incorrectamente política para niños. Es más: la gente cercana, que oyó mis primeros balbuceos sobre el cuento, trató de preguntar, con suma discreción para no lastimarme, qué tenía qué ver con el derecho a la protección. -Un niño al que le matan a su padre, a su madre y a su abuelo; un niño al que sólo le queda su abuela gravemente herida, ¿no será conveniente buscar algo más positivo? , debieron pensar. Yo también lo pensé y, durante muchas noches, peleé contra la historia; traté de desterrarla y de encontrar otra, sin ningún éxito. La historia era esa y ya estaba escribiéndose dentro de mí.
Entonces volvió la sombra protectora de mi abuela y se confundió con la abuela de Iván, que esa noche, literalmente, alcanzó a ponerse la mano en el corazón, para que no la mataran, y que decidió quedarse viva para cuidar a su nieto. Entonces, también yo me confundí con Elsa y, esa perplejidad suya de sus últimos minutos, se confundió con mi perplejidad de mamá asustada; con mis gestos maquinales de arropar a los niños cada noche; con mis instintos protectores de apagarles el televisor para que no vean más muertos ni sepan más de la guerra. Entonces, las preguntas de Iván se confundieron con las que todos los días me hacen Isabel y Emilio y mis pequeños alumnos, en busca de palabras serias, adultas y racionales que puedan dar alguna luz al caos que intuyen y que conjuren ese miedo, no de ficción, como el del lobo, sino de verdad: incierto, intangible y no dicho. El miedo que nos circunda a niños y adultos y la dificultad para contestar a sus preguntas, que, en otras circunstancias, habrían podido ser más elementales o más certeras. -Pero dime: ¿Quiénes son los malos? Yo, como la abuela del cuento, creo que voy a volverme vieja sin saberlo. Cada vez parece menos sencillo.
El cuento Los agujeros negros nace de esa perplejidad y de esa impotencia. A veces siento que nos tocó ser unos adultos patéticos y antiheroicos, sin respuestas sensatas para dar a nuestros niños y sin fórmulas verdaderas para garantizarles que esa guerra de la que hablaba mi abuela, esa guerra que ha merodeado siempre por nuestro país, no va a ser parte de su entorno. Y, como a los niños no se les deben decir mentiras, entre otras cosas porque no se las creen, me parece, no bueno ni malo, sino simplemente honesto, dar cuenta de nuestra perplejidad. Contar las cosas, que es lo que sabe hacer la literatura, y permitirnos hablar de ellas. En este país, cada vez nos resulta más difícil creer en la fuerza de las palabras o en el poder de las ideas. Cada vez nos sorprendemos oyendo a más gente convencida de que la solución es matar a los otros, a aquellos a los que cada uno ve como -los malos de su propia película. Hoy nosotros aquí, hacemos un esfuerzo por renovar la fe en las palabras. No para disfrazar con ellas la realidad, ni para suplantarla, ni para crear otra paralela y falsamente dulzarrona, sino para decirles a los niños que vamos a hacer hasta lo imposible para que algún día, ojalá muy pronto, depongamos nuestros afanes adultos y, como Elsa Alvarado, decidamos usar los últimos instantes que nos quedan para ponerlos a salvo.