Por Sergio Andricaín y Antonio Orlando Rodríguez
Marielena, nuestra entrañable “cigarra”, sobreviviente de tantas adversidades, se ha ido. Nos deja las canciones que compuso y las páginas que escribió para chicos y para grandes: una obra monumental, que ha dejado una huella indeleble en varias generaciones y que, a no dudarlo, seguirá haciéndose sentir.
Además de ser grandes admiradores de la obra artística de María Elena Walsh, y de su compromiso con la democracia y la libertad, tuvimos la suerte inmensa de conocerla y de poder compartir, con ella y con Sara Facio, algunos momentos inolvidables en Argentina y en Estados Unidos. Momentos que, al conocer la noticia de su fallecimiento, hemos revivido detalle a detalle, con fruición. Primero, en Buenos Aires, aquel té, acompañado por una conversación afectuosa y una entrevista “a regañadientes”, en su acogedor piso de la calle Scalabrini Ortiz, y el lanzamiento en una feria del libro de varios títulos publicados por La Azotea. Más adelante, en Miami, tuvimos el gusto de convertirnos en sus “choferes de lujo”, como ellas nos catalogaron, y llevarlas de un lado a otro de la ciudad en nuestro Toyota: una charla vespertina junto a la gigantesca piscina del hotel Biltmore (sí, esa donde nadaba Tarzán, o mejor dicho, Johnny Weissmuller); un delicioso desayuno de domingo en un café al aire libre de Coconut Grove; una escapada relámpago a South Beach, a pasear por Ocean Drive, para complacer a Sara, que no quería volar de regreso a casa sin haber visto aunque fuera por unos minutos el mar. De esa visita al sur de la Florida son un par de fotos simpáticas, “del corazón”, con una Marielena despreocupada y sonriente, que tenemos en casa.
En este momento de pérdida y tristeza, nos gusta imaginar que, como Juan Derramasoles, el personaje de su poema “El juglar”, Marielena se despide de nosotros diciendo:
He cantado para siempre,
la esperanza me mandó.
Quien me busque por el tiempo
me hallará en el ruiseñor.