Leer y escribir en lenguas, entre la realidad y la ficción

Irene Vasco
Lenguas

Colombia, situado en América del Sur, es un país rico en lenguas. Se mantienen vivos 70 idiomas: el castellano, 65 lenguas indígenas, 2 criollas, una lengua del pueblo gitano y el lenguaje de señas. En las comunidades indígenas no hay libros en lenguas propias. Sólo hay unos pocos libros en español, con información muy lejana a la cultura local.

A pesar de la gran riqueza cultural, las oportunidades de participación social y política son muy pocas. La lengua mayoritaria, la de la Constitución de la República, la de la escuela oficial y la de la vida cotidiana, es el castellano. El Estado y otras entidades, a veces hacen esfuerzos por publicar traducciones de cosmogonías, conocimientos ancestrales, educación propia, pero son publicaciones limitadas que pronto desaparecen.´

En los territorios remotos y dispersos, aparentemente, la palabra escrita no es necesaria. Pero sí lo es. Es la única manera de participar socialmente, de defender las tierras, los bienes y hasta la vida. Los contratos de compraventa deben ser leídos, revisados, anotados, intervenidos, comprendidos en su totalidad por los grupos indígenas para que no dependan, como niños marginados de lo que los otros ordenen. Las decisiones personales y colectivas requieren de la lectura y la escritura.

Para ilustrar esta afirmación, doy un ejemplo de la importancia de la lectura:

Las dotaciones alimenticias enviadas por el Estado se reciben firmando un documento que acredita que los suministros están completos. Sucede a veces que el contratista encargado de hacer las entregas es deshonesto. Aunque en el papel los alimentos estén completos, el contenido se ha rebajado a pequeñas porciones. La autoridad de la comunidad no puede leer y comparar. Se limita a recibir y a legalizar con su huella digital el documento. El contratista se queda con el dinero, los niños se mueren de inanición.

Por otra parte, el ingreso a la educación superior y al mercado de trabajo en condiciones dignas es casi imposible para quienes no leen y escriben en castellano. 

Por supuesto, las lenguas nativas deben ser preservadas y transmitidas de generación en generación. Los mayores, poseedores de las tradiciones, hablan las lenguas nativas. Pero pocos las escriben. Una lengua que no se transcribe, que no recoge su memoria a través de la palabra escrita, tiende a desaparecer, avasallada por la cultura mayoritaria. La pérdida de esta memoria colectiva, ocasiona la pérdida de la historia local y de su cultura tradicional. Los integrantes de las comunidades, víctimas de estas pérdidas, pierden de paso la protección de la vida en comunidad, difícilmente se integran a otras, pasando a ser parte de las minorías más vulnerables del país.

Muchas de las autoridades indígenas se han dado cuenta de que mientras las comunidades no aprendan a leer y a escribir con fluidez, la desigualdad y la falta de oportunidades no desaparecerán y los habitantes de estos lugares continuarán en su papel de menores de edad sociales. 

Por estas razones, poco a poco algunas autoridades indígenas han tomado conciencia de la importancia de leer y escribir y piden ser incluidos en programas, pensando en que cada ciudadano colombiano tiene el derecho de acceder a la lectura para elegir a los gobernantes de manera informada, conocer los avances de la ciencia y la tecnología, firmar documentos, aceptar condiciones en los contratos, inscribirse en los servicios de salud, participar social y políticamente con madurez, entre muchos otros beneficios.

Sin embargo, no es fácil que todos comprendan que los libros no son para hacer tareas escolares, tampoco para divulgar ideologías religiosas. Históricamente, la palabra escrita ha pertenecido al “enemigo”, es decir a los colonizadores españoles y a la iglesia. Hay prevención cuando los libros llegan, con frecuencia permanecen en cajas sin abrir hasta que son descartados al cabo del tiempo.
 
El tránsito

Los escasos esfuerzos de distintas instituciones, tanto gubernamentales como privadas, por formar lectores y escritores en las comunidades, incluyen entrega de colecciones, mobiliario y, lo más importante, capacitación. Desde hace años hago parte de los promotores de lectura que acompañan estos programas. 

Los lugares de reunión son los kioscos. Allí llegan todos los habitantes de la comunidad, desde los mayores hasta los recién nacidos. Las actividades deben, por lo tanto, ser incluyentes. Los promotores tenemos que ser creativos para que cada uno de los participantes, según su edad, interés y conocimiento, encuentre un lugar que lo mantenga conectado al grupo. 

Este fue uno de los primeros aprendizajes cuando comencé a visitar comunidades, hace unos veinticinco años. La primera vez que asistí a un encuentro, acostumbrada a escuelas y bibliotecas de la ciudad, pedí que separaran a los participantes en grupos de edades, pues de lo contrario no podría trabajar. La persona que me había invitado se burló de mí: “¿Cree que aquí hay niñeras que se queden con los bebés mientras las mamás van a talleres? Aquí cada quien cuida a sus hijos. Si no puede dirigir una actividad de promoción de lectura con diversidad de edades, entonces usted no sirve”. ¡Gran lección, aprendida a la fuerza!

Con los años, he entendido también que debo ser empática y, sobre todo, muy respetuosa. Cuando llego a las comunidades, al principio los participantes me miran con distancia. Los acercamientos son lentos. No hablo la lengua local, los mayores no hablan mi lengua. Los niños son mis traductores y los encargados de abrir puertas de comunicación.

