Yolanda Reyes y la fascinación con las palabras
Sergio AndricaínLibros de narrativa para niños y jóvenes como El terror de Sexto B (1995), María de los Dinosaurios (1998), Los años terribles(2000), Los agujeros negros (2000), Mi mascota (2011) y Un cuento que no es invento (2015); de la novela para adultos Pasajera en tránsito (2006) y los textos reflexivos La casa imaginaria. Lectura y literatura en la primera infancia (2009), entre otros proyectos, han convertido a Yolanda Reyes es una importante figura de la literatura contemporánea de Colombia.
Nacida en Bucaramanga, en 1959, Yolanda Reyes estudió Educación con énfasis en Filología y Literatura en la Universidad Javeriana de Bogotá y se especializó en Lengua y Literatura Española en el Instituto de Cooperación Iberoamericana de Madrid. Es fundadora de Espantapájaros Taller, un proyecto de formación de lectores dirigido a niños, padres, maestros y bibliotecarios; directora de la colección Nidos para la lectura de la editorial Alfaguara, conferencista y tallerista en numerosos países y columnista de opinión del periódico El Tiempo.
En esta entrevista, nos propusimos hacer un recorrido por su trayectoria como escritora de ficciones.
Me gustaría saber cómo estableciste tus primeros vínculos con las ficciones y la lectura. ¿Ese contacto comenzó desde la infancia, en el hogar? ¿Creciste en un entorno familiar favorable a la literatura y la cultura?
En mi familia, las palabras eran tan importantes que aún hoy, después de muertos mi padre y mis dos abuelas, decimos viejas frases que solían decir y es casi como revivirlos. En la casa se recitaba, se cantaba, se hacían largas sobremesas, se discutía y a veces se peleaba, pero siempre escudriñando, midiendo, sopesando las palabras: se veneraban las palabras. Y había libros por todas partes: libros en la biblioteca de mi padre, libros que mi madre devoraba, libros de tías abuelas que iban pasando de mano en mano y también literatura para niños. Con decirte que mi abuela, unos años antes de morirse, me regaló su colección de Cuentos de Calleja que atesoraba desde niña.
¿Qué libros te dejaron una huella durante tu niñez y tu adolescencia? ¿Por qué recuerdas, después de tanto tiempo, precisamente esos y no otros?
He recordado muchas veces La cucarachita Martínez y La tía Sombrero (“Palo, pégale al cochino, que no quiso pasar el portigo y no llegamos esta noche a casa”), contadas de memoria por mi abuela. Supongo que si no se me han borrado aún es por la sonoridad y por esa cadencia de su voz que era como un hechizo. No sé en qué lugar leí que la voz es lo que más nos hace falta de las personas que se mueren... Quizás por eso me interesan tanto lo que mi hija llamaba “los libros sin páginas”. Y entre mis “libros con páginas” recuerdo El patito feo, que asocio con el ritual de iniciación de “ser lectora”, pues mi mamá me regaló un libro de cuentos de Andersen, “como premio” por haber aprendido a leer. Y más adelante, Corazón, de Edmundo de Amicis, y Heidi, de Johanna Spyri.
¿Qué has experimentado al reencontrarte, desde tu experiencia de adulta, con esas obras?
Con El patito feo sigo compartiendo esa misma sensación de no encajar del todo y mis libros de cabecera son variaciones de lo mismo. Pienso en El extranjero, de Camus; en La consagración de la primavera, de Carpentier, y en mi obsesión por los viajes y los tránsitos en novelas como Los años terribles y Pasajera en tránsito, y siento que le debo mucho a ese personaje que buscaba su identidad sin encontrarla en los lugares conocidos. En cuanto a Corazón, cuando empecé a estudiar la literatura infantil, lo desmitifiqué al descubrir que era un instrumento para educar en los valores fascistas. No lo he vuelto a leer —y no creo que quiera—, pero sigo pensando que lo que me cautivó de Corazón (y seguramente perduró como influencia literaria remota) fue la experiencia de encontrar unos personajes que iban al colegio, que tenían amigos, profesores y familia; es decir, descubrir que la vida cotidiana podía ser materia literaria. El colegio de mis historias es muy distinto, pero eso mismo me conecta también con Heidi: la sensación de espiar por una rendija las vidas cotidianas de otros como yo, que no son héroes ni tienen poderes mágicos; que son gente común y corriente.
