Cuentos populares coreanos para niños
Hyeon Jun NaEl tigre que le tuvo miedo a un caqui seco
Un día muy frío de invierno, en el que todas las cosas estaban congeladas por las bajas temperaturas, un tigre hambriento bajó de la montaña en busca de comida. Al llegar a la llanura, el fiero animal divisó una casa solitaria de la cual salía humo por la chimenea y empezó a acercarse a ella. Una vez allí, cegado por el hambre dijo rugiendo:
—¡Grrrr, grrrr…! Llevo varios días sin comer; seguro que aquí encontraré algo que satisfaga mi vacío estómago.
Ya se dirigía a la puerta de la casa cuando, procedente del establo de las vacas, oyó un mugido. Entonces, el tigre cambio de dirección y se encamino hacia ese lugar. Pero al pasar frente a la ventana de la cabaña, escuchó el llanto de un niño a quien la mamá le decía:
—¡Si no dejas de llorar, va a venir el lobo!
Pero el chiquillo hizo oídos sordos a las palabras de su madre y lloró más intensamente:
—¡Bua, bua, bua...!
Entonces, la mamá volvió a amenazarlo, pero esta vez con un fantasma:
—¡Si no dejas de llorar, va a venir un fantasma y te va a asustar!
Sin embargo, el niño lloró más fuerte:
—¡Bua, bua, bua...!
La mujer, un poco impaciente, le dijo:
—¡Hijo, no llores más! Si continúas haciéndolo, va a venir el tigre de la montaña, el animal más feroz y hambriento de la región, y te devorará.
Pero al chiquillo no le importó que viniera el temible animal y continuó llorando. El tigre quedó muy desconcertado pues había pensado que el niño se callaría al escuchar que un tigre vendría a comérselo. Así que se preguntó sorprendido:
—¿Cómo es posible que un chiquillo no le tenga miedo al animal más fiero de la región?
En ese momento, la mamá le dijo al niño:
—No llores más. ¡Mira, un caqui seco!
Tan pronto como la mamá pronunció "caqui seco", el chiquillo se calló. Entonces, el tigre, que no sabía qué era un caqui seco, pensó:
—¿Qué será un caqui seco? ¡Debe ser una criatura terrorífica para que el niño le tenga más miedo que a mí!
El tigre se sintió muy atemorizado y buscó un lugar para esconderse. Pensó que el establo sería un buen lugar para resguardarse del caqui seco y se dirigió allí sigilosamente, olvidándose de que tenía hambre. Allí permaneció oculto un rato, pero de vez en cuando se asomaba para ver si podía ver al terrible caqui seco. El tigre, aunque era el animal más feroz de la región, sentía miedo al pensar que existía una criatura más temible que él. Se encontraba absorto en este pensamiento cuando, de repente, una vaca que estaba en el establo mugió:
—¡Muuuuuu, muuuuuuu...!
El tigre, cual gatito asustado, brincó hasta el techo; pensó que ese mugido era del temible caqui seco y se dio a la fuga. En ese mismo momento, un ladrón de vacas entraba al establo con la intención de robarse un ternero y chocó con el tigre. El ladrón, en la oscuridad de la noche, no pudo darse cuenta de que el animal que salía no era una vaca, sino un tigre, por eso se montó en el lomo de este para no dejarlo escapar y dominarlo. El tigre, por su parte, pensó que el que se había subido a su espalda era el caqui seco. Así qué rugía diciendo:
—¡Grrrr, grrrr…! ¡Bájate, bájate, caqui seco! ¡No me hagas daño!
Al escucharlo rugir, el ladrón se dio cuenta de que el animal no era una vaca, sino un tigre, y muerto del miedo, se aferró más fuerte al tigre, pues si se dejaba caer, el animal lo atacaría y se lo comería. Asimismo el tigre al sentir que lo agarraban con más fuerza, pensó que el caqui seco realmente era un animal poderoso puesto que era más fuerte que él. Finalmente el tigre salió del establo corriendo y saltando con un jinete encima. Tanto la bestia como el ladrón de vacas estaban muertos del susto.
Al pasar por debajo de un árbol, el hombre se soltó del tigre y se agarró a una de las ramas, y a toda prisa comenzó a trepar hasta la copa para quedar a salvo del animal. Respirando con alivio, pensó:
—¡Uf, casi me devora el tigre!
Por su parte, el tigre, al sentirse sin el peso del supuesto caqui seco encima, corrió con más prisa y se internó en la profundidad del bosque. Y rugió pensando:
—¡Grrrr, grrrr…! No sabía que existiera un animal más terrible que yo; ¡por poco me mata el caqui seco!
