Montserrat del Amo: "Puedo darme el lujo de escribir lo que me dé la gana"
Sergio Andricaín"Puedo darme el lujo de escribir lo que me dé la real gana. Si lo hice cuando empezaba, ¿cómo ahora no lo voy a hacer?". Estas palabras son una buena tarjeta de presentación de Montserrat del Amo, la decana de los autores españoles de literatura infantil. Alguien que publicó su primera obra para niños hace ya seis décadas y que desde entonces no ha dejado de escribir para ese público.
Montserrat nació en Madrid en 1927. Es Licenciada en Filosofía y Letras, con especialidad de Literatura Hispánica, por la Universidad Complutense. Durante largo tiempo combinó su trabajo como escritora con la docencia, hasta que en 1986 dejó las aulas para dedicarse plenamente a la creación literaria. Ha recibido numerosos galardones a lo largo de su trayectoria, como el Premio Lazarillo de Creación Literaria de 1960 por Rastro de Dios, el Premio Nacional de Literatura de 1978 por El nudo, el Premio Complutense de Literatura Infantil y Juvenil y el Premio Cervantes Chico, ambos en 1993, y el Premio Iberoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Ediciones SM en 2007.
Su amplia bibliografía incluye novelas (La piedra de toque, La casa pintada, La encrucijada, Los hilos cortados), cuentos (Tres caminos, Cuentos para contar, Cuentos para bailar), teatro (Zuecos y naranjas, La fiesta, ¡Siempre toca!) y la serie costumbrista-policíaca de ocho novelas sobre Los Blok, una pandilla infantil que tuvo gran éxito en los años 1970.
Esta entrevista fue hecha en el hotel San Francisco de Santiago de Chile, en febrero de 2010, pocas horas después de la experiencia de un fuerte terremoto de intensidad IX en la escala de Mercalli.
Usted comenzó su carrera escribiendo para adultos. ¿Qué la llevó a escribir para los niños?
En la primera novela que escribí, aunque estaba dirigida a los adultos, los niños eran muy protagonistas. Es una novela situada en Europa, durante la Segunda Guerra Mundial, muy cargada de mis vivencias de la Guerra Civil Española. Hoy pienso que podría considerarse una novela para lectores juveniles. La segunda novela, más que un argumento, tenía una serie de paisajes, de viajes, costumbres, en el estilo de Azorín, que es un autor que siempre he admirado mucho. Y después, empecé a hacer libros para niños. Era muy importante en mí la experiencia de la infancia. Había leído una colección que se publicaba por entonces en España y escribí a la editorial; sin conocer a nadie, les envié por correo un relato que también estaba basado en mis recuerdos de la guerra.
Mi familia tenía relación con el mundo editorial, pero nunca me valí de esas influencias para nada. El relato me lo aceptaron inmediatamente y allí tuve la oportunidad de que me publicaran prácticamente todo lo que escribía. Algo que me vino muy bien, porque fueron cinco o seis años en que tuve el estímulo de que publicaba y ese "ejercicio de muñeca" me hizo mucho bien. Cuando esa colección que yo había empezado a leer como adolescente llegó a su título número cien, me lo pidieron a mí, algo que consideré un honor.
A partir de ese momento, me he dedicado casi por completo a los libros para niños y jóvenes. He hecho algunas otras cosas, algo de divulgación histórica, alguna biografía, algo más de ensayo sobre la narración oral y la animación a la lectura, pero lo más importante ha sido la literatura infantil. Yo digo que no la elegí, sino que ella me eligió a mí. En este momento, cualquier argumento que me viene a la cabeza lo veo desde la mirada del niño o del adolescente. A estas alturas, no siento ninguna necesidad de "convalidar" mis méritos escribiendo una novela para adultos, es algo que no me interesa. Finalmente no hay más que buena y mala literatura.
¿Escribe con algún tipo de lector en mente?
Cuando escribo, no pienso mucho en quiénes van a ser mis lectores. Cuando el libro está terminado, es que me planteo desde qué edad, desde qué tipo de experiencia lectora puede ser asequible y en qué colección pienso que puede tener mayor recepción. En vista de esas consideraciones, se lo ofrezco a un editor o a otro. Tampoco he querido nunca publicar con un solo editor, porque eso podría condicionar demasiado mi trabajo. Los editores tienen una frase muy dura, pero que la dicen entre ellos: "Estos son los escritores de mi cuadra". Claro, un escritor de su cuadra come bien, pero a lo mejor lo condicionan, porque puede llegar un momento en que no se atreva a contradecir lo que se espera de él y surge una autocensura. Por eso prefiero trabajar con varios editores. Si a uno no le gusta, lo llevo a otro lado.
Usted ganó el premio Lazarillo con el cuento Rastro de Dios. ¿Qué significó ese galardón para usted?