Tengo entendido —aclárame si me equivoco— que tus primeros textos literarios para niños los hiciste para ser publicados en una agenda llamada El libro de los días. Como no he podido consultar ese material en ninguna biblioteca, me gustaría que nos explicaras las características del proyecto y el tipo de textos que diste a conocer en él.
Ah, sí... El libro de los días, agenda para el colegio y las vacaciones, fue, como su nombre lo indica, una agenda que hicimos para niños —y que se convirtió también en agenda de jóvenes, e incluso de adultos. La escribíamos Clarisa Ruiz y yo y la ilustraba Pedro Ruiz, que hoy es un pintor colombiano muy reconocido, y alcanzamos a sacar cinco ediciones. Cada año era distinta, día por día: tenía cuentos o poemas al comienzo de cada mes, escritos al alimón con Clarisa. Nos pasábamos todo el año viviendo un año más adelante porque, además de los cuentos mensuales, la agenda tenía noticias sobre el mundial de fútbol o sobre la conmemoración del descubrimiento de América, según lo que se celebrara cada año, y tenía también una cantidad de datos curiosos sobre planetas, animales, carnavales o lo que fuéramos descubriendo en largas jornadas de investigación. Fue uno de los proyectos más entrañables y más divertidos de esos tiempos en los que empezábamos a asumir la escritura como un oficio cotidiano y sí que era cotidiano: trabajábamos todos los días en los cafés o en nuestras casas, rodeadas de los hijos que jugaban mientras nosotras escribíamos, nos reíamos, tachábamos y compartíamos historias. De la agenda queda un libro de poemas que se llama Los meses del año son, publicado por Panamericana.
¿Cuánto de la Yolanda Reyes de El terror de Sexto B podía anticiparse en los textos que compartiste con los niños a través de esa agenda?
Supongo que el humor, la complicidad con los lectores y la búsqueda de un lenguaje ágil, despojado de didactismo y de retórica, pero muy trabajado —palabra por palabra—, que suscitara en los niños el deseo de leer, de pensar, de disfrutar, de conocer.
Conversemos sobre El terror de Sexto B. Uno de tus cuentos, "Frida", fue publicado primero en la revista Espantapájaros y también en el libro Panorama histórico de la literatura infantil de América Latina y el Caribe. ¿Fue ese cuento la semilla del libro o ya habías escrito otro antes?
No, "Frida" fue el tercero. El primero fue “El día en que no hubo clase” y el segundo, “Un árbol terminantemente prohibido”, aunque "Frida" es “el elegido” para muchas antologías.(Y los demás cuentos —debo confesar— le tienen cierta envidia).
¿Cómo surge el libro? ¿Qué te impulsa a hacerlo?
Creo que el impulso es esa sensación terrible —el eterno nudo en el estómago— del domingo en su peor hora: ¡seis en punto de la tarde!, cuando descubrimos que al otro día hay colegio (o trabajo, según la edad). Y quizás también la necesidad de recuperar, en ese entorno del colegio, en donde se cruzan por primera vez lo individual y lo social, los dramas propios del tiempo de crecer, que son tantísimos, a pesar de que los adultos suelan decir, “cuando yo tenía tu edad, era el mejor de la clase”.
Frecuentemente un primer libro es deudor de muchas lecturas. ¿Qué obras y autores de literatura infantil contribuyeron, de algún modo, a que escribieras esos cuentos y no otros?
Roald Dahl, porque me mostró que escribir para niños podía ser un oficio literario muy exigente y porque es el maestro del humor, de la irreverencia y de los matices del lenguaje. Su prosa tan eficaz y tan depurada, sin adjetivos que sobraran ni concesiones al facilismo, me hizo pensar que podía tener licencia para intentar una escritura que se alejara de lo “real maravilloso”, tan de moda entonces en los libros para niños latinoamericanos. Hay otras dos autoras europeas, Christine Nöstlinger y Mirjam Pressler, que me mostraron nuevas formas del realismo; es decir, niños y jóvenes de ciudad, comunes y corrientes, con sus problemas existenciales y sus preguntas, tan parecidas en el fondo a las de los adultos.
