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'Cielo de agua', de Aramís Quintero, ilustraciones de Betania Zacarias. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica, 2014.
La gracia del misterio. La literatura para niños y jóvenes
Uno de los problemas fundamentales de la literatura para niños y jóvenes consiste en determinar qué es y qué no es asequible o apropiado a ellos, según sus edades. Es un problema que concierne a los creadores, a los críticos, y en general a todo el que pretenda vincular a los niños con la literatura.
A este problema hay que despejarle el camino. Primero, hay que insistir en algo que es o debiera ser obvio: todos los niños, aun de la misma edad, igual origen social y similar educación y medio cultural, difieren tanto en su manera íntima de tomar las cosas, que no podemos asumir estrictamente ninguna generalización sobre los nexos existentes entre psicología infantil y experiencia estética y cultural. Hay aquí una zona en buena medida imponderable, impredecible.
Dicho en otros términos: en el niño hay misterio. Aunque la palabra no les guste a los teóricos y pedagogos de viejo cuño, que tan ingenuamente emplean el adjetivo “científico”, con espíritu decimonónico y en cabal ignorancia de que la noción de misterio, como la de intuición, ha ganado en el último siglo un formidable espacio en la mente de muchos hombres de ciencia.
En el niño hay misterio, y esta afirmación no parece despejar mucho el camino a nuestro problema de determinar qué le es y qué no le es asequible o apropiado, según su edad, en materia de literatura. Pero al menos, si tomamos en cuenta dicha afirmación, seremos más cautelosos como críticos o profesores. Y como creadores seremos quizás más espontáneos, más intuitivos, haciendo a un lado, si aún no lo hemos hecho, el cándido prurito de garantizar la comunicación estética y literaria a partir de ciertas normas y esquemas. No pretendo yo demoler ningún esquema ni normas de relativa utilidad. Pero sí subrayar ese relativismo, y la necesidad de ser más cautos, más abiertos y humildes ante el misterio que hay en el fondo de la infancia.
Dicho esto, es preciso observar que el problema de la captación infantil de la obra literaria está pensado casi siempre en términos de información, intelección y conceptualización. Y más aun, en términos de ideas claras y distintas, para decirlo como el filósofo. Pensado así, el problema “se resuelve” determinando si la obra implica o no datos y conceptos que escapen, por razones de edad o formación, al desarrollo cognoscitivo e intelectual del niño.
Claro está que una obra puede ofrecer dificultades en ese plano a un niño, a ciertos niños, y no ser apropiada para ellos. Pero pensar en tales términos todo el problema de la captación o comprensión infantil y juvenil, y por tanto de la propiedad o impropiedad de una obra, se llama reduccionismo. Porque dicho problema no se reduce para nada al plano cognoscitivo e intelectual, y mucho menos en el sentido de formación de ideas claras y distintas.
La comprensión y apropiación de una obra implica además otros factores, y las cosas suceden en la interioridad de cada cual según lo que hay en ella, justamente, de imponderable. En los niños como en los adultos. De ahí el amplísimo margen para las sorpresas con que debe contar el escritor, el maestro, el padre. No digo yo que hayan de ir a ciegas. Pero tampoco muy seguros.
La comprensión y apropiación de la literatura debe pensarse también, como sabemos, en términos de percepción sensorial y emocional. Pero una de las claves del problema está en que, según el caso, las vías o canales de aprehensión sensorial y emocional pueden jugar, en ese proceso de comprensión y apropiación, un papel más importante que el plano de los conocimientos específicos y las ideas. (Digo “según el caso” refiriéndome, no al receptor o la obra por separado, sino a la relación única e irrepetible que puede establecerse entre uno y otra en un determinado momento.)
Esta es una de las claves, que debía ser obvia para todos. Pero no lo es para los herederos del siglo XVIII francés y el XIX español en Hispanoamérica, esa pléyade de didactistas y moralistas que han tomado siempre muy a pecho, conociéndola o no, la vieja idea cincelada en la frase de Stalin: “Los escritores son ingenieros de almas”. (La frase ha dado y sigue dando para un tratado, y el hecho de que Stalin la empleara da para otro.)
Ahora bien, lo que en términos demasiado estrechos, o simplemente escolares, se tacharía de oscuridad o impropiedad en el plano de los conocimientos e ideas de una obra dada en relación con ciertos niños, puede jugar precisamente un papel positivo para la apropiación de la obra, y establecer una comunicación y una vía de enriquecimiento. Esta es otra de las claves: la atracción y la fertilidad, precisamente, de lo que no es claro y distinto, y que funciona bajo la conciencia, en cierto modo, como lo hace el misterio anecdótico, digamos el enigma detectivesco. Sólo que con más resonancias, si la obra es rica. Y de esta capacidad de resonancia, de esa relación entre lo claro y lo oscuro, lo conocido y lo ignorado, resulta en buena medida la posible multivocidad de la obra, los diversos niveles de lectura que ciertas obras admiten.
