Ilustración de Marí­a Rojas.
  • Ilustración de Marí­a Rojas.

Tan lejos y tan cerca 

Perla Suez

Al bisabuelo en mí.


No sé si todavía eres alguien
no sé si estás oyéndome.
Jorge Luis Borges

 

En una aldea cercana a Odessa vivía un pescador; tenía un hijo llamado Aczel. En épocas de zares las penurias aumentaban, pero el pescador se defendía pescando arenques y vendiéndolos en el mercado. 

Con el tiempo Aczel aprendió el oficio de su padre. Un atardecer en el que el invierno amenazaba con helar el mar Negro, Aczel se internó en aquellas aguas, atento al menor ruido, tratando de escuchar algún signo de vida. De vez en cuando avistaba una lucecita de otra barca. La luna lo seguía.

A poco de navegar en solitario, vio flotar una mole oscura. Tantas veces se había hecho a la mar y nunca se había encontrado con algo así. Aquella cosa que parecía un monstruo, la cabeza achatada y el cuerpo enorme, miró una sola vez al muchacho y se hundió en la marejada. 

Ya clareaba cuando Aczel fondeó en el puerto de Odessa.  

Al cumplir dieciséis años, su padre le recordó que debía casarse con la hija de un conocido tallista de piedra de la lejana Vichegrado, a orillas del Drina, con quien tiempo atrás se había concertado la boda. La muchacha se llamaba Bruria y nadie la había visto. 

El zar había reprimido a los obreros del puerto de Odessa; muchos amigos de su padre murieron y la tristeza embargaba a todos. Aczel propuso aplazar la boda. 

–Pero, hijo –dijo la madre– la alegría no se debe postergar. 

Así que todos consideraron un deber sobreponerse al duelo y empezaron los preparativos. 

En la plaza del mercado se cocía jalvá 1. Los niños iban todo el tiempo al caldero, y las mujeres los amenazaban con sus cucharones de madera. La hermana desplumaba gansos chamuscándolos, y la madre y una vieja rolliza los ponían a asar. Unos jovencitos, desde umbrosos rincones, rodaron barriles de aceitunas negras y frescas muchachas bailaban con unos mujiks 2 que habían ido a curiosear. El olor a arenque se mezcló con las voces de los más viejos, que gritaban mazeltov 3 anticipados a la fiesta.

–Qué cosa tan buena es saber que un hijo tuyo va a conocer la felicidad –dijo un pescador. 

Y llegó la hora de la boda. 

De un carro bajó, primero, el tallista de piedra de Vichegrado, de fino traje, y enseguida, la novia cubierta de un pesado velo. 

La sinagoga estaba adornada con ramas de abedules y se oía el ruido del mar. Arriba, las mujeres con mantillas sobre la cabeza, abajo, los hombres envueltos en el talit. En primera fila el doctor Arón Lemel, el pescador Andréi Mikesha, el carbonero Mark Yagupsky, el panadero Broscha y los viejos Méndele, Naúm y Emelián. Al final de la ceremonia el rabino preguntó al muchacho: 

–¿Jurás por Dios amarla hasta que la muerte los separe?

–Sí, juro –dijo Aczel, y rompió la copa y levantó el velo para besarla, cuando el corazón se le partió, la novia tenía el labio hendido como lo tiene la liebre, los párpados caídos y le faltaban los dientes. Quiso huir, pero las piernas no le respondieron: sentía clavada en la garganta la cuchilla del trineo. Hubiera deseado que todo fuera nada más que una pesadilla, y también hubiera deseado estar despierto. 

–Aczel –tartamudeó ella.

Aczel ni siquiera pudo contestarle; recordó las palabras de su madre: Hijo la alegría no se debe postergar. 

Todo lo que vino después ocurrió tan de prisa que Aczel, casi no podía decir cómo pasó, pero ahora estaba junto a la ventanilla de un tren que corría hacia Vilna y miraba caer la nieve con la palidez y la expresión de un niño. 

Para anular la boda debía conseguir la firma de noventa y siete rabinos que habitaran desde Estonia hasta el Cáucaso, desde Besarabia hasta Grecia. 

Con el traqueteo del tren se quedó dormido, la mejilla pegada al vidrio. 

