Ilustración de Niels Larsen Stevns para 'The fairy tale of my life', de Hans Christian Andersen. Copenhague: Nyt Nordisk Forlag, 1954.
  • Ilustración de Niels Larsen Stevns para 'The fairy tale of my life', de Hans Christian Andersen. Copenhague: Nyt Nordisk Forlag, 1954.

Secretos del mirar atento

Eliseo Diego

Es con asombro, pena, terror, con lágrimas y alabanzas y un enorme desconcierto que volvemos a detenernos junto a la niñez de Hans Christian Andersen. Pues si nos inclinamos, dolorosos, a la minúscula habitación que era toda su vida, a los mugrientos remiendos de los muebles y a los harapos de la penumbra, una voz vibrante nos interrumpe y advierte: “Pero de las paredes colgaban cuadros, sobre la cómoda habí­a hermosas tazas y estatuillas de vidrio”¦ Pero la pequeña habitación me parecí­a grande y rica”. Y si esta ráfaga de ilusión nos consolase, y si nos convenciera el poderí­o del deseo, la propia voz vendrí­a a sacudirnos, seca ahora y sorda cuando nos diga de cierto juglar miserable: 
“Un dí­a oí­ que los muchachos de la calle lo seguí­an, gritando y burlándose de él ruidosamente. Atemorizado me escondí­ detrás de una escalinata para esperar que pasaran. Porque yo sabí­a que era de la misma sangre y de la misma carne que aquel loco”. Y si luego, alzando la vista a su heroica escapada a Copenhague, y como para olvidarnos de esta carne y de esta sangre demnasiado sombrí­as, intentamos distraernos viéndolo, desmesurado niño de doce años, saltando y trastabillando y enredándose entre sus remos en exceso largos, mientras declama y danza ante Madame Schall seguro de conmoverla, hasta que la actriz lo pone en la puerta frí­amente, convidándolo, para consuelo, a una cena que no ha de comer nunca, y nos parece que tocamos ya la piedra monda de la tristeza; a poco, cuando lo miremos marchar por la más mezquina de las calles del más corrupto de los barrios, va a herirnos el júbilo de las transfiguraciones: ¡allí­, a grandes trancos, en su raquí­tico traje de la confirmación, pasa el Inocente!

Pues la desesperanza y la ignorancia, el vicio y la locura, presidieron su nacimiento y no bastaron a tocarlo. Zapatero del último orden, menudo, ansioso siempre, no alcanzó su padre más que a esos pocos libros que, encima del banco, habí­an de ser la ingenua admiración del niño. Grande en cambio y pací­fica, menesterosa de letras, la madre tratarí­a de restañar la casa que se iba en penurias, cultivarí­a el jardí­n que habí­a en el solo tiesto del alero, y luego, mientras la hija mayor se ocultaba del vergonzoso y frí­o crepúsculo de las desheredadas, acogerí­ase por fin a la burda ternura del aguardiente. Coronado de hierbas silvestres, su abuelo era aquel viejo que provocaba la colérica burla de los escolares; su abuela tejí­a finí­simas patrañas en tanto cuidaba de los enajenados del asilo: no faltó en su historia ni una de esas melodramáticas desmesuras que sólo los pobres abundan. ¡Ah, diremos, pero Hans Christian Andersen era un genio! No podrí­a ser peor, es cierto; pero la inteligencia abriga, basta. Y equivocándonos así­ perderí­amos una irremplazable aproximación al abismo de la creación poética, ya que sus amigos no dejaban de tener razón si a veces el bochorno los hací­a rehuirlo. No sólo por la patética distancia que mediaba entre su orgullo de trágico y los aplausos que las mejores familias de Copenhague le prodigaban por cómico, en aquellas tristí­simas recitaciones suyas; ni por los errores de bulto, los vací­os y desgracias de sus primeros dramas y versos; sino porque realmente habí­a en él una simplicidad extraña, un hálito de criatura elemental soplando sobre su irresponsabilidad grotesca; de modo que hací­a reí­r, exasperaba, tocaba también los nervios con el helor de lo remoto o lo ajeno. Como tampoco erró el filósofo Kierkegaard cuando, desde los tronos, potencias y dominaciones de su genio, le deshizo por juego y en público las ingenuas ideas. Pues no eran éstas, no, el secreto y la fuerza de Hans Christian Andersen.

Un primer atisbo de su verdadera naturaleza lo hallamos en su primera obra de cierta importancia, cuyo interminable tí­tulo esconde, minucioso, un sabor de ironí­a romántica: Panorama desde el canal de Holmen hasta el extremo este de Almaguer. Dos veces al dí­a el joven Andersen debí­a emprender la larga caminata: hasta la casa de su maestro y luego de regreso; y si a la ida se preocupaba con sus deberes de estudiante, la vuelta quedaba en cambio prodigiosamente libre. Pero no para soñar, como nos serí­a fácil imaginarnos; sino ”“y he aquí­ lo decisivo”“ para el simple, gratuito, absoluto acto de mirar tan sólo. No importa a qué figuraciones románticas al estilo alemán hubiese conducido el paseo a pie: Andersen las habí­a hallado, las habí­a visto, en el espacio que va del canal de Holmen al extremo de Almaguer. Allí­, sólo allí­, en aquel espacio y no en otra parte cualquiera de la tierra.

Una y otra vez este llamado soñador vuelve a sorprendernos, y lo que al principio parece una invención fantástica hallamos luego que procede en realidad d euna mirada increí­blemente intensa. Una aguja rota al fondo de un arroyo, y sobre ella, allá en lo alto, ramitas girando, trozos de periódicos, desechos: de aquí­ un enigma poético, es decir, una situación que al advertirla nosotros parece que va a cedernos un fragmento de la única respuesta angelada ancestralmente desde lo hondo del ser, pero que enseguida se transforma, a su vez, en interrogante, como toda buena respuesta de la Sibila. Apela entonces el poeta a la astucia y descubre, como médula del enigma, esa fábula del patético, absurdo, grotesco y espléndido orgullo de la aguja de zurcir, que a semejanza del hombre, de quien es criatura, no se entera nunca de cuando pierde, y desde el fondo de su desastre mira compasivamente cómo el periódico de ayer cruza, arriba, hacia el olvido final de que saliera. Cuandos e cierra la historia nos hallamos donde estábamos antes: una aguja rota al fondo de un arroyuelo, y sobre ella, allá en lo alto, ramitas, varillas girando, trozos de periódicos, desechos: la fábula no ha sido más que el esfuerzo de acomodación de la pupila. Así­ sucede también con “El abeto” y su tránsito desde la menuda gloria de las luces navideñas a la desolación del pudridero: el espectáculo del arbolillo reseco, con alguna que otra desvaida guirnalda aún inútilmente alabándolo, conduce, a través de la imponderable catástrofe que se esconde en cada fin de fiesta, al espectáculo de la disolución última de un arbolillo reseco. “Puedo pasar horas y horas en silenciosa contemplación ”“anota Andersen en sus memorias”“, pero no malgasto mi tiempo”. ¿Y quién le argüirí­a en contra? Pues semejante capacidad de mirar ”“de un mirar absoluto, suspensas las otras potencias del alma, en un acto de suprema atención”“, semejante capacidad de mirar es en sí­ misma el don de ese conocimiento oscuro pero inmediato de las cosas que algunos llamamos poesí­a.

Texto puesto en línea en octubre de 2000.