Lo anterior afecta igualmente, en su escala, a la imagen poética, y al vocabulario. Nadie como Proust ha expresado las resonancias, la capacidad generadora de imágenes y estimulantes sugestiones que poseen esas palabras cuyo significado no es todavía el que más tarde fijarán los adultos. En el mismo sentido se expresa Juan Ramón Jiménez: “En casos especiales, nada importa que el niño no lo entienda, no lo comprenda todo. Basta que se tome del sentimiento profundo, que se contajie del acento, como se llena de la frescura del agua corriente, del calor del sol y la fragancia de los árboles; árboles, sol, agua que ni el niño ni el hombre ni el poeta mismo entienden en último término lo que significan”.
Hermann Hesse y Thomas Mann dieron también especial atención a los problemas de la formación del espíritu de los niños, los adolescentes, el hombre; gran parte de su obra tiene un sentido esencialmente iniciático. Así, hablando de las sugestivas conferencias que ofrecía un personaje a quien el público no comprendía del todo, dice Thomas Mann:
No estábamos en situación de comprobar lo que decía (...) escuchábamos todas aquellas explicaciones con la oscura y agitada fantasía del niño que presta oído a legendarias historias incomprensibles mientras su espíritu, blandamente impresionable, se siente, como en sueño y por intuición, enriquecido y estimulado. (...) lo escuchábamos con gusto y boquiabiertos, como los niños gustan de prestar oído a lo incomprensible. Con mayor gusto en verdad que si se tratara de cosas próximas, correctas y normales. Muchos se resistirán a creerlo, pero esta es la forma más intensa, la forma superior, y quizá la más fructífera, de la enseñanza. La enseñanza anticipativa, pasando por encima de vastas zonas de ignorancia. Mi experiencia pedagógica me dice que este es el método que la juventud prefiere y, por otra parte, el espacio que deja uno vacío tras de sí, se llena por sí mismo con el tiempo.
En resumen, la ciencia y el arte de la literatura para niños y jóvenes, el secreto de hacerles posible y enriquecedora la experiencia literaria, consiste en el abrazo armonioso y siempre único de lo claro y distinto con lo oscuro. Lo mejor de la literatura proviene de ese abrazo, que no es sino el abrazo de las dos grandes partes de que parece estar compuesta invariablemente la realidad.
No se trata, por tanto, de otra cosa que de la esencia misma de la poesía. Y vale la pena terminar subrayando que es la poesía justamente lo que falta cada vez más hoy día en la escuela, en la infancia, en la vida. La poesía en todos los sentidos: como encantamiento, como alma literaria y como “género”. Ya sabemos que la poesía para niños y jóvenes ha ido retirándose del mundo editorial, de los concursos, de la vida escolar. Ante todo, ha ido retirándose de la vida a secas, marcada por el vértigo moderno (ese lugar común) de la prisa, la competencia, las comunicaciones, el ruido, la banalidad, la inseguridad. Todo conspira contra la poesía, y por lo mismo la poesía hace falta hoy como nunca. Una novela policíaca, como un informe de trabajo, se puede ir leyendo hasta de pie, en el metro. Pero un libro de poemas no. Y si no es en el viaje entre la casa y el trabajo, ni en el sagrado espacio de la televisión o el internet, ¿cuándo vamos a leer poesía? ¿Es decir a encontrarnos con nosotros mismos? ¿Cuándo vamos a merodear por ese espacio oscuro y a la vez brillante que hay en el fondo de cada uno de nosotros, y que la poesía nos permite entrever? ¿Cuándo descubriremos o recordaremos, en la poesía, el disfrute de ser lo que somos, tan distinto del hacer lo que hacemos y el estar donde estamos, sean estos un disfrute también o un lamentable padecimiento?
El camino de la poesía, del espíritu lírico, comienza o debe comenzar con esos ritmos y rimas esencialmente lúdicos de la primera infancia. Y no interrumpirse ya jamás. Esa frase, “reencantar el mundo”, dicha cada vez más como un suspiro, no alude a otra cosa.
Ahora bien, es exacto decir que la menuda tarea de “reencantar el mundo” concierne a la sociedad entera; y es más exacto cada día, porque cada día se evidencian más los lazos que atan entre sí las distintas esferas de la vida: los intereses económicos, la educación, la información, la cultura, el trabajo, la política, las creencias... Es exacto, pero abrumador. Porque cuando una necesidad o tarea fundamental concierne a tantos, e implica un cúmulo tan grande de factores y de problemas, pareciera que desborda las posibilidades de cada uno. Que nada puede hacerse más allá de señalar los males y las necesidades. Y en todo caso, pareciera que lo que puede hacerse por aquí y por allá es tan minúsculo, tan fragmentario, que muchos se cuestionan si vale la pena tanto esfuerzo para resultados tan pequeños o inciertos. Hay quienes creen en eso del “granito de arena”, o al menos necesitan creer, y hay quienes no. (O no quieren tomarse las molestias que acarrea creerlo).
