Bibliotecarias a caballo

Bibliotecarias a caballo. Concha Pasamar

Este libro de no ficción, publicado por la editorial bilbaína A fin de cuentos, nos da la oportunidad de conocer una aventura ignorada por muchos en el país donde tuvo lugar —Estados Unidos— y por muchísimos en otras latitudes del mundo. Y se trata de una historia admirable, que merece la mayor difusión, especialmente entre los amantes de los libros y los defensores de la importancia de la lectura para cualquier sociedad. 

La autora española Concha Pasamar relata, a través de textos e ilustraciones, una historia de la vida real: la fascinante aventura protagonizada por las mujeres bibliotecarias que, en los años de la Gran Depresión, recorrían a caballo los caminos de Kentucky, en la región de los Apalaches, poniendo libros y otro materiales de lectura al alcance de niños y adultos que a menudo habitaban en lugares casi inaccesibles, en casas muy distantes unas de otras, lejos de casi todo. Los  libros que las bibliotecarias llevaban a esas áreas rurales, lo mismo en la primavera que durante los más crudos inviernos, provenían de donaciones personales, y —cosa nada extraña— se sabe que entre los libros más solicitados por las familias estaban los de Mark Twain.

El programa Pack Horse Library fue auspiciado en 1935 por la Work Projects Administration (WPA), una iniciativa del gobierno del presidente Franklin Delano Roosevelt para contrarrestar, a través de diferentes acciones económicas, culturales y sociales, los efectos de la debacle económica. Estas book ladies o packsaddle librarians (damas del libro o bibliotecarias de alforja), como se les conocía, se convirtieron en personajes queridos y respetados, cuyas visitas eran motivo de alegría en los hogares y las escuelas rurales de Kentucky. Seguramente la valiosa labor de estas mujeres tuvo mucho que ver con el hecho de que este estado disponga hoy del mayor número de bibliotecas móviles de Estados Unidos.  

En Bibliotecarias a caballo, su primera incursión en el terreno de los libros informativos, Concha Pasamar mantiene los altos estándares de calidad a que nos ha habituado en trabajos de ficción como Cuando mamá llevaba trenzas, Tiempo de otoño y Hora de soñar. Los textos poseen la transparencia y la armonía que la caracterizan, y las ilustraciones, aunque se mantengan esencialmente fieles al reconocible espíritu Pasamar, introducen un elemento que en sus libros precedentes se había utilizado de manera más limitada: el color. La vegetación, la topografía y los tejidos textiles introducen, sin estridencia, tonalidades luminosas y esperanzadoras que bien podrían constituir una metáfora visual del hálito de vida y esperanza que representó para algunas de las personas más afectadas por aquella sombría época de recesión ese encuentro con los libros. La revisión de las fotos que existen de aquellas "amazonas bibliotecarias" pone de relieve el trabajo de indagación iconográfica realizado por la autora para representar de manera plausible los personajes y el entorno en que se movieron. 

La cuidada edición de A fin de cuentos y su apuesta por esta historia verídica es, sin duda, un regalo para los amantes de los libros hermosos y significativos, además de un merecido homenaje a estas admirables promotoras de lectura de Kentucky (y, más allá, a todos quienes, en cualquier lugar y en cualquier época, se han esforzado por llevar los libros a los lugares donde no habían cabida). 
Antonio Orlando Rodrí­guez