'El hombre futuro
  • 'El hombre futuro", de Paul Klee (1933).

Los niños, la escuela y la poesí­a: lo dicho, lo olvidado, lo irrefutable

Diego Lebro
Buscamos la poesía; buscamos la vida. Y la vida está, estoy seguro, hecha de poesía. La poesía es algo extraño: está acechando, como veremos, a la vuelta de la esquina. Puede surgir en cualquier momento.
Jorge Luis Borges

La palabra poética nos entra por los ojos, por la boca, por la nariz, por lo oí­dos, por la piel. La palabra poética puede, a veces, disfrazarse de poema, de atardecer, de arrullo, de obra de arte, de veta en los ojos de nuestro amor, de cuerpo, de sudor, de lucha en la calle y hasta de sangre. Es que cuando hablamos de poesí­a no sólo nos estamos refiriendo a un género, estamos hablando de la vida misma, porque “la vida está, estoy seguro, hecha de poesí­a”, dirí­a Borges.

Desde pequeños la poesía nos circunda. En principio nos dejamos seducir por la magia de su ritmo y nos aventuramos en su juego; con el caminar de los años, aprendemos a redescubrirla en cualquier parte, entendemos que es ella la que nos habita y que se esconde tras la sombra de lo hacemos a la espera de que la dejemos aflorar, la dejemos ser. Cuando ese destello de luz nos sucede, a unos más temprano que a otros, comprendemos que la poesí­a es un estar aquí­, una forma de ver, sentir y explorar el mundo, una y mil maneras de resistirnos a esos simulacros que hormiguean en la realidad y que buscan hacernos olvidar lo que somos en esencia. Una esencia que desde niños traemos con nosotros como un lenguaje original. Ese lenguaje original que llama poesí­a. 

Lo dicho

Indagar sobre  poesí­a en la escuela es enfrentarse a una ancha y extensa estepa donde escasea el ensueño, la luz, el canto, la vida. Poco importa que poetas, bibliotecarios, promotores y mediadores de la lectura, pedagogos y otros amantes de la poesí­a sigan insistiendo en la importancia de que ésta esté en las aulas.

¿Por qué y para qué la poesía?

¿Para qué sirve la poesía en un sistema educativo que tiende a guiarse por resultados cuantificables e inmediatos? ¿En qué contribuye un libro de poesí­a en la formación de lectores competentes en la escuela del dato, de la información y la conceptualización? ¿Para qué la poesí­a en un siglo donde predomina lo técnico y lo tecnológico sobre lo humano? ¿Para qué el silencio y el encuentro í­ntimo en una generación que gusta de lo estridente y el espectáculo?

Son preguntas que han acuciado el alma de los que intentan reivindicar y revalorizar la poesí­a en la formación de niños y jóvenes, y todos a uní­sono llegan a la misma conclusión: la poesí­a, la verdadera poesí­a, y toda aquella que encanta a los niños con sus sonidos, sus imágenes y su sinsentido no sirve para nada. Ante ello los escritores cubanos Sergio Andricaí­n y Antonio Orlando Rodrí­guez apuntan: 

Pero la poesí­a, ¿qué nos ofrece a cambio del esfuerzo de leerla? ¿Vale la pena el empeño de actuar como mediadores entre los niños y ella? ¿Para qué sirve ese género, tal vez el menos pragmático de la literatura? 
Digámoslo claramente: la verdadera poesí­a no sirve para nada. No enseña nada. No tiene moralejas. No se escribe con un fin moralizante, didáctico ni pedagógico. (Andricaí­n y Rodrí­guez 2016, p. 17) 

La esencia de la poesía, y válgase la insistencia de la verdadera poesí­a, va más allá de los datos que podemos medir, va más allá de lo que profesor puede evaluar y controlar en un aula clases, va más allá de los estándares impuestos por un rí­gido y esquemático sistema de evaluación. Porque ésta llega a ese lugar inasible donde nos afincamos para descubrir que somos más que pequeñas partí­culas, que estamos hechos de ritmo, sonidos, musicalidad y de palabras hechas poesí­a, con voz propia. Por eso para el poeta español Kepa Murua la poesí­a sirve para la vida.