Al crear las anécdotas y los personajes, ¿te inspiraste en la realidad? ¿También en tus propias experiencias de la niñez?
Hay mucho de mí en ese libro: mucho de esa cara oculta que empezamos a descubrir desde los tiempos del colegio, cuando cerramos por fin la puerta y ya no tenemos que fingir que somos otro más que va en esa fila, con uniforme. Pero a la vez, cada historia fue donada por algún amigo: sin proponérselo ellos y sin proponérmelo yo, sus historias dejaban algún eco resonando que conectaba con las mías.
A la distancia, ¿cómo ves este, tu libro más conocido?
No termino de asombrarme al saber que se lee en tantos colegios de tantos lugares y en épocas tan distintas —pues los primeros lectores ya son adultos y están separados de quienes lo leyeron este año de 2013 por una brecha enorme—. Si pensamos, por ejemplo, que cuando se publicó no existían internet ni Facebook ni nada distinto del tablero, la tiza, el parque y la cuadra, podría parecer raro que hoy lo siguieran leyendo los niños de quinto o sexto en España o Argentina. Sin embargo, parece que mi sensación de estar perdida en medio de un salón de clase o de un patio de recreo es también su sensación. Y así volvemos al Patito Feo.
Después llegó María de los Dinosaurios, un libro que no se menciona mucho. Ni siquiera tú sueles hablar de él. Sin embargo, es una obra muy singular dentro del contexto en que aparece. Su acercamiento a la realidad virtual, a los códigos de los cómics y de los dibujos animados manga y a la imaginería de los juegos electrónicos lo convierten en una propuesta renovadora de la narrativa colombiana para niños de finales de la década de 1990. Es un libro que anticipa experiencias, formas de comunicación y posibilidades de "habitar la virtualidad" que, tres lustros después, se han vuelto cotidianas. ¿Cuál fue la génesis, qué te propusiste con él?
Sí, tienes razón: ni siquiera yo lo nombro mucho, aunque comparte con El terror de Sexto B una apuesta de lenguaje. Yo veía a mis hijos crecer “con los ojos cuadrados” frente al televisor, como María de los Dinosaurios, y me hacía muchas preguntas. Estaba fascinada viéndolos hacer zapping por ese mundo virtual que les abría las fronteras con un control remoto y quería captar ese “Nuevo-Mundo” alucinante que para esos niños comenzaba a parecer tan habitual, o quizás más, que el parque o la tienda del barrio. Quise dar cuenta de esa perplejidad en el lenguaje: lo escribí cambiando de canales, mezclando frases de canciones de Soda Stereo o Charly García con comerciales de televisión y frases cotidianas de los niños. Quería hacer un libro experimental que supusiera retos muy distintos a El terror de Sexto B, que me quitara un poco ese pánico de repetirme en el segundo libro. Y ahora, visto con distancia, supongo que por asistir al comienzo de esta revolución de las llamadas TIC y estar parada en el borde de un milenio, yo era una mamá que imaginaba los años luz que podrían separarnos de los niños.
Los años terribles representa un proyecto narrativo más complejo tanto por su estructura y uso de lenguaje como por la riqueza sicológica. Con esta novela transitas de los personajes infantiles a los personajes adolescentes. ¿Puede hablarse de un crecimiento también en tu concepción de la literatura y en tu trabajo literario?