Significó un paso importante hacia el gran público. Ya había publicado varios libros para niños, pero el Lazarillo era el primer premio importante de literatura infantil que se convocaba en España. Es un cuento de Navidad sobre un ángel. En realidad se tenía que haber titulado "El Sentao", pero en esos tiempos, que un ángel tuviera un mote no se consideraba adecuado, no era políticamente correcto. Entonces le puse como título el nombre oficial del angelito: Rastro de Dios. Ese cuento tiene muchas lecturas. Puede ser leído por primerísimos lectores o por los adultos. Una vez estaba en una población pequeña de España y me llamaron del monasterio de unas monjas de clausura que querían hablar conmigo. Querían decirme que les había caído en las manos un ejemplar de Rastro de Dios y que lo estaban utilizando como libro de meditación... El niño puede leer la historia del angelito como algo simplemente anecdótico y otros lectores pueden hallar contenidos simbólicos, más profundos.
¿Qué libros leía cuando niña?
Muchos libros de aventuras, porque tenía muchos hermanos varones, mayores que yo. Leí a Julio Verne, a Karl May, de ahí pasé a Dickens... y enseguida a la literatura general.
¿Qué le exige al autor escribir una serie de libros utilizando los mismos personajes?
Hace muchos años escribí una serie, Los Blok, sobre una pandilla infantil. Nunca he vuelto a publicarla y no sé si alguna vez lo haga. En todo caso, tendría que reescribirla, porque generalmente las series de tipo realista están muy atadas a una determinada circunstancia social. Eso hace que pierdan actualidad.
En el momento en que hice Los Blok estaban surgiendo las grandes barriadas alrededor de Madrid y en una de ellas, en el barrio del Pilar, yo tenía un estudio que compartía con una amiga pintora. Veía como llegaban a vivir en esos edificios familias de muy distintas procedencias, gentes de pueblo que venían a Madrid a trabajar, también gentes que procedían de casas antiguas del viejo Madrid a las que les parecía muy bien tener una terracita. Pero no había ni escuelas ni casi comunicación con Madrid, excepto unos autobusillos que ponía la compañía constructora y que traían y llevaban hasta el metro de Tetuán. Era un sitio muy particular. Había una mamá que desde la terraza llamaba a su hija a gritos: "¡Mari Piiiili!". Yo me asomaba para verle la cara a esa Mari Pili, pero nunca pude, porque no sé dónde se metía.
Entonces empecé a pensar: en esta situación, aislados de Madrid, sin escuela, venidos de distintos lugares, ¿qué pueden hacer los niños?, ¿cómo se forma una pandilla? Y así surgió la pandilla de los Blok: un grupo de niños que vivía en uno de esos bloques, que se comunicaban a través de las hojas de un bloc. Las historias tenían un tono entre costumbrista y policíaco.
Hice varios tomos, gustaron, era un momento en que estaban de moda en España las series de Enid Blyton. Pero unos niños de una biblioteca popular de los alrededores de Barcelona pedían mi serie diciendo: "Queremos los libros de la pandilla de niños que cenan sopa de sobre y tortilla". Porque los de las pandillas de la Blyton tomaban té y mermelada de jengibre, y eso a ellos no les gustaba nada. La experiencia de escribir una serie fue una cosa transitoria y ahí se quedó.
Usted ha expresado que ni como lectora ni como escritora le gustan las novelas de fantasía pura. ¿Por qué?
Porque muchas veces me parecen un puro escapismo. Da lo mismo una novela de fantasía pura que engancharse a ver uno de esos reality show que de reales no tienen nada y que nada más sirven para pasar el tiempo. ¡Hombre!, me gusta la fantasía de un Ray Bradbury porque eso tiene un contenido. O las historias de ciencia ficción para niños que hacía un autor español llamado Tomás Salvador, al que me parece que ya no se edita; eso sí me gusta. Pero la pura magia por la magia, no. Me parece que es jugar al todo vale, que es un juego al que no se debe jugar.
En 1980 usted usó recursos composicionales poco frecuentes en la literatura infantil española al escribir la novela El nudo. ¿A qué responde esa voluntad?
Creo que El nudo salió así, sin un propósito deliberado de salirse de lo habitual. Me sentía heredera de una tradición familiar y, al mismo tiempo, sentía una necesidad de innovar, no podía seguir manteniendo los mismos esquemas de mi familia. Tenía que salir adelante. En cierto modo, siempre estoy desafiando al lector, exigiéndole. Le desafío con un vocabulario que sé que está un poco por encima del nivel normal de los lectores. Y le desafío también con las técnicas narrativas, como sucedió en El nudo y en otros casos en que he utilizado el monólogo interior o el narrador en tercera persona o cambiando de puntos de vista del narrador. Si estilísticamente un libro es demasiado sencillo, entonces no formamos lectores. Al niño hay que sorprenderle, hay que exigirle.