[la poesí­a] no sirve para alcanzar el poder, pero sirve para responder al poder con sentimientos cercanos. No sirve para enseñar a nadie nada, pero sirve para mostrar lo que acontece por el mundo. No sirve para matar, no sirve para morir, no sirve para rezar ni jugar con fuego. Pero sirve para emocionar, para vivir en otros cuerpos, para vivir sintiéndose vivido, para sentir la hondura y belleza de las palabras que nos explican cómo somos. No sirve para gritar, no sirve para llorar, pero sirve para sentir el deseo, para alzar la voz en silencio, para que su tristeza te atraviese el pecho. No sirve para liberar a nadie, no sirve para juzgar a nadie. Pero sirve para hablar con libertad, para proclamar la inocencia de las cosas, para revelarse contra la locura de la historia. No sirve para bailar, para emborracharse. Pero sirve para celebrar la vida, para embriagarse de otros sentidos, para moverse por otros lugares. Da vida a los muertos y nombre a lo que a menudo no tiene nombre. No sirve para la muerte. Sirve para la vida. Es nada, pero al final, sirve. (Murua 2005, p. 62)

Sin duda, la poesí­a no sirve para nada y sirve para todo. No sirve para hacer mejores lectores, no da trucos ni recetas para saber esto y aquello. No ofrece tips para alcanzar notas sobresalientes en un sistema que mide conocimientos prácticos y cuantificables y no sirve para preparar para las pruebas. Sin embargo permite auscultar en las profundidades del alma para abrigarnos ante los simulacros y espejismos en una sociedad de consumo que nos quiere ocultar nuestros intereses y nuestras posibilidades de autorrealización. 

Entrar en poesí­a

El filósofo, escritor y pedagogo colombiano Estanislao Zuleta decí­a que la educación y los maestros solí­an hacernos un mal favor: ahorrarnos la angustia de pensar (Zuleta 1989). En lugar de transitar por los senderos de las preguntas, de las inquietudes, de los cuestionamientos, de la incertidumbre —esa que lleva por los caminos inexplorados—busca dar respuestas llanas y simples para que los estudiantes puedan dar cuenta sobre verdades reveladas. Es por eso que esta educación del siglo XXI sigue negando cualquier posibilidad de acercamiento significativo con la verdadera poesí­a.   

Para entrar en poesí­a la escuela debe zafarse del lastre de utilitarismo que carga desde hace siglos. Debe reconocer la poesí­a como la experiencia más refinada, sutil y enriquecedora en la formación de niños y jóvenes, no para que llene los planes de estudio y menos para se vuelva una rutina obligada en las aulas, sino para llegue como aquella visita que todo el mundo sabe que va a llegar, pero que cada dí­a  causa intriga saber cómo va a ser su entrada, cómo será el color de su ropaje esta vez, el tamaño de sus ojos, la respiración de sus palabras, el tocado de sus imágenes. Una curiosidad tan nueva que enloquece y tan conocida que acoge. 

Por eso sigue latente la necesidad de que la escuela se tiña de poesí­a, para que abra las puertas de la ensoñación y descubra el verdadero poder de las palabras más allá de un instrumento frí­o y pálido de comunicación. De ser así­ el siguiente paso será desechar los necios e infundados temores que existen alrededor de la poesí­a. 

Recogiendo todo lo que se ha dicho sobre la relación poesí­a-escuela podrí­amos resumirlos en tres puntos de enclave  

1. La infancia vista como una época propicia para la instrucción y el adoctrinamiento.

En los centros educativos se ha infundido una concepción errónea de la infancia. Suele verse como la época propicia para la instrucción y el adoctrinamiento, porque se piensa que los niños no tienen conciencia, no pueden tomar decisiones y por consiguiente es necesario moldearlos y educarlos sobre unos principios preestablecidos por el iluminado adulto, como si el fin último de la educación fuera entregar fieles ejecutores, diligentes reproductores y dóciles instrumentos sin voluntad. (Rodari 2012, p. 234).