Sin duda. Yo veo una trayectoria de crecimiento —en el sentido literal de edades cronológicas, pero también en el sentido literario— que comienza con El terror de Sexto B, continúa con Los años terribles y sigue con Pasajera en tránsito. Quizás tengo una idea —bastante escolar, por cierto— de que los libros deben suponer trabajos más complejos cada vez: que cada libro, para que sea un reto y un aprendizaje o una exploración, debe llegar un poco más lejos. O en este caso, más adentro. La apuesta de Los años terribles fue bucear en la adolescencia: en esa primera persona que es la voz de la adolescencia, para encontrar esos tres “yo”, que se construyen a punta de palabras. Fue un trabajo muy difícil: tres voces femeninas en primera persona del singular, tres monólogos que tejieran una trenza y que atravesaran esos “años terribles” de los 13 a los 18. Y que de cada voz, a medida que se iba enunciando/construyendo, emergiera paulatinamente un personaje.
¿Cuáles fueron tus premisas en ese acercamiento al mundo de la adolescencia?
Ninguna premisa a priori. Quizás fue mi propio malestar sin resolver; mis propias preguntas acerca de mi relación y de mi lugar en una familia —de nuevo, aquel patito feo— pero también mi deseo de revisitar el tránsito entre la niñez y la adultez desde tres voces, tres personas, tres “heterónimos”. Fue un ejercicio literario que me puso a prueba y en ese sentido tal vez representa mi propia transición (literaria), de la niñez hacia la juventud.
La escritura de una primera novela suele dejar enseñanzas. ¿Qué aprendiste mientras hacías este libro?
Creo que Los años terribles me enseñó o, mejor me ratificó, que no es primero el personaje y luego la voz, sino que la voz y el personaje se construyen juntos, como nos construimos los humanos, mientras hablamos y pensamos y vivimos —todo a la vez—. Lo que quiero decir es que a veces se supone que, en la escritura literaria, primero hay que inventar un personaje por completo y luego sí, ponerlo a hablar y a vivir. Y en la escritura de esa novela, yo fui consciente, sin que por ello dejara de asombrarme, de cómo “el verbo se hace carne”, o en este caso, personajes, mientras se inventan las palabras; todo a la vez: el río y el cauce.
¿Esas enseñanzas te sirvieron, más tarde, cuando incursionaste en la novela para adultos?
Sí. Fue el mismo proceso: tener el hilo de una trama que me servía de guía durante el viaje y el resto era dejar a los personajes crecer, hablar, discutir e, incluso, contradecirse. Te diría que fue un “coser y cantar”, pero suena sencillo y no lo fue porque en este caso, las voces tenían distintos acentos y no me refiero a la tonada argentina o colombiana como algo superficial sino como la esencia misma de cada uno por ser de un lugar, por hablar de una forma y llevar puestas una historia y una geografía. Entonces había que quedarse callado, escuchando, recogiendo, dejando que cada personaje se inventara en ese diálogo con los otros.
¿Qué relación estableces entre Pasajera en tránsito, un libro para adultos, y tus ficciones para niños y jóvenes?
Todos son parte de un proceso de crecimiento: creo que estoy siempre dándole vueltas a esas metamorfosis de la vida: a esos momentos sutiles en los que todo está cambiando —de bebé a niño, de niño a adolescente, de adolescente a joven, etcétera—. Ese proceso que quizás no es una línea recta ascendente, como esas líneas de peso y talla que trazan los pediatras, sino una espiral: cada vez más hacia adentro y cada vez más enmarañada.
Con Los agujeros negros el reflejo de la realidad social de Colombia aparece en tu obra de manera contundente. ¿Cómo surgió ese libro, qué te propusiste al escribirlo?
Es mi único libro que comenzó con un encargo. Como lo cuento en el prólogo, Unicef y Alfaguara eligieron un autor en cada país para escribir un cuento basado en los derechos de los niños y el que a mí me “tocó en suerte” fue “los niños tienen derecho a ser los primeros en recibir protección”. ¡Imagínate: en la Colombia del año 2000, cuando nuestros niños crecían en medio del fuego cruzado, de las amenazas, de la muerte y de la inequidad! Yo andaba enredada con ese encargo y la gente me daba ideas del estilo, “escribe sobre un sapito que se cae a un charco”, así que decidí declinarlo. Pero, justamente cuando iba a hablar con mi editora para renunciar, recordé la noticia del diario que inspiró mi historia: la de dos investigadores de derechos humanos a quienes asesinaron en su apartamento en Bogotá, y la de su hijo de dos años que se salvó, oculto en un armario. La historia surgió de imaginar cómo una madre (o un padre, no sabemos), en el último instante de su vida, en medio del estruendo de las balas, se las arregla para poner a salvo a su hijo y en esa imagen descubrí una metáfora sobre lo que debíamos intentar hacer con nuestros niños. Pero también me imaginaba las preguntas de ese niño y sus porqués y escribí hablando con él, como si intentara devolverle (a él, pero también a nuestros niños) una parte de sus historia: la historia de cuánto los queremos, incluso en un país en el que entonces nos sentíamos tan impotentes y tan confundidos.
