'Ensoñación', acrí­lico sobre lienzo de Alicia Leal.
  • 'Ensoñación', acrí­lico sobre lienzo de Alicia Leal.

Abuela y el ángel

Teresa Cárdenas

Aquella noche amenazaba lluvia y yo no podí­a dormir. Como siempre, abrí­ la ventana de mi habitación y me puse a curiosear la calle y las casas de los vecinos. A veces, me llegaba el ruido de una puerta al cerrarse o escuchaba risas y voces de algún televisor encendido.

Ya era medianoche, pero no hací­a frí­o. En realidad no habí­a ni viento. El árbol de caimito de mi patio parecí­a una estatua, no se moví­a ni una de sus muchas hojas carmelitas y verdes. Habí­a poquitas estrellas en el cielo azul oscuro y Aragón, el perro del violinista de la esquina, no estaba ladrando. Todo estaba en calma. Pero era una calma rara, como si de pronto me hubiera vuelto sorda y ciega, y tampoco pudiera caminar o gritar. Cerré los ojos un momentico, solo un momentico, y cuando los abrí­, vi que ella iba llegando.

Abuela. Bajaba del infinito en brazos de un ángel de alas blancas. Tení­a puesto un vestido azul clarito, como una novia, y su pelo flotaba en el aire, iluminando la oscuridad de la noche con sus geranios y girasoles.

Se veí­a linda, y muy viva. Al ángel también parecí­a gustarle, porque de vez en cuando, besaba su frente o su boca, y Abuela solo temblaba y se poní­a más celeste y hermosa.

Aterrizaron sin ruido en la acera de la óptica, con nubes alrededor y todo, como si fueran un platillo volador. Ella se bajó de los brazos del ángel y se asomó a la cerca de nuestro patio.

-¡Nenita, ven acá! -me llamó.

Y ahí­ fue que recordé lo de Nenita. Nadie me llamaba así­, solo ella. Y como mi Abuela habí­a muerto tres meses atrás, nadie recordaba el Nenita.

-¡Ven acá, Nenita! -volvió a llamar.

Pero yo no querí­a ir, me daba un poco de miedo. En las pelí­culas, los que regresan de la muerte siempre quieren hacerte daño, chuparte la sangre o convertirte en zombi y cosas así­. Yo una vez vi una pelí­cula de esas y después tuve pesadillas toda la noche. Por eso, no querí­a hacerle caso a mi Abuela. Nenita zombi, qué va. Además, mi ventana estaba en el segundo piso. No podí­a bajar, y ni pensar ir por las escaleras y atravesar la sala donde mami veí­a su novela brasileña. Cómo explicarle adónde iba y con quién iba a hablar.

Le dije que no a Abuela con la cabeza y entonces el ángel, con cara de fastidio, movió las alas y, no sé por qué, también tuve ganas de moverme, de caminar y cantar, de bailar y volar. Sentí­ un olor delicado de flor y salí­ por la ventana, como si fuera lo más natural del mundo. Caminé por el aire, agarré una de las ramas del caimito y descendí­, suavecito, junto a mi Abuela y su ángel.

-¡Nenita! -dijo y me abrazó muy fuerte.

Era ella, para nada un zombi. Sentí­ su piel y sus brazos gorditos. Toqué su cara y me vi reflejada en sus ojos. ¡Era Abuela de verdad!

-¿Qué haces aquí­, Abue? -le pregunté sonriendo.

Fingí­ un poco, en realidad estaba triste. Me acordaba de sus dí­as en el hospital y de mamá llorando por todos lados. De mi tí­a que vino en avión desde la Florida, aunque juró que nunca regresarí­a. Y de mi tí­o que tampoco querí­a volver de Santa Clara, donde ahora era una mujer sin que lo criticaran. De los amigos de la iglesia de abuela hablando bajito con los ojos cerrados. Me acordé de todos alrededor de la cama de Abuela, y ella ahí­, flaquita, con los ojos cerrados.
De sopetón, lo recordé. Parece que se dio cuenta, o a lo mejor estaba leyendo mis pensamientos, porque me dijo:

-No pienses en tristezas, Nenita -y me dio un beso lindo, como hace rato no me daban.

Yo me apreté contra ella, y no sé cómo fue, pero en vez de abrazar a mi Abuela, estaba abrazando al ángel. Lo miