La infancia, allí­ donde nacen las palabras

Francisco Leal Quevedo

Ante todo, ¿Qué significan las palabras para un niño? -La palabra dicha a otro, es siempre sacra para quien la pronuncia y mágica para quien la escucha  (J. P. Sartre). Sacra porque algo de sagrado tiene para el hombre el hecho de dar nombre a la realidad y mágica porque modifica a distancia el ser del oyente. Nos confieren un misterioso poder sobre las personas y las cosas. 

En ese poder radica gran parte de su encanto. El niño lo percibe así­, muy pronto. ¿Acaso cuando llama, con sus balbuceos, a una persona por el nombre, ésta no aparece y viene a su encuentro? ¿Y cuando dice el nombre de una cosa, no se la damos de inmediato? Esas palabras mágicas aparentemente surgieron de la nada y pronto se convirtieron en juguetes maravillosos, que además producen gozo, como aquellas que musita su madre, a su oí­do, mientras lo alimenta. Amará aún más las palabras si las escucha de los labios de las personas que lo aman.

Al principio ellas llegaron lentamente, todo el primer año se tradujo en cinco vocablos, claro está que contundentes y celebrados. A quienes lo acompañamos nos hicieron llorar de alegrí­a. Intentemos recrear por un instante ese gran suceso. "Imagí­nese un bebé en el punto de aprender a hablar. Toda su vida, hasta ese momento, ha sido inarticulada. Si quiere algo, lo único que pude hacer es gritar, llorar, o decir ”Uh, uh, uh. Entonces, de repente, de alguna manera, se le revela el propósito del lenguaje. Y, en seguida, después de lo que debe ser una lucha tremenda, el poder del discurso. Aunque todos hemos experimentado eso, es difí­cil imaginar ahora la excitación inmensa del poder que debemos haber sentido la primera vez que hemos dicho "mamá" o "galleta" y hemos visto que aparecí­a lo que deseábamos. Sin duda, es de esa experiencia que viene el poder de las palabras mágicas y de los conjuros en los cuentos de hadas" (Alison Lurie, Don't Tell the Grown-Ups. Subversive Children's Literature, 1990). En ese primer momento, el niño ha entrado en comunión con las palabras y con la literatura.

La totalidad de los primeros años están llenos de esa magia de aprender a nombrar las cosas. Tras esos primeros vocablos poderosos, la maquinita de formar palabras fue adquiriendo velocidad, pronto poseí­a veinte, trescientas y luego varios miles. Entre el primero y segundo año llega a unas cien palabras. Luego el proceso se hace más rápido llegando a adquirir entre siete y nueve palabras diarias. En algunas épocas llegará a adquirir cerca de una palabra por hora. Recordemos, que dependiendo del nivel intelectual y cultural una persona utiliza apenas entre 3000 y 10000, sólo muy pocos utilizan más.

De forma paralela ha ocurrido otro proceso, ese ser humano en gestación ha ido aprendiendo a leer la vida. Su cuerpo adivina ese otro cuerpo que lo acoge, con su calor, sus emociones, su imparable latido. Pronto, desde la semana veinte, ha comenzado a escuchar lo que ocurre allá afuera, la voz de su madre, el tono más grave de la voz del padre, palabras, a veces gritos o canciones. Luego al nacer, aprenderá a leer el rostro de su madre, la tibieza oportuna del seno materno, los brazos de su padre, el amor incondicional de los abuelos. Así­ aprende a leer el mundo, luego aprenderá a leer las palabras.

Este camino de descubrimientos ya lo habí­a recorrido nuestra especie. El desarrollo del niño repite las distintas etapas de la evolución humana. Hemos ido de una comunicación pre-verbal, hasta el descubrimiento y creación del lenguaje, pasamos de la familia a la tribu, para llegar luego a la gran tribu que es la humanidad. Hemos ido de la literatura oral, con sus fórmulas encantatorias, sus mitos, sus leyendas, a las rimas, poemas cantados y luego a los detallados relatos para celebrar nuestra existencia con novelas, ensayos y poemas.

El niño pronto descubre que las palabras inventadas no sólo expresan el mundo, sino que además dan dominio sobre él. -Nombrar es apresar , decí­a Cortázar. Apresar imaginarios y a la vez nuestros temores y conflictos. Un cuento es apenas un sendero, que cada uno recorre a su manera, pero ese sujeto que lee está cambiando permanentemente, casi de manera iridiscente. El cuento o relato infantil le da un nuevo sentido a la vida del niño cada vez que lo escucha o lo lee. Nos pide que se lo contemos una y otra vez, cada lectura es un nuevo descubrimiento.

Bruno Bettelheim, en Psicoanálisis de los cuentos de hadas, nos muestra que los relatos clásicos nos enseñan cosas importantes, como identificar nuestros conflictos básicos y a esperar contra toda desesperanza.

Estas historias muestran de manera simbólica situaciones vitales, utilizando personajes emblemáticos de las pasiones humanas. Conocer un poco la naturaleza humana, propia y ajena, les da recursos a los niños para enfrentar y comprender el mundo. Les dan la esperanza que necesitan pues siempre hay un héroe que puede derrotar a los monstruos, casi siempre mediante la espada de las palabras. Los cuentos de hadas continúan vigentes. Pero no solamente son útiles los autores clásicos. Existen ahora muchos otros escritores contemporáneos llenos de sabidurí­a de la vida. Todos, por ejemplo, recordamos magní­ficos relatos como Los hijos del vidriero, de Marí­a Gripe, o Pippa Mediaslargas, de Astrid Lindgren, o Estefano, de Marí­a Teresa Andruetto, o Mi amigo el pintor, de Lygia Bojunga, por nombrar solo unos cuantos.

No se trata solo de divertirnos. Los buenos cuentos de todas las épocas, sanan. La literatura muestra la vida, pero la literatura también cambia la vida. Todos, aun los más afortunados durante la infancia, hemos tenido heridas. La literatura sana porque permite sacar a flote nuestros conflictos. Los cuentos proporcionan lecciones que cada niño puede adaptar a diferentes situaciones de su vida. La literatura tiene para él un papel reparador. Muchos niños que han soportado situaciones de sufrimiento, ya sea en la familia, la escuela o la comunidad, comienzan a dejar salir su pena después de leer buenos libros y muchos de ellos son capaces entonces de narrar sus propias historias, lo cual los libera. Los libros nos divierten. También a veces nos muestran conflictos trascendentes.

La literatura universal contiene muchas obras valiosas, pero hay un grupo de libros para niños a veces valorado como inferior: la literatura nacionalista, que intenta rescatar leyendas y tradiciones que forman parte de nuestro patrimonio cultural. Muchas veces recogen la tradición oral de nuestra comunidad. Este grupo, que a primera vista puede parecer localista, es muy útil. Los niños deben escuchar los cuentos de su propia tribu. Porque "si una tribu no tiene sueños propios, muere como tribu" (Tony Morphett). El conocimiento de la propia identidad cultural es de fundamental importancia para el desarrollo del sentimiento de identidad en los niños. Durante siglos, contar cuentos ha cumplido la función de cohesionar los grupos sociales. -Un pueblo sin mitos se morirí­a de frí­o , decí­a Georges Dumezil, un gran mitólogo. Es obvio que la buena literatura es un vehí­culo poderoso para preservar las diferencias y los valores culturales.

Ojalá le dedicáramos al niño que crece, un tiempo semejante al que utilizamos para hacerle conocer las reglas familiares (como ser limpio, comer juntos, disciplina, etc.) a leerle cuentos. Los niños que leen o a quienes se les lee cuentos, son cognitivamente más avanzados. Y son sociables, porque los cuentos les ayudan a ponerse en el lugar de las otras personas, a pensar en cómo se debe sentir ese Otro en su interior. Estas habilidades, con seguridad, los llevan a manejar exitosamente sus vidas.

La literatura para niños debe brindarles experiencias que los estimulen y satisfagan su imaginación, apropiadas para su edad, auténticas. No es conveniente menospreciar las capacidades de los niños, ellos son lectores inteligentes. Las historias de calidad para niños han de ser divertidas, alegres y tristes, que los involucren, dirigidas a ellos y acerca de ellos, que les permitan identificarse.

Cuando leemos, los libros son ventanas que nos muestran otros mundos, por ello se dice que leer es también viajar. El niño necesita el relato para crecer, para descubrirse y construirse, para darle forma a su experiencia, para enamorarse de la vida y darle sentido.

Con frecuencia, el amor por la lectura y los libros aparece como forma de imitación pues ha visto a una persona amada metida en los libros y quiere apropiarse de ese mundo que se le ofrece, que imagina, con razón, maravilloso. La mejor manera de contagiar a los niños del hábito de leer es que nos vean leer, que tengamos libros en casa, llevemos con nosotros un libro para compartir con él, en el consultorio odontológico, o en el del pediatra. Se dice que unos padres y un maestro lector tienen mucha probabilidad de hacer de sus hijos y estudiantes niños lectores. Quiero que algún dí­a cercano se pueda decir otro tanto del pediatra y sus pacientes. Debemos saber de literatura infantil, recetar libros, tener libros infantiles, no sólo juguetes, en nuestro consultorio. Personalmente, en el mí­o tengo libros infantiles disponibles para ellos. Y me sorprende cada dí­a el enorme interés que suscitan en los niños y en sus padres.

La escogencia de ese material implica elegir cuidadosamente los libros que éste va a leer o escuchar. Recordemos que los que más les gustan son aquellos que les permiten identificarse con algún personaje. Nuestra lectura previa nos permite conocer que encierran los libros y lo que nosotros vamos a permitir que llegue al niño. Ojalá esa elección no se haga con miras estrechas, la buena literatura ayuda a derribar barreras como racismo, sexismo, discriminación por orientación sexual, etc. La literatura ha de emanar tolerancia, respeto por las diferencias.

Los adultos, también nos beneficiamos cuando iniciamos a los niños en el mundo de la literatura porque nos contagiamos de su capacidad de asombro y entramos otra vez al mundo maravilloso de lo mágico de nuestra niñez.

Si la infancia es aquella región donde nacen las palabras, donde aprendemos a leer el mundo, todo cuidador de niños debe conocer y amar las palabras. Pero las palabras son sólo un vehí­culo de los significados, debajo de ellas y a su lado están lo realmente importante, las emociones. Cuando leemos en voz alta a nuestro hijo no sólo le contamos unos hechos que conforman una historia, le trasmitimos afectos, que son parte importante de nuestra visión de mundo.

El padre, la madre, los abuelos, en fin todos aquellos que son guí­as tutelares de la crianza, no deben olvidar nunca que la infancia es esa región maravillosa donde surgieron las palabras y donde ellas siguen conservando un lugar de preeminencia.