Para entrar en poesí­a hay que volver los ojos hacia la infancia como la etapa (esa que nunca abandonamos) del descubrimiento, del juego, del goce, de la imaginación, de la aventura, del misterio, de lo picaresco y del único y primer lenguaje, el poético. Así­ educar irá más allá de “enseñar”,  para reconocer la infancia como un universo hecho risa y origen único y autónomo. “A la educación racional, basada en la trasmisión ordenada de conocimientos, debe añadirse otra, basada en el amor y el reconocimiento del valor y el misterio de la infancia”. (Martí­n Garzo 2012, p. 115). 

2. El maestro-dictador que vigila, controla e impone.

Ya se ha comprobado que uno de los principales problemas para que la poesí­a no entre a las aulas es el mismo maestro. No disfrutan, desconocen y no les interesa abordar la poesí­a; y si en algún momento hay que “trabajarla”, como se dice en los pasillos de las escuelas, es porque así­ lo dispone el plan de estudios.  La asumen y la abordan como un material gramatical, informativo o ensayí­stico.  

“Enseñar” entendido como esa posibilidad de dejar una marca o un signo imborrable en el alma y corazón de los estudiantes que se aventuran a la vida, ha sido reemplazada por “trasmitir”. Al parecer una buena educación es aquella donde se destruyen los sueños individuales para dedicarse a transferir todos los conocimientos que son “necesarios” para insertarse en esta sociedad donde prevalece la productividad. De hecho los verbos vigilar y controlar se han convertido en la bandera de los maestros de este siglo; el maestro ha dejado de ser un posibilitador y forjador de utopí­as para transformase en un vigilante técnico de la educación: en un dictador. En este sentido las funciones del profesor de literatura se centran en imponer técnicas de lecturas estandarizadas, vigilar la lectura y no lectura y controlar la comprensión práctica de las obras que se abordan en el salón de clases.

El maestro debe entrar en poesí­a y para ello habrá de abandonar ese trinomio de la muerte: vigilar, controlar e imponer y anteponer la libertad, el juego, la poesí­a. También tendrá que hacer un esfuerzo por dejar la comodidad de lo racional, lo eternamente dicho y el pragmatismo de su quehacer para aventurarse en lo desconocido, en el disfrute del lenguaje y en el juego sin sentido, aunque ello no tenga una explicación lógica. Su principal interés estará enfocado más en motivar que en dirigir.

El maestro se transforma en un "animador". En un promotor de creatividad. Ya no es aquel que trasmite un saber brillante y acabado, un bocado por dí­a; un domador de borriquillos; un amaestrador de focas. Es un adulto que está con los niños para expresar lo mejor de sí­ mismo, para desarrollar también en sí­ los hábitos de la creación, de la imaginación, del compromiso constructivo... (Rodari 2012, p. 238)

Por ese motivo algunos escritores como Aramí­s Quintero, ganador del Premio Hispanoamericano de Poesí­a para Niños 2013, sugieren que la poesí­a, como parte de la literatura para niños y jóvenes, deberí­a tener un peso muy especial en la preparación de los docentes (Quintero, 2004). Pues es importante que todos los educadores tengan contactos significativos con lo mejor de la literatura infantil y juvenil para que puedan actuar como mediadores entre la más excelsa poesí­a y sus estudiantes. Es fundamental que los maestros tengan un amplio bagaje de lecturas y que se preparen porque promover la poesí­a. 

Es importante que los maestros se preparen para desarrollar una labor eficaz como promotores de la poesí­a entres sus estudiantes. Si su formación académica no tuvo en cuenta esa necesidad de conocer a fondo la literatura para niños, de tener una formación amplia sobre los géneros, tendencias y autores más representativos, se impone que tome medidas al respecto. 