Así, después de esta terrible experiencia, el ladrón de ganado prometió nunca más volver a robar. Por su parte, el tigre quedó convencido de que en ese lugar había un animal más peligroso que él que se llamaba “caqui seco”.
Los hermanos Heungbu y Nolbu
Hace mucho tiempo, en un pueblito, vivían unos hermanos. El menor, Heungbu, era amable y bondadoso, pero el mayor, Nolbu, siempre estaba de mal genio y era muy egoísta. Cuando sus padres fallecieron, Nolbu echó de la casa a Heungbu y se apropió de toda la gran fortuna familiar. A los pocos días del entierro, Nolbu le dijo a su hermano menor:
—Lo mío es lo mío y lo tuyo también es mío. ¡Así que sal de mi casa!
Como Nolbu se apoderó de todos los bienes, Heungbu y su familia vivían en condiciones precarias: el viento y el frío del invierno entraban por todos los huecos de la casucha a la que les había tocado irse a vivir; no tenían nada que comer y lo estaban pasando muy mal. Heungbu lamentaba mucho la muerte de sus padres y le dolía ver a su familia pasando penurias:
—¿Qué puedo hacer? No tengo trabajo y mis hijos han pasado varios días sin comer; si continuamos así, ellos se enfermarán. Y yo no tengo ni un won para empezar de nuevo —él decía esto al ver a sus hijos y a su esposa viviendo en la miseria.
Un día, Heungbu, cansado de pasar hambre y angustiado por su familia, decidió ir a la casa de su hermano mayor a pedirle algo de comer. Al llegar a su antiguo hogar, se encontró con su cuñada y la saludo:
—¿Qué más cuñada? ¿Cómo ha estado últimamente?
Y la orgullosa mujer respondió fingiendo no conocerlo:
—Y este mendigo, ¿qué hace aquí?! ¿Quién lo dejó entrar a mi casa?
El pobre Heungbu le dijo suplicante:
—¡Ay!, cuñadita, ¿no será que me puede dar arroz tostado para mitigar el hambre de mi mujer y mis hijos?
—¿Adónde cree que ha llegado? ¡Esta no es la casa de la caridad! —respondió la cuñada y, además, lo golpeó con un cucharón. Heungbu no tuvo más remedio que irse triste y desolado por la actitud de la cruel mujer.
Al llegar la primavera, un par de gorriones hicieron su nido en el techo de la casucha de Heungbu. La pareja de pájaros vivía feliz con sus crías. Pero un día, una culebra atacó el nido y uno de los pichones se cayó al suelo. El pobre gorrioncito se partió una pata y no podía caminar.
—¡Maldita culebra!, ¿no fuiste capaz de encontrar otra forma de llenar tu estómago? —dijo Heungbu al ver esta situación. Luego, espantó a la culebra y le curó la pata al pichón.
Así pasó un año y cuando volvió la cálida primavera, el gorrión regresó con una semilla en el pico y la dejó caer en la mano de Heungbu, quien dijo emocionado:
—¡Uy, una semilla! ¿De qué planta será?
Con mucho cuidado, él sembró la semilla y cada día la regaba con esmero. Pasada una semana, se dio cuenta de que le habían brotado los primeros retoños. Dos días después, las hojitas habían abierto completamente y dos semanas más tarde aparecieron las primeras flores, que en muy poco tiempo dieron paso a los frutos, los cuales estuvieron listos para ser recogidos transcurridos varios días. Heungbu empezó a cosecharlos. Los frutos, anaranjados, grandes y duros, eran calabazas. Él estaba tan emocionado y agradecido que gritó:
—¡Gracias, amigo gorrión, por la semilla de calabaza!
Finalmente, Heungbu y su esposa abrieron la primera calabaza, pero… ¡qué sorpresa se llevaron!: esta se encontraba llenas de joyas y comidas deliciosas. Al abrir la segunda, salieron unos carpinteros pequeñitos, quienes le construyeron una gran casa. La familia Heungbu se sentía muy feliz de tener semejante suerte. Entonces Heungbu hizo una gran fiesta e invitó a todos sus vecinos y les dio de comer, pues ellos eran gente humilde y no tenían con qué alimentarse.
—¡Estoy furioso! ¿Por qué mi hermano cuenta con tan buena suerte? —gritó Nolbu muerto de envidia.
