La aventura de la palabra

La aventura de la palabra. Sergio Andricaí­n

El libro La aventura de la palabra, de Sergio Andricaí­n, nos depara diversas y agradables sorpresas, empezando por su adscripción genérica, terreno donde juega con las expectativas del lector. Aunque éste sabe a priori que no se trata de una narración de aventuras (aunque bien puede tener la palabra sus avatares, como aquí­ se demuestra), sin embargo no espera encontrar una estructura dramática con su división en tres actos, que contienen a su vez cada uno tres escenas. Con todo, esta forma de presentación, además de imaginativa, no deja de responder a la razón última de ser del libro: dar la voz a los autores para que sean ellos los que cuenten en estilo directo sus experiencias con la lectura y la literatura. Así­ que, aunque se acerca al ensayo, tampoco lo es en sentido estricto al no haber una voz autorial que interpreta los datos; ni cabe dentro del género de entrevistas, pues carece de la estructura de pregunta-respuesta. Podrí­amos decir, entonces, que La aventura de la palabra es un experimento con los géneros en que no falta tampoco la nota lí­rica que aportan algunos entrevistados:

Toda escena con ella leyendo [la madre] era una esfera de tiempo posible, una transparencia donde habitar [ ¦], leí­do por ella que guardaba aún en su frente el vapor de las ollas que en la cocina demoraban sabores. (Marí­a Cristina Ramos)

Sergio Andricaí­n ha reunido testimonios de casi cien autores de literatura infantil y juvenil de diversas naciones (de habla española y portuguesa), de diversas generaciones y de diversos géneros para completar, desde la variedad, un cuadro minucioso y detallado de las relaciones con la palabra.

En el primer acto los autores-actores narran su iniciación en la lectura. Casi todos coinciden en señalar una temprana afición por los libros desde la infancia, con alguna excepción como Jorge Galán, que confiesa que no empezó a leer hasta los 16 años. Resulta interesante también la coincidencia en presentar el hábito de lectura con metáforas del tipo: adicción, contagio, virus. Convergen también los encuestados en vincular la iniciación a la lectura con la cotidianidad de la vida hogareña, en ocasiones gracias a las narraciones orales o lectura de cuentos por parte de padres o abuelos, gracias a la existencia de bibliotecas en las casas, o gracias al hábito de lectura que ya tení­an adquirido los componentes mayores de la familia. No faltan, sin embargo, los testimonios de lectores que, en un sentido contrario, buscaban en la lectura el apartamiento y la huida de los mundos conocidos (muchas veces adversos) para escapar a universos imaginarios. En este sentido las declaraciones reflejan a la perfección esa doble condición (un poco contradictoria) de la lectura: aprendemos a leer en este mundo para hacernos otros mundos o escaparnos a ellos.

Ante la similitud de respuestas el lector se siente tentado a preguntarse si existe realmente un patrón de inicio a la lectura o si, de alguna manera, fabulamos nuestros primeros encuentros con las letras a través de esquemas aprendidos y narraciones ya prefabricadas. De hecho, se podrí­a incluso llegar a una tipificación del perfil de iniciación a la lectura en la infancia, como hace unos años hizo el antropólogo Ricardo Sanmartí­n para la tipologí­a de la creación, en su libro Meninas, espejos e hilanderas. Ensayos en Antropologí­a del arte (Trotta, 2005), en que pidió a varios creadores que explicaran el proceso de creación y trató las respuestas como datos de una investigación de campo antropológica.

En el segundo acto encontramos la iniciación a la escritura. Aquí­ las respuestas son más diversas. Llama la atención, con todo, la reiterada confesión de varios autores en el sentido de que acabaron siendo escritores o escritoras sin quererlo y sin saberlo, sin habérselo propuesto de manera consciente, como un acontecimiento que sucede sin la voluntad del participante. La convicción de que la escritura tiene más de comunicación que de expresión es dominante entre los encuestados; y resulta llamativa la cantidad de veces que los primeros escritos van acompañados por ilustraciones de los propios escritores niños. El diario í­ntimo es otra puerta importante de acceso a la creación verbal, así­ como el estí­mulo que supone escribir o inventar para los propios hijos.

Nuevamente en esta sección hallamos testimonios realmente entrañables que relacionan la iniciación a la lectura-escritura con un ser muy querido: la madre, el padre, una maestra ¦ Pero también los hay muy divertidos como el de Armando José Sequera, cuyos inicios como escritor son un tanto accidentados, pues se echa tres novias a las que escribe poemas simultáneamente hasta que ellas se enteran y se enfadan. Ante el éxito obtenido, los amigos le piden que escriba poemas para sus novias, pero estas acaban enamorándose de él, lo que le vale diversas palizas de sus compañeros, así­ que como corolario nos dice el autor: -Dado lo riesgoso que resultaba el ejercicio poético para mí­, lo abandoné y me dediqué a la narrativa  (p. 106).

El último acto cierra el cí­rculo de la comunicación, pues está dedicado al lector. Aquí­ los escritores reflexionan sobre lo que esperan del lector de sus libros y qué esperan también ellos como lectores. La respuesta es casi unánime: los autores esperan como lectores lo mismo que desean que esperen los lectores de sus escritos; principalmente que el libro les sorprenda y que puedan hacerlo suyo. Nos encontramos nuevamente con toda una serie de metáforas coincidentes para explicar la fenomenologí­a de la experiencia de lectura literaria: complicidad, fascinación, sorpresa, arrebato. Y queda clara la conciencia de que lectura y escritura son actividades inseparables, como las dos caras de una moneda o los hermanos siameses.

La última escena del último acto constituye una especie de desenlace o colofón, pues se toca un punto sensible sobre la lectura-escritura y nuestra formación como personas: ¿qué trascendencia tiene el hecho de leer y escribir?, ¿cómo actúa en nuestras vidas?, ¿nos hace mejores personas, en defintiva? La respuesta es, de nuevo, unánime: la lectura no hace a las personas mejores en el plano ético, sí­ que abre mundos y perspectivas que nos preparan mejor para la vida y posibilitan que tengamos una mente más amplia y más capacidad de vivencias.

La aventura de la palabra es un libro para todos, para los lectores empedernidos, que se reconocerán en el disfrute de la palabra compartida y cómplice; para los no lectores, que quizá se sientan impelidos o intrigados por la fascinación por la palabra que aquí­ se despliega; y muy especialmente para los mediadores de la literatura y profesionales de la educación literaria que encontrarán un inagotable caudal de razones para leer y aventurarse en el mar de la palabra sin miedo al naufragio; razones razonables y razonadas, pero sobre todo emocionadas razones de vida.

Ángel Luis Luján