El docente debe armarse con las herramientas necesarias para seleccionar, entre todo lo que se escribe y publica para el público infantil, aquellos textos poéticos de verdadera calidad artí­stica, que merecen ser difundidos entre los niños y conocidos por ellos. Porque como dice un viejo adagio "de buenas intenciones está empedrado el camino hacia el infierno": de nada valen los propósitos loables, el deseo del profesor de fomentar en sus discí­pulos el gusto por la poesí­a y su lectura, si no puede distinguir entre un texto meritorio y un bodrio. (Andricaí­n y Rodrí­guez 2016, p. 81). 

Y es que la poesí­a tendrá sentido en la escuela cuando el maestro comprenda que su labor no es iluminar con verdades sino la de urdir la esperanza y ayudar a los chicos que pueblan sus aulas a encontrar su propio espacio, su propio ser. 

3. El desconocimiento y los prejuicios que encasillan la poesí­a en un género literario: el lí­rico.

La poesí­a es una profunda necesidad del ser humano y por eso solemos encontrárnosla en la vuelta de la esquina —como lo afirmó Borges—, en un atardecer, en una mirada, en un cuadro, en una novela, en un cuento, en los dichos de los abuelos, en las frases de mamá que nos acaricia antes de salir de casa, en el balbuceo de un niño, en una mañana de lluvia, en la playa, en el susurro del bosque, porque definitivamente la poesí­a está en todas partes, solo hay que tener el alma y el corazón abiertos para percibirla y contemplarla. Como señala la poeta y maestra uruguaya Mercedes Calvo:

La poesí­a se presenta también muchas veces fuera de contexto lingüí­stico, escapando de lo estrictamente literario; no se le percibe únicamente a través de las palabras.

Si recordamos que radica en la mirada y no en lo exterior a nosotros, nos resultará claro comprender que la poesí­a puede aparecer en los sitios más insospechados. (Calvo 2012, p. 12)
 
Si la poesí­a es la vida misma, ¿por qué nos seguimos resistiendo a su compañí­a? ¿Por qué los maestros la miran con tanto recelo y desconfianza? ¿Por qué sigue ausente en el lugar dónde más abunde la vida, en la escuela?  Hay dos razones que se han mencionado en los diferentes estudios sobre el caso: 1) desconocimiento y 2) prejuicios.

El desconocimiento de la poesí­a es lo que paraliza a los profesores y esa parálisis se la contagian a sus alumnos.

Desconocen que no sólo en la lí­rica hay poesí­a; desconocen que la más rica y exquisita poesí­a para niños y jóvenes viene del folclor de los pueblos y, que hay tantas y variadas formas poéticas como juegos para niños. Y que, a pesar de las pocas publicaciones de libros de poemas hay poetas, a comparación con el género narrativo, muchos poetas siguen insistiendo en regalarles a los niños las más bellas experiencias poéticas.

Además de eso, alrededor de la poesí­a se han tejido una serie de prejuicios necios e infundados que imposibilitan la lectura y goce del lenguaje en su estado más puro y natural.

Creen que la poesí­a es única y exclusivamente para los enamorados; que está pasada de moda; que es anacrónica; que es cosa de mujeres y/o de doctos en el tema; que es muy compleja y por lo tanto difí­cil de comprender; que está cargada se sentimentalismo y niñerí­as; que si ese contacto no se hace en el hogar, la Escuela no puede hacer nada; que no respeta las normas gramaticales; que sirve para adornar y edulcorar eventos y actividades escolares y, que a los niños y jóvenes de hoy no les gusta.  

A estas razones equí­vocas hay que sumarle que todo aquello que indique cuestionamiento de las normas está vedado en la Escuela. Hay un temor profundo hací­a la poesí­a por su esencia, porque a diferencia de los cuentos, la novelas y otros textos no puede definirse, ni moldearse y mucho menos enseñarse. Por eso vale la pena cerrar este capí­tulo con las palabras de la poetisa española Mar Benegas: “y todo lo que sea ir un poco más allá, todo lo que implique una subversión, aunque sea lingüí­stica, nos resulta incómodo”. 