Como Nolbu sabía la historia del gorrión, fue y le partió una patita a un pichón fingiendo un accidente, y luego se la curó aparentando gran preocupación por el estado del pájaro. Él le envolvió la patita en un trapo y le dijo:
—A ver, gorrioncito, como te curé la patita, tú debes traerme una de esas semillas que le diste a mi hermano menor, ¿oíste?
El pajarito voló y al regresar trajo una semilla en su pico.
Entonces, Nolbu, feliz, sembró la semilla de calabaza y en su huerto también nacieron muchos frutos grandes.
Sin embargo, al cortar el primero, Nolbu gritó:
—¡Calabaza, te ordeno que me des muchas riquezas!
Entonces, de repente, de la calabaza salieron muchos hombres enojados y empezaron a pegarle a Nolbu con palos mientras le gritaban:
—¡Devuélvenos nuestro dinero!
Además, se escuchaba la voz del gran general del mundo que decía:
—¡Nolbu, eres un maldito; tú sabes por qué te están golpeando; has sido un hombre muy malo y mereces ser castigado!
Después de recriminarlo, el general lanzó un rayo de estiércol que cubrió totalmente la casa de Nolbu. Él se arrodilló y pidió perdón arrepentido por todo el mal que había hecho.
Al escuchar lo que estaba ocurriendo en el hogar de su hermano, Heungbu fue inmediatamente a socorrerlo. Al llegar le preguntó:
—Hermano, ¿qué ha pasado aquí? No llore más, levántese. Yo lo perdono. Vivamos en casas cercanas y seamos buenos hermanos.
Heungbu le construyó una casa a Nolbu, y este se arrepintió aún más de haber sido egoísta y malo con su hermano menor. Por eso, a partir de ese día, él fue muy generoso y solidario con Heungbu y con sus vecinos. Así fue que Nolbu y Heungbu se convirtieron en los mejores hermanos del mundo y vivieron felices hasta el final de sus vidas.
Kongiwi y Padjwi
Vivía en otros tiempo una niña muy bonita y de gran corazón llamada Kongjwi. Cuando ella era pequeña, su mamá murió y quedó al cuidado de su padre. Un día, el papá de Kongjwi decidió casarse otra vez para que su hija tuviera una mamá que le diera amor, la escuchara y la aconsejara.
La mujer con la que el viudo se casó también tenía una hija llamada Padjwi. Kongjwi estaba muy emocionada porque le hacía mucha ilusión tener una hermana. Así que una vez casado su padre, la madrastra y su hija se fueron a vivir a la casa de la bella Kongjwi.
Al comienzo, la madrastra trataba bien a Kongjwi, pero pasado un tiempo empezó a mostrar preferencias por su hija, y a ignorar y a tratar con displicencia a Kongjwi. Un día la madrastra llevó a las jóvenes al sembrado: a Kongjwi le dio una azada de madera y a Padjwi le entregó una de hierro.
—Kongjwi removerá el pedregal que está en la cuesta y Padjwi el sembrado que tiene la tierra más blanda —ordenó la madrastra.
—¿Por qué tengo que labrar la tierra? Tú me habías dicho que cuando viviéramos aquí, no tendría que trabajar, que viviríamos como reinas.
—No te preocupes, mi tesoro. Será por poco tiempo —le contestó su madre.
Por su parte, Kongjwi trató de realizar, lo mejor que pudo y sin quejarse, la labor que le había encomendado su madrastra, a pesar de que el terreno que esta le había asignado era muy extenso, pedregoso y difícil de labrar con una azada de madera. Ella estaba trabajando duro cuando se le partió la azada.
—¡Oh! ¿Ahora qué voy a hacer? —se preguntó Kongjwi nerviosa.
En ese momento, desde el cielo bajó un buey negro y aró el cascajal en lugar de ella.
—¡Gracias, buey negro! —dijo Kongjwi.
Padjwi, mientras tanto, había dejado su labor sin terminar y bastante mal hecha.
—¡Mamá, ya terminé mi tarea! —anunció Padjwi al regresar a casa.
—¡Buen trabajo, hijita mía! Debes estar muy cansada; siéntate aquí, te daré algo de tomar —le dijo su mamá.
Pasados unos minutos, llegó Kongjwi:
—Terminé mi labor, el terreno estaba muy duro y pedregoso —le comentó a su madrastra.
—¿Cómo pudiste terminar tan rápido? —le preguntó, sorprendida, la mujer—. Seguramente no has realizado bien tu trabajo. ¡Eres una holgazana!
