Pobby y Dingan

Pobby y Dingan. Ben Rice

¡Dios mí­o! Esa niña está loca.
No dijo mamá. Solo es distinta.

En este mundo que nos acostumbra cada vez más a la uniformidad, incluso en literatura, sorprende encontrar un libro como Pobby y Dingan. Al igual que Kellyanne, la niña protagonista, el primer calificativo que podrí­a ocurrí­rsele al lector de esta novela es el de "distinta". Distinta, desde el formato mismo, pues no parece hacer parte de ninguna colección y eso, en el mundo de la literatura juvenil, que suele empacar sus productos en series y colecciones, es ya una rareza. No tiene rótulo de edad sugerida: no dice si es para niños, preadolescentes, jóvenes o adultos. Su autor, un inglés menor de treinta años, tampoco figura en las listas de los conocidos. De hecho, un curioso lector que quisiera buscar mayor información sobre Ben Rice en internet, se llevarí­a una tremenda decepción: hay una marca de arroz muy conocida en el mercado y, como consecuencia, las breves alusiones al Rice escritor se confunden con las abundantes referencias a la marca Uncle Ben Rice. La proporción de entradas es de cincuenta a uno, perdiendo, por supuesto, el Rice del autor sobre el rice del arroz. Solo se sabe —y lo dice Amazon Books, que hoy en dí­a es como si lo dijera Dios que esta es su primera novela y que ha sido un best seller desde su publicación el año pasado. ¿Estaremos presenciando el surgimiento de otro "fenómeno" como Las cenizas de Ángela o Harry Potter?

Hasta ahí­, la primera hojeada. Vamos a la trama. Extraña, podrí­a ser el calificativo. No por el tema de los amigos imaginarios, que aparece en otros libros para niños, sino por el hecho de llevarlo hasta sus últimas consecuencias. Alrededor de la pérdida de Pobby y Dingan, los dos amigos imaginarios de esa niña de ocho años, Rice amarra un universo demasiado prosaico: el de un poblado australiano de mineros que gira alrededor de la búsqueda de ópalos. El padre de Kellyanne es un minero fracasado que "bebí­a demasiado y pasaba demasiado tiempo bajo tierra", soñando con que un ópalo cambiara su suerte. La madre, no muy feliz, arrastra difí­cilmente el exilio de su patria y de un amor antiguo, y el hermano Ashmol, que será la voz narrativa, es el punto donde confluye esa realidad descarnada con el mundo imaginario en el que todos, tanto los lectores como los personajes y la trama, iremos entrando poco a poco, hasta perder los lí­mites.

La magia de la novela está en ese juego de espejismos que la voz del niño narrador, lúcida, irónica y honesta, irá creando para mostrarnos que todos tenemos lados visibles e invisibles, así­ vivamos en el pueblo más miserable. Lo mismo que a esa niña, a quien, según los adultos, "le vendrí­an bien algunos amigos reales, vivos de verdad", empezamos a ver a los personajes, al comienzo tan ramplones y cotidianos, a la luz de sus propias utopí­as. "Tu ópalo tampoco existe", le reprochará la madre a ese padre borracho, mientras piensa, seguramente, en su primer amor. Y así­, todos irán aceptando las convenciones de la ficción. Buscarán a Pobby y Dingan y llevarán el juego hasta participar en el funeral imaginario de los personajes. "Todos somos invisibles y transparentes e insignificantes y a pesar de todo, Dios cree en nosotros", dirá el párroco en su sermón, después de haber recibido un jugoso pago para que él también crea en lo que dice.

Dado que la novela admite tantas lecturas, no sabrí­a a ciencia cierta a quién recomendársela. Un preadolescente podrí­a leerla como una especie de duelo simbólico o una ruptura con el tiempo de los amigos imaginarios. Un joven o un adulto podrí­an encontrar también muchas claves ocultas; un humor crí­tico y descarnado y, sobre todo, una voz que cuenta una historia desde las entrañas, simplemente porque necesitó contarla y no porque un editor le pidió un libro con tales caracterí­sticas para tal o cual edad. No sé si será una obra maestra y también dudo que sea para todo tipo de lectores. Pero es innegable que se trata de una voz auténtica. Y en este mundo de voces impostadas, esa sola razón la hace brillar como un ópalo. Sin embargo, la naturaleza de esa voz coloquial y arraigada en el lenguaje oral crea problemas de traducción que recuerdan otros casos desafortunados como la versión "castiza" de El guardián en el centeno, de Salinger. Los modismos, que están bien para la pení­nsula, suenan artificiales y distantes para los hablantes de este lado del océano. Habrí­a que buscar otra forma más creativa de solucionar ese problema, pues le resta fuerza al lenguaje, que es una de las mayores fortalezas de la obra.

Yolanda Reyes