Lo olvidado

"Todas las personas mayores han sido, primero, niños. (Pero son pocas, entre ellas, las que lo recuerdan)". (Saint-Exupéry 1997, p. 11). En la escuela, los maestros han olvidado que también fueron niños y que por consiguiente también tienen una memoria de juego y poesía. 

El juego como experiencia de aprendizaje

La postura academicista y las pretensiones lógicas de la escuela hacen que el niño a medida que pasa su vida escolar vaya perdiendo el gusto y el placer por aprender y vaya dejando su memoria poética al margen de lo inmediato y necesario para cumplir con el currí­culo. Tal vez eso se deba a que los maestros han olvidado que todo lo que se aprende por medio del juego es más significativo, que en realidad los niños y los jóvenes aprenden lo que les puede hacer más felices y lo que les permita imaginar. Por ello la mejor manera de enseñar es fijarse en lo que quiere aprender el alumno, en lo que le interesa, en lo que ya sabe y le puede permitir entender lo que no sabe, pero le puede gustar (Cassany). Quizás así­ la escuela le abra las puertas a la poesí­a y recupere su condición de aventura apasionada como lo esboza el escritor colombiano William Ospina en su maravilloso ensayo Los centros de la esfera: 

Si alguna revolución requiere la educación, pienso que es la revolución de la alegrí­a, que les devuelva o les confiera a los procesos educativos su radical condición de aventura apasionada, de expedición excitante, de juego y de fiesta. Tal vez eso contribuirí­a a la desaparición de cierto estereotipo de sabio como ser aburrido, solemne, acartonado y divorciado de la vida. (Ospina 2001, p. 63).

Pasado y presente continuo de la poesí­a en la escuela

Para muchos maestros y centros educativos formar lectores sigue siendo uno de los principales retos de la educación inicial, primaria y secundaria. Por eso en todas las instituciones educativas —públicas y privadas— se ha ido generando una concepción pragmática de la lectura y esa concepción excluye a la poesí­a de los entornos educativos, pues ella —la buena poesí­a—, que es tan libre y juguetona no admite pragmatismos. 

En los proyectos institucionales de promoción de lectura o en la selección de textos y obras que realizan los maestros como lecturas obligatorias que deben hacer sus estudiantes durante el año escolar, la poesí­a brilla por su ausencia. Ese anteponer lo pedagógico sobre lo literario sigue generando un divorcio irreconciliable entre la Escuela y la poesí­a. 

Divorcio que se mantiene y perpetúa porque
 
1. en la escuela todaví­a se concibe la lectura como una herramienta eficaz para que los niños y jóvenes adquieran conocimientos prácticos como las ciencias, historia, geografí­a, entre otros conocimientos que se requieren para tener oportunidades de competencia en la lucha diaria de sobrevivir en esta sociedad de capitalismo salvaje. 

2. el género narrativo, especí­ficamente el cuento, tiene mayor presencia en las aulas, muy por encima de la poesí­a. Es muy frecuente que no lleguen libros, sino poemas sueltos que llevan los maestros, según lo requiera un tema planteado en el currí­culo. 

3. la selección de lecturas sigue recayendo sobre los hombros de los maestros. Se excluye al estudiante (niño o joven) de la selección de lecturas que deben hacer. Quizás, si ellos tuvieron mayor protagonismo en la elección de sus lecturas seleccionarí­an poesí­a, mucha poesí­a. 

4. cuando la poesí­a entra al aula es con fines de estudio del género, del movimiento literario en el que se suscribe y de los usos lingüí­sticos y gramaticales que ha hecho el/la poeta. 

5. en algunos casos entra a la Escuela como adorno de eventos institucionales como dí­as patrios o celebraciones culturales. 

6. entre los maestros hay un desconocimiento sobre poetas y libros de poesí­a, y más sobre aquellos con los que niños y jóvenes se identifican. 