Cuando hablo con los chavales, muchas veces les explico que el buen lector es el que es capaz de resistir el desafío de unas primeras dificultades de lectura. Les explico que, aunque he leído mucho, todavía me pasa que, cuando leo las primeras páginas, me parece que el libro se está burlando de mí y me dice: "¡Eres tonta, no me entiendes, no vas a poder conmigo!". Cuando eso me sucede, tengo dos soluciones. Una es cerrar ese libro y decirle: "No te entiendo, ahí te quedas, que te entienda quien te escribió". Pero eso sería admitir que soy tonta y, claro, eso yo no lo acepto. A mí no hay libro que me llame tonta. Así que opto por la segunda solución: comenzar a leerlo de nuevo, poniendo más atención, fijándome en las pistas que me dan las palabras, en los resquicios de luz.
Es exactamente igual que cuando estás en tu casa y se va la luz. Primero, oscuridad total, y después veo que no, que los faroles de la calle todavía dan un resplandor y voy hacia ahí. Entonces, a menudo un libro que en un primer momento me ha ofrecido dificultades de lectura, después he terminado leyéndolo muy gozosamente.
A veces, los autores nos ponemos demasiado de rodillas delante de los niños diciéndoles: "Lee, por favor, que es muy facilito". Pues de facilito, nada. Se quedan sorprendidísimos cuando les digo. "¿No quieres leer mi libro? Peor para ti. Mi libro es genial y tú te lo pierdes". Y esa sorpresa y ese reto están dentro de algunos de mis relatos.
¿Existen grandes cambios entre la literatura para niños que se escribía cuando usted comenzaba su carrera y la que se hace ahora?
No muchos. Siempre han existido tendencias pasajeras, que han dado una literatura que en determinado momento se vende mucho, pero que a los dos o tres años pasa de moda y ya no interesa.
Tiene libros ambientados en China, en Israel, en Egipto, en Kurdistán, en Guatemala... ¿Visitó esos lugares antes de escribirlos?
Yo no sé escribir si no conozco los lugares, pero no viajo para buscar ideas para mis libros. Sin embargo, los viajes rompen la rutina y, a la larga o a la corta, a veces en ellos descubro cosas que me parecen interesantes.
Usted ha manifestado su rechazo a la literatura infantil que se concibe para abordar determinados temas...
Es que los libros que se escriben solo para tratar un tema (por ejemplo, el tema de la droga, el tema de la ecología, el tema del divorcio) no me gustan nada. Estoy harta de los libros sobre el tema de la droga en los que, en las dos últimas páginas, el adolescente drogadicto sale de la adicción porque quiere, de rositas, lo decide y lo hace de la noche a la mañana. ¿Así quién no prueba un porrito de vez en cuando? Si se puede salir de la droga cuando a uno le da la gana. A veces algunas de esas novelas hechas para tratar "el tema de la droga" más parecen propaganda para la droga. Si esos libros mostraran que de la droga se sale aullando, y que se sale o no se sale, entonces tal vez valdrían la pena.
Yo escribo sobre personajes imaginarios, que son seres humanos, que tienen sus problemas, pero no sobre temas. Hice un libro en el que el protagonista es un paralítico cerebral, porque conocía a un muchacho con esa enfermedad y llegó un momento en que me dije: cómo no escribo yo sobre esto. Pero, cuando publiqué ese libro, fue a verme una señora muy bien intencionada, educadora de niños sordos, que me dio una lata horrible, porque estaba empeñada en que yo escribiese una novela que tuviera como protagonista a un niño sordo. "¡Pero si yo no sé nada de niños sordos, no he tratado a ninguno, no tengo ninguna experiencia con ellos!", le dije. "No importa, yo le daría muy buena documentación", insistió. El problema es que con muy buena documentación y con muy buenas intenciones, se escriben libros malísimos.
¿Cuál es el secreto de su vitalidad?
No lo sé. Tal vez no perder la capacidad de asombro o aceptar las cosas como son. Tengo la ventaja de que soy creyente, y tanto lo que me sale bien como lo que me sale mal en la vida, creo sinceramente que tiene un sentido. No me hundo en grandes desesperaciones ni me gusta hablar de desgracias. Hay una anécdota zen que tiene mucha gracia.
Salen dos monjes de un monasterio, el maestro y el discípulo, a pedir limosna. Y se encuentran a una muchachita muy joven, muy guapa, llorando porque no puede atravesar el arroyo. El novicio retrocede, y el maestro toma a la muchacha en brazos y le cruza el arroyo. Luego siguen caminando. El maestro nota que el discípulo va muy pensativo y le pregunta qué le pasa. El novicio le responde: "Pues que siempre me ha dicho que para ser un buen monje hay que conservar la pureza extrema y huir del contacto físico con las mujeres, y usted cargó a esa chica guapísima...". Y el maestro le dice: "Pero yo la dejé en la otra orilla y tú todavía la llevas encima". Quizás ese sea el secreto: dejar las cosas en la orilla...