Envuelto en un abrigo de piel, comenzó a hablar solo y a pensar que la desgracia, como la felicidad, no es eterna. Dormía donde la noche lo atrapaba. Aún era joven, pero parecía viejo con el cabello ralo y la barba larga. Se acordaba del olor de los arenques y era siempre un niño al que le habían roto el corazón a puñetazos. 

Los años pasaron, y él siguió en su obstinada búsqueda. Anduvo de un trineo a otro, de un barco a otro, de un tren a otro, bajo ventiscas, desde el Dniéper hasta el Vístula, desde El Pireo hasta Creta. Cuando llegó a Checoslovaquia, le faltaban treinta y tres firmas. 

En una plaza de Praga conoció a Lena. Por las tardes, atravesaban el Carlovo Most y se detenían a mirar las aguas del Moldava y las cúpulas verdes del otro lado del puente. Cuando abordó el tren a Varsovia, en el andén, bajo la lluvia fina, quedó Lena con las manos sobre el vientre abultado.  

Las ruedas hacían crujir la nieve sobre los rieles. "Si en diez años he juntado ochenta y siete firmas, cómo no voy a conseguir las que me faltan", se dijo. 

En Varsovia consiguió tres, en Budapest una, entre Atenas, Creta y Salónica cinco más, y en Alepo completó el pergamino. 

Cuando tuvo las firmas que necesitaba, volvió a recordar aquella triste boda, sin sentir rencor por nada ni por nadie. 

Subió al tren que lo dejaría en Odessa y se vio mostrándole a todos que había cumplido con la Ley. Miró la estepa; no había caminos, la nieve los cubría, la tormenta golpeaba sobre la ventanilla de su compartimiento. 

El tren se detuvo en Kishinev. Subieron dos cosacos y se sentaron frente a él. Estaban borrachos, hedían, y lo miraban con los ojos rojos de alcohol y furia. Aczel pensó en cambiar de lugar, nunca había visto unos ojos así, cruzó el fuelle, pero en el otro vagón tampoco había asientos y tuvo que volver. 

Los cosacos reían. 

Envuelto en su abrigo de piel pensó que estaba con Lena y que el hijo ya había nacido. 

Uno de ellos le echó un escupitajo. 

Aczel no dijo nada y se levantó del asiento.

–¿Pero adónde vas judío narigón? –le dijo el cosaco.

En ese momento el guarda abrió la puerta del compartimiento y anunció la llegada a Odessa. Aczel le preguntó: 

–¿A qué hora hay un tren a Praga?

–A las ocho –le dijo el guarda.

Aczel escribió con el dedo en el vidrio empañado Lena: todavía tenía tiempo para entregar el pergamino y volver a tomar el tren. Se cerró el abrigo de piel y apuró el paso.  

Todo parecía extraño y vago. Los abedules. Odessa. 

Aczel caminó hacia el puerto: manchas luminosas reverberaban en el agua. Vio una barca que estaba amarrada al muelle y se subió. Con las manos en los remos comenzó a balancearse hacia adelante y hacia atrás y a soñar con Lena, y de pronto vio la luna que aparecía y desaparecía ante sus ojos, y la siguió.   

Pero la verdadera historia de Aczel terminó así. 

El tren se detuvo en Kishinev. Subieron dos cosacos y se sentaron frente a él. Estaban borrachos, hedían, y lo miraban con los ojos rojos de alcohol y furia. Aczel pensó en cambiar de lugar, nunca había visto unos ojos así, cruzó el fuelle, pero en el otro vagón no había asientos y tuvo que volver. 

Los cosacos reían. 

Envuelto en su abrigo de piel Aczel pensó que estaba con Lena y que el hijo ya había nacido. 

Uno de los cosacos le echó un escupitajo.

Aczel no dijo nada.

Los cosacos lo golpearon, y lo arrastraron hasta la salida, y de un empujón, lo arrojaron al vacío. 

Alcanzó a sentir que el hielo de la estepa le hería la cara.

Había sido un hombre y ahora no era más que un bulto enterrado en la nieve. 

 

Notas:

1. Jalvá: pasta de maní cocida con azúcar.
2. Mujik: campesino ruso.
3. Mazeltov: suerte.

Cuento puesto en línea en abril de 2000.