7. en el afán de generar ambientes bilingües en los planteles educativos, lo que ellos llaman total immersions, ha llevado a que en los patios escolares se cante y se juegue utilizando el inglés. Lo complicado de la situación es que en la mayorí­a de los casos no se les lleva las mejores expresiones poéticas de esa cultura, como las Nursery Rhymes, por ejemplo. Cuando antes en dichos patios el niño jugaba a su total libertad con las expresiones poéticas folclóricas y una que otra de autor de su lengua materna. 

8. el género musical de moda, el reggaetón que tanto gusta a la juventud ha llegado hasta las emisoras escolares, de hecho es el único género que se escucha en los espacios de descanso y esparcimiento en la Escuela. Por lo tanto los niños ahora tararean las letras de estas “canciones” que se distinguen por ser vulgares y superfluas que sólo incitan al sexo desenfrenado, a la denigración de la mujer y a la pérdida de la intimidad.     

La mirada utilitaria de la lectura, incentivada y propagada por las pruebas estandarizadas, ha llevado a convertir a la Escuela en una verdadera fábrica de repetidores de respuestas sobre verdades instaladas por el poder. Un juego macabro en el que han caí­do todas las Instituciones Educativas del paí­s, pues de lo contrario corren el riesgo de parecer ineficientes y de muy baja categorí­a. Sumado a esto, el poco interés por parte de los maestros por leer y compartir poesí­a, ha hecho que las experiencias poéticas de los niños y jóvenes sean cada vez más escasas. Se ha olvidado o se desconoce que en su esencia la poesí­a tiene una función educativa innegable, como lo afirma la Mercedes Calvo.

La poesí­a tiene una función educativa innegable. Desde que nacemos está presente en nuestra vida, y las primeras impresiones del mundo nos llegan por su intermedio. El simbolismo de las canciones de cuna es el primer poema al que accede el niño; después, las retahí­las y los juegos de dedos le enseñarán no solo el lenguaje sino también a seguir con la mirada un objeto, a mover sus dedos, a reconocer su cuerpo. Más adelante los trabalenguas le ayudarán a superar dificultades de articulación, así­ como la rima le ayudará a desarrollar la conciencia fonológica indispensable para el aprendizaje de la lectoescritura. La relación con el otro también se ve favorecida al establecerse, en las rondas o los juegos colectivos, a través de ciertos rituales de interacción social. 

Sin duda la poesí­a es, para el niño, una forma de exploración del entorno y de aprender. Esta función educativa tiene un sentido, es vital y enriquecedora. (Calvo 2015, p. 72).  
 
Lo irrefutable

Es irrefutable “que es la poesí­a justamente lo que falta más hoy dí­a en la escuela, en la infancia, en la vida. La poesí­a en todos los sentidos: como encantamiento, como alma literaria y como 'genero'”. (Aramis Quintero).

Algunas conclusiones

Todos los seres humanos hemos sentido el placer de jugar con las palabras. Solo porque sí, sin una explicación lógica o racional, simplemente porque nos complace tocarlas, moldearlas, masticarlas, esculpirlas y hasta desecharlas. Es un placer que nos viene desde chicos y que vamos perdiendo a medida en que la escuela nos pide que renunciemos a nuestros deseos para llevarnos por los senderos del raciocinio, de lo “necesario” y de lo polí­ticamente correcto. Por eso los espacios de libertad, juego y poesí­a son experiencias que pocos niños y jóvenes pueden disfrutar.  

Hoy más nunca se hace necesario que la escuela se piense como una posibilitadora, como un punto de encuentro entre la creatividad y la imaginación para que pueda urdir la esperanza en quienes se aventuran a la vida: los niños. Por lo tanto es necesario que la Escuela se impregne de poesí­a, de la mejor poesí­a.  

