Máquinas voladoras

Máquinas voladoras. Roxana Méndez

No estoy segura de haber leí­do un libro de poesí­a parecido a este en años. Un libro de cabecera que quisiera dejar en mi mesa de noche, si tuviera mesa de noche. Un libro tan misterioso que podrí­a pasarme años leyéndolo en voz muy baja, por las tardes, cuando haya un poco de frí­o. Un libro extraño y frí­o, un lugar donde los grados Celsius han bajado a -10 o a -20. Una extensa masa de nieve o tal vez un invierno eterno, infinito.

Tampoco sé por qué Roxana Méndez tituló el libro así­, de un modo tan material, casi objetivo, cuando en ninguna de sus páginas, ni siquiera en el poema que lleva el mismo nombre, se materializa nada. Muy por el contrario, todo en este libro levita y evapora.

Máquinas voladoras, publicado en San Salvador por Valparaí­so Ediciones, no me deja comentarlo desde la posición de lectora, soy frente a él una escritora más, medio perdida en la estepa, alguien que desea haber escrito este libro, y haberlo nombrado.

Leí­do de un tirón, pude captar lo blanco. Cosas blancas iluminan las páginas de este libro sin que esa repetición lo afecte. Todo lo blanco del mundo está en él. Una blanquitud que fosforece. Creo que ni un solo poema se salva de esta palabra. Blanco, blanco, blanco. El libro forma un eco en la lectura que hago.

Las ilustraciones igualmente misteriosas de Clau Degliuomini son, al igual que el texto, excepcionales. Los niveles de lirismo se mantienen muy precisos y nada falta o sobra en el paisaje, tanto plástico como poético. 

La voz que cuenta la historia es la de una niña expuesta a la magia de lo extraño y lo inverosí­mil. Gente que aparece, gente que no existe, personajes creados por su imaginación, fantasmas, mamá y papá lejos. Invierno por todas partes:

El tigre, ¿dónde vive?
al fondo de una cueva.
La cueva, ¿dónde está?
al final de la selva.
¿La selva y el desierto
dónde acaban o empiezan?
Empiezan con la lluvia,
acaban con la niebla.
No entiendo nada, nada.
No hace falta que entiendas.

El fragmento anterior pertenece a un poema llamado "Las preguntas", cosa común en los libros, sin embargo en Máquinas voladoras yo acabo de encontrar todas las respuestas.

Legna Rodrí­guez Iglesias