Pero lo cierto es que si el mundo no deja de dar vueltas los problemas, de hecho, e inevitablemente, se van modificando (para no decir resolviéndose ni agravándose), y en ese proceso siempre hay muchas sorpresas, pero también hay efecto reconocibles de acciones muy conscientes, muy deliberadas. La parte previsible o conjeturable de los cambios depende de que en algún momento los males y las necesidades comenzaron a ser señalados.
Por otra parte, si bien a veces hay acciones y actores de gran potencia que pueden ciertamente forzar las cosas, con resultados de más largo y profundo alcance, nadie nos ha podido nunca asegurar que tanto alcance no resulte a fin de cuentas lo más lamentable de la empresa. Las empresas pequeñas no corren tantos riesgos.
En lo que nos atañe, reencantar el mundo a través de la poesía (en la creencia de que tal cosa es buena para la plenitud del ser humano), lo más acertado sería quizás una mezcla de ambición y humildad en el proyecto. Sería ingenuo pretender grandes cambios que implicaran simultáneamente, por ejemplo, la educación, las instituciones culturales y los medios masivos de comunicación. En cambio, más humildad y realismo, pero suficiente ambición, habría en el esfuerzo de seguir insistiendo sólo en dos direcciones: sensibilizar más la educación, y tratar de llegar con esa sensibilidad a los padres, y sobre todo a los padres de niños en edad preescolar y en los primeros grados escolares. Lo cual sigue siendo una tarea enorme, pero a estas alturas es ya del todo claro que en este terreno está la base de los problemas, y del futuro. No es un terreno aislado, porque nada hoy día está aislado; pero hasta cierto punto podemos delimitarlo.
Cuando digo “sensibilizar” la educación, me refiero específicamente al contacto con la poesía. (No es el momento de referirme al sueño de una educación dirigida esencialmente a la interioridad, la sensorialidad, el juego, la inteligencia emocional, la creatividad: lo que se diría una educación meditativa, que al parecer es lo menos indicado para este mundo de competencia y consumismo.) Y me refiero a la poesía, no ya en su sentido más amplio, como calidad de las cosas, sino concretamente como virtud de las palabras, esas criaturas hechas de sonidos, imágenes mentales y resonancias de todo tipo.
Hay muchas “estrategias” diseñadas para estimular la creatividad y la lectura en talleres literarios, tanto para adultos como para niños y jóvenes. Pero lo que suele faltar en este panorama es una labor realmente afinada para el contacto íntimo con los aspectos esenciales de la poesía. Esa labor estaría dirigida, fundamentalmente, a percibir y degustar los elementos sonoros y las imágenes como vehículos de un sentido no siempre claro y distinto; a regodearse en la música y las visiones para despertar sus resonancias y “comprender” su sentido de la manera en que puede comprenderse: sensaciones, emociones e ideas, tan claras y distintas o tan difusas e imprecisables como sea el caso.
Esto significa un trabajo de apreciación concebido no tanto como “estudio” de formas, recursos, técnicas, etc., sino como puro gozar y detenerse en la poesía resultante, rodeándola y poco a poco penetrándola, de modo que las formas, los recursos, las técnicas, se vayan develando por sí solos en relación con el sentido. Sería un trabajo interactivo y moroso que implica, desde luego, un profesor o guía realmente formado. Más exactamente, un poeta, no importa que haya escrito o no poesía; alguien capaz de seleccionar los mejores ejemplos y de emplearlos para seducir a la gente (es decir, ayudar a los textos a seducirla) y llevarla hacia eso que puede con propiedad llamarse “iluminación”. En cualquier terreno, esa es la cumbre de toda pedagogía. Y en el caso de la poesía, que en rigor es, ella también, misterio, el término viene a ser idóneo.
La preparación y superación profesional de los maestros de castellano y literatura, el trabajo con niños en las bibliotecas y otros espacios disponibles, y el trabajo de hormiga con los padres y adultos en general, a través de talleres, podría marchar en este sentido, siempre de acuerdo con las características del caso en cuanto a edad y formación.
Se trata, en resumen, de asumir el espíritu de la lírica y promover en cada cual su descubrimiento, con un sentido de apertura y dilatación de la experiencia vital, no sólo literaria. Es decir con un sentido de crecimiento. Lo cual es válido, aun cuando sea de manera muy inconsciente, incluso en los niños. Al final (para graficar la idea con una sencilla referencia que era cara al poeta Eliseo Diego), acabarían siendo obvias cosas tales como esta: una traducción de cierto cuento de Andersen, que comenzara diciendo: “¡Ah, los días del verano!”, es infinitamente superior a una que dijera: “En el verano los días son hermosos”. Que esto llegue a ser obvio a la sensibilidad, es el humilde y ambicioso sueño de la educación y el taller que hacen falta.