¿Cuáles pueden ser los peligros de escribir una literatura infantil de ese tipo y cómo te propusiste sortearlos?
No entiendo bien cuando dices de “ese tipo”. Supongo que te refieres a la excesiva cercanía con los hechos políticos y al peligro de parecer “panfletaria” y sí, seguramente existe ese peligro, pero yo siento, después de 13 años de publicado el libro, después de haber sido reeditado, llorado y releído en países como Argentina o Chile, o en lugares de Colombia donde hubo mascares, con públicos de edades tan diversas, que si ese era “el peligro”, valió la pena. Ahora que estamos intentando salir —o eso creemos— de esta guerra, me doy cuenta de cómo estuvimos de tristes y de confundidos y me pregunto cómo hicimos para vivir sin hablar de este dolor con nuestros niños mientras las bombas estallaban frente a sus ventanas. Ahora, cuando comenzamos a afrontar estos procesos de recuperación de memoria y de reparación de tantas víctimas, me doy cuenta de que escribir historias como Los agujeros negros en Colombia era inevitable. Pero quizás si hay alguna forma inconsciente de la que me valí para “sortear los peligros” fue ser esa abuela que tenía en frente a un niño lleno de preguntas tristes y tantas veces silenciadas. Y ser también la madre que lo salva en el instante antes de su muerte y ser —eso lo descubrí muchos años después— la niña que hace preguntas (silenciadas) sobre un duelo. Yo soy la niña en busca de palabras y soy también la que intenta dar palabras a esa niña. Y soy el cabrito que se salvó entre la caja del reloj. Porque se me había olvidado: ese era otro de los cuentos que nos contaba mi mamá.
Con Mi mascota y otros títulos has incursionado en la literatura para la primera infancia. ¿Qué peculiaridades tiene esa escritura?
Quizás es la escritura que está situada en el extremo opuesto de Los agujeros negros. Retoma aquella fascinación por la sonoridad de las palabras de las historias de mi abuela y es, además, mi forma de conversar con los bebés y los niños que van a la bebeteca de Espantapájaros. Ellos hablan y preguntan así: casi cantando, fascinados con la conquista del lenguaje, y yo les contesto devolviéndoles los ecos. Cada día surgen historias como Cucú, Ernestina la gallina y Mi mascota y algunas, muy pocas, van a parar a un libro “de verdad”. Las otras se confunden con las risas y las voces agudas de los niños y quedan resonando en el patio de recreo.
Escritora, conferencista, pedagoga, columnista de opinión... ¿Son muchas o una Yolanda Reyes?
Somos muchas. (En apariencia.) Y eso sin contar las otras “Yolanda Reyes” que figuran en internet: sé de una que es socióloga y también escribe, pero la que más me gusta es una deportista porque siempre soñé con ser buena para los deportes. Bromas aparte, muchas veces he creído que todos esos oficios no tienen relación, pero últimamente, al mirar para atrás, siento que tienen ciertos puntos en común: quizás una fascinación por las palabras, como si pudieran arreglar un poco el caos.
¿Qué es para ti la literatura?
Es la solución de continuidad —o el pegamento— que cohesiona todas esas caras. Cuando cierro la puerta del estudio y ya no tengo ninguna de las máscaras, voy tomando algo de cada una y empiezo a conjugar, igual que cuando jugaba a las muñecas, ese verbo tan imperfecto del “digábamos”. Entonces todos los papeles son posibles.
Entrevista puesta en línea en febrero en 2016.