Mi primer paso, es poner libros y materiales al alcance de todos de manera atractiva, que invite a acercarse. Pienso que, así como uno prepara una fiesta para que los invitados se sientan acogidos, debo preparar mi escenario para la fiesta de la lectura. 

Sobre este punto, cuento que cada vez que voy a emprender un programa, trato de saber quiénes serán mis interlocutores. No es lo mismo la escuela rural, que la biblioteca urbana, la cárcel, el refugio de reinsertados o las comunidades indígenas. Cada auditorio requiere de un inventario personalizado, hecho a su medida. Por ello, me mantengo actualizada en publicaciones para niños, ricamente ilustrados, en particular las que incluyen leyendas y tradiciones, mis mejores aliados para desencadenar las palabras entre desconocidos.

Para aclarar estas reflexiones, narraré un poco sobre mis experiencias como promotora de lectura en las comunidades indígenas que no hablan castellano.
 
Leer y escribir en lenguas

Al llegar a una comunidad, en ocasiones, me presentan a un traductor, casi siempre un etnoeducador. Agradezco la ayuda, pero me concentro en crear yo misma un ambiente de comunicación más personal, a pesar de que no nos entendamos en la misma lengua. 

Pongo libros en las manos de todos, leo en voz alta libros álbum, bellamente ilustrados con referencias al entorno local. Introduzco canciones, bromas, preguntas que solo los niños entienden y responden pues van a la escuela y aprenden castellano. Entre un público tan diverso y lejano a mi lengua, el tiempo de atención se agota rápidamente. No hay hábito para atender largos ratos de exposición de un extraño, así que debo pasar de una actividad a la otra apenas siento la dispersión. Propongo, entonces, ejercicios plásticos relativos a las lecturas. 

Puede parecer extraño que incluya estas actividades artesanales si mi objetivo es acercar a la lectura. No se trata de leer y luego pintar porque sí. Se trata de hacer una nueva lectura, personal, íntima, que represente lo leído. Intento preparar a las personas que nunca han tenido un lápiz y un papel en sus manos, pero que han pasado sus vidas combinando colores, puntadas y dibujos con significados profundos, para su entrada al mundo del código alfabético.

Además de esto, las creaciones plásticas se asumen como un intercambio de conocimientos. Para los indígenas, la reciprocidad es importante. Yo leo cuentos, ellos me brindan sus producciones. Cada uno da lo mejor que tiene y todos quedamos a mano, estableciendo un diálogo entre pares.

A partir de estos ejercicios de calentamiento, explico que es hora de ir más allá. Pongo sobre la mesa papeles de colores, lápices y lana para armar libros artesanales. Cada uno sigue su ritmo. Con los mayores, el proceso es más lento. Mi sorpresa y alegría son grandes cuando los líderes, que no hablan español ni leen ni escriben, se integran. Asumo que es una autorización y una invitación para que la comunidad entera participe.

Este ejercicio toma varias horas: el terror a la página en blanco es un obstáculo difícil de superar. Los resultados son maravillosos: cada uno descubre que puede hacer algo que no sabía que podía hacer. Después de la distancia inicial, los participantes sonríen, muestran con orgullo sus producciones y me piden que regrese. Lo más importante es que me piden libros. Por supuesto, dejo todo lo que llevo.

Entre la realidad y la ficción

En los largos viajes a tierras remotas, oigo con atención los relatos de sus habitantes. A pesar de que todos somos colombianos, las costumbres y las tradiciones son diferentes. Algunas regiones han vivido tiempos de guerra durante siglos. Unas historias son dolorosas y conmovedoras. Otras historias son hermosas e inspiradoras. 

Entre ellas, las que me llevaron a escribir La joven maestra y la gran serpiente. Con este libro he querido hacer un homenaje a las múltiples comunidades indígenas de Latinoamérica, así como a los maestros, en gran medida mujeres, que deben soportar condiciones muy difíciles. El Amazonas es la metáfora de las junglas urbanas y rurales que atravesamos día a día todos los humanos.

La joven maestra de mi cuento sale de una vida segura, conocida y confortable en la ciudad. Su destino es un lugar desconocido para ella. Al llegar, quiere imponer sus conocimientos sin entender que hay otras maneras de vivir y de comunicarse. Desprecia las leyendas locales. Lleva libros para enseñar los conocimientos urbanos y se siente perdida sin ellos. La naturaleza se encarga de darle una lección. La avalancha arrastra sus libros.

A partir de ese momento, son los habitantes de la comunidad quienes le enseñan a ella. Unen sus voces para narrar las palabras sagradas, bordan sus historias y reconstruyen la biblioteca con libros de tela. La joven maestra decide aprender a bordar y también la lengua de los indígenas. Hay un intercambio de conocimientos y el mundo se enriquece tanto para ella como para los otros.

Así es como sueño a mi país: con comunidades que guarden y transmitan sus lenguas y sus culturas y con familias y niños con libros en idiomas propios y en castellano en sus manos, dignificados, con mejores oportunidades, con la libertad de tomar decisiones sobre sus vidas sin ser dependientes ni marginados.

Texto leído por Irene Vasco en la Reunión Anual de Miembros de IBBY Canadá en abril de 2024.