Al día siguiente la madrastra salió con Padjwi al mercado.
—Voy a ir con mi hija de compras; llena todos los barriles con agua de la fuente —le ordenó la madrastra a Kongjwi antes salir.
Kongjwi empezó a llenar el primer barril cuando se dio cuenta de que este tenía un hueco.
—Pero ¡¿cómo me pasan tantas cosas malas?! ¿Ahora qué haré? Va a llegar mi madrastra y va a pensar que yo lo agujereé a propósito para no llenarlo de agua —se lamentó Kongjwi.
Así que comenzó a llenar otro barril, pero este también estaba agujereado, al igual que los otros tres que había al lado. Viendo su mala suerte, no pudo más y rompió a llorar. En ese momento aparecieron unos sapos y se colocaron sobre los huecos de los barriles y Kongjwi pudo llenarlos de agua.
—¡Gracias, amigos sapos! No sé que habría hecho sin ustedes —les dijo.
La madrastra se sorprendió al ver todos los barriles llenos de agua y al mismo tiempo se enfadó, porque pensaba regañarla por no haber terminado la tarea que le había ordenado. La mala mujer estaba segura de que Kongjwi no podría hacer lo que le había encomendado porque ella misma había agujereado los barriles para tener el pretexto de regañarla.
Unos días después hubo una fiesta en el pueblo. La madrastra y Padjwi se vistieron pomposamente y, al salir de casa, le advirtieron a Kongjwi:
—Si quieres ir a la fiesta, tendrás que descascarillar nueve bultos de arroz y tejer nueve rollos de seda.
—Bueno, primero le quitaré la cáscara al arroz. Pero ¿cuándo terminaré semejante trabajo? No concluiré mi labor a tiempo para ir a la fiesta —pensó Kongjwi.
e repente llegó una bandada de gorriones y se posó sobre los bultos de arroz. Kongjwi, pensando que los pajaritos se iban a comer el arroz, intentó espantarlos. Pero al acercarse un poco más, se dio cuenta de que los gorriones solo se estaban comiendo la cascarilla del arroz.
—¡Perdón por haber pensado mal de ustedes, amigos gorriones! Me han ayudado mucho —les agradeció Kongjwi.
—Ahora tengo que hacer el segundo trabajo —dijo Kongjwi.
Y al entrar a la habitación para tejer los nueve rollos de seda, se sorprendió porque un hada ya había realizado la labor por ella. Además, el hada le había preparado un hermoso vestido de seda y unas lindas zapatillas adornadas con flores.
—¡Ve a la fiesta!— le dijo el hada.
Kongjwi, feliz por lo que le había ocurrido, salió de casa con el traje y los zapatos puestos.
Después de la fiesta, Kongjwi regresó a su hogar, pero por el camino se le cayó una de las zapatillas con flores al río; trató de recuperarla, pero fue imposible. No tuvo más remedio que seguir su camino sin esta. El hijo del rey, que pasaba por ahí, encontró la zapatilla y al verla tan fina y hermosa, les ordenó a sus guardias que buscaran a la dueña del hermoso calzado en todo el reino. Sus soldados inmediatamente acataron la orden y fueron casa por casa buscando a la dueña de la zapatilla, pero no tuvieron éxito. Por último, llegaron a la casa de Kongjwi.
Ella estaba en la cocina con la madrastra cuando escuchó un alboroto en la calle; por eso no salió a enterarse de qué era lo que estaba sucediendo. Era Padjwi que estaba intentando ponerse la zapatilla, pero como tenía el pie demasiado largo y ancho, el fino calzado no le entraba.
—¡Señorita, deje ya la zapatilla! ¡La va a romper!— le advirtió uno de los guardias mientras se la arrebataba.
—¡Bueno, vámonos! Aquí tampoco vive la dueña de esta hermosa zapatilla —ordenó otro soldado.
Ya se disponían a partir cuando uno de ellos vio a Kongjwi y dijo:
—¡Alto, todavía no nos podemos marchar! Esta señorita no se ha probado la zapatilla.
Con mucha delicadeza, Kongjwi comenzó a introducir su pie… y la zapatilla le calzó a la perfección.
—¡Le queda muy bien! Por fin hemos encontrado a la hermosa dueña de la zapatilla. El príncipe se pondrá muy feliz —dijo el soldado.
Todos los habitantes del pueblo comentaron que esa era una bendición para Kongjwi y la alabaron. El príncipe se enamoró de Kongjwi al verla. Y después de un tiempo se casaron y vivieron felices.