Para entrar en poesí­a la escuela habrá de desechar los vestigios de pragmatismo que la han caracterizado y aventurarse sobre lo inexplorado, lo inmedible y lo verdaderamente importante para hurgar en las profundidades de la condición humana. Deberá abandonar ese profundo temor ante todo aquello que produzca incertidumbre, que no dé respuestas inmediatas y cuantificables o que se escape al raciocinio. También tendrá que reconocer  que la infancia es una tierra en cosecha que nos invita a tomar sus semillas para hacer nuestra propia siembra. Y jamás podrá olvidar que es ella la que debe garantizar que los niños y jóvenes se acerquen a lo mejor del arte, la cultura y la ciencia —la poesí­a es lo mejor de los tres.  

Deberá desecharse por completo los discursos y los usos pragmáticos de la poesía y de la lectura en general. Eso hará que los encuentros con las grandes producciones literarias sean más significativas porque están entrando a todo el entramado del imaginario colectivo y cultural en el que sumergido como ser humano, como ciudadano. Porque hoy, más que nunca, la responsabilidad de Escuela es cada vez mayor. Nos encontramos que las dinámicas de los hogares han generado una distancia entre padres e hijos de tal manera que esos espacios mágicos y rituales de compartir lecturas en familia son cosas del pasado. Las condiciones laborales de esta sociedad capitalista, han hecho que esos momentos de cantos y arrullos compartidos entre madres e hijos sean cortados abruptamente porque mamá debe ir al campo, a la fábrica, a la empresa, a la calle a trabajar. 

De ahí­ que la responsabilidad de la escuela es enorme. 

A ella le compete acercar la poesí­a no sólo a los niños de los medios marginales, excluidos, en cuyo hogar no encuentran el ambiente propicio para desarrollarse, sino también en aquellos niños atosigados de tecnologí­a e información, que corren de un curso a otro durante todo el dí­a hasta caer rendidos frente a un televisor. Cuando el niño no tiene abuelas o nodrizas que lo acunen, cuando sólo los jingles publicitarios llegan con su rima machacona y pueril a sus oí­dos, es el maestro el encargado de señalar la ruta. (Calvo 2015, p. 42).  

El maestro que desee entrar en poesí­a deberá ante todo dejarse tocar por el susurro y la suavidad de las palabras, para disfrutar del lenguaje poético y así­ poderla llevar a sus estudiantes. Tendrá que ser más arriesgado y romper con lo funcional dentro de la escuela para disfrutar de la más exquisita poesí­a. Dejará de ser el impositor, controlador de la escuela para transformarse en un motivador e impulsor del juego y de la vida. Reconocerá que la poesí­a es una profunda necesidad del ser humano y que esta es imprescindible en la formación de niños y jóvenes. Le será imprescindible que se prepare y que reflexione profunda y constantemente sobre su quehacer para resignificar un arte que se ha convertido en un trabajo. 

La escuela: Una mirada que parte de lo individual para comprender lo colectivo. Una mirada posibilitadora de infancias más fecundas y felices.  

La escuela sigue teniendo esa deuda histórica con los niños, los jóvenes y la poesí­a. Y para suplir esa deuda, deberá ser un espacio más abierto e integrador, donde se conciba la niñez y en la juventud como etapas fundamentales para todo ser humano. Donde se abran espacios para la discusión y el descubrimiento a partir de la mirada profunda y libre de la poesí­a. Entonces, cumplirá con su deber de ser un espacio propicio y privilegiado para el aprendizaje e integración sociocultural. 


Bibliografía

Andricaín, S. y Rodrí­guez A. (2016). Escuela y poesí­a. ¿Y qué hago con el poema? Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha. 

Benegas, Mar. "Una, dole, tele, catole: la memoria poética y la poesí­a en la infancia". En: https://cuatrogatos.org//detail-articulos.php?id=346

Boland, E.(2011). Poesía para chicos: teoría, textos, propuestas. Rosario: Homo Sapiens Ediciones.

Borges, J. (2001). Arte poética (Seis conferencias sobre poesí­a pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso 1967-1968). Barcelona: Editorial Crí­tica.

Calvo, M. (2010). Poesía con niños. México, D.F: Alas.


Puesto en línea en agosto de 2018.