Ilustración de 'Mi mascota', de Yolanda Reyes y Rafael Yockteng. Bogotá: Babel, 2011.
  • Ilustración de 'Mi mascota', de Yolanda Reyes y Rafael Yockteng. Bogotá: Babel, 2011.

Dejar que todos los acentos vayan a los niños

Yolanda Reyes

Llevo en mi voz las voces de los otros: los acentos que circulan por mi sangre y el registro del lugar de donde vengo. Lo que soy, lo que no soy, lo cantado y lo bailado “¿quién nos quita lo bailado? “. El sabor de la comida y el color de los paisajes, la fusión de historia y geografí­a, las lecciones de gramática, lo que nunca me dijeron, las costumbres y los juegos, las palabras prohibidas, la cartilla de primero de primaria, las abuelas, el paí­s, los apellidos y los nombres de los vivos y los muertos. Patrimonio común y territorio personal es esta lengua que heredé y que vuelvo a estrenar todos los dí­as. Esta lengua que reinvento y me reinventa. La que amarra a los que están con los que ya se fueron. La que estaba antes y estará después de mí­.

Si es cierto que somos lo que hablamos, si es verdad que estamos hechos no sólo de carne y hueso, sino de sí­mbolo ( -y el verbo se hizo carne ), valdrí­a la pena abrir el mundo de los niños a todos los acentos que transportan la infinita diversidad de lo que somos, sin -traducir  de un español a otro: del colombiano al mexicano o al argentino o al español peninsular, como sugieren maestros y editores de libros infantiles para facilitar la -comprensión  de nuestros jóvenes lectores. Recuerdo, cuando era muy pequeña, palabras que transportaban ecos de reinos muy lejanos. (Aquel rey que tení­a -un quiosco de malaquita y un gran manto de tisú ). Recuerdo también el sabor de las galletas de jengibre, el olor de las castañas asadas en invierno, la polenta que comí­an los personajes de algún cuento italiano y muchas otras sensaciones que sólo he podido probar en páginas de libros. Aún evoco la emoción en las palabras de Sherezada y en los viajes de Simbad que me llevaban a habitar mundos posibles, más allá de las estrechas fronteras de mi casa. Como en los juegos de la infancia, las palabras eran esa comida invisible que me serví­a en tacitas de mentira para saciar la sed de imaginar.

-Yo le enseñé a decir camarón con chipichipi, chévere, zapote y otras cosas que no puedo repetir. Ella me enseñó a besar , dice Santiago, un niño colombiano de once años que se enamoró de una sueca llamada Frida durante sus vacaciones en Cartagena. Santiago es el protagonista de uno de mis cuentos y me han sugerido que incluya un glosario para los otros paí­ses en donde los niños leen mis libros y comparten esta lengua en la que escribo. Así­ he ido coleccionando adaptaciones regionales de los distintos paí­ses a donde viajan mis historias y a veces me cuesta trabajo reconocer a esos personajes que fui engendrando palabra por palabra y que cobraron vida a través de ese proceso lento de hallar su propia manera de expresarse: su voz particular. Entonces pienso que habrí­a que traducir también a Macondo y a Comala y la cachaza y las maracas. Y el ritmo de la zamba y del merengue y el sabor de las melcochas y el duende de los bailaores andaluces y el rumor del agua en los jardines de la Alhambra.

Darí­a todo lo que tengo por recuperar la voz de mi abuela. -Habí­a una vez un rey que era sumamente poderoso . Sumamente. Cada vez que alguien pronuncia esa palabra “la dicen en los pueblos de Colombia los mayores “ me devuelvo a esos tiempos en los que las palabras estrenaban el mundo y lo bautizaban con nombres nunca dichos: zaraza, tul, brocado y canesú. Nos vestí­amos a diario con telas distintas a las que usaban las princesas de los suntuosos palacios “así­ decí­a también mi abuela “ pero en el comienzo era el verbo y entendí­amos. Y yo entendí­a también cuando mi abuela llamaba condiscí­pulos a sus compañeros de colegio y asuetos a las vacaciones de su infancia y alberca a la piscina ¦y entonces lograba lo que parecí­a imposible: borrar las arrugas de su cara y ver en ella la niña que habí­a sido en esos viejos tiempos tan lejanos para mí­.

La lengua: ese lugar de encuentro, donde conviven las voces y las historias de los otros. (De los que viven lejos, de los que ya se han ido, de los que están, de los que todaví­a no han sido). Hablarla y escribirla es encontrarse con todos, en esa lí­nea del tiempo, fluctuante e invisible, que existe más allá de cada uno y que a la vez nos pertenece, sin ser estrictamente de ninguno. Habrí­a que hacer partí­cipes a los niños de esa conversación a tantas voces, sin traducciones ni fronteras. Nos queda ese salvoconducto para borrar las jerarquí­as y las aduanas que pretenden imponernos. La lengua: quizá el único territorio de la libertad, de la imaginación, de lo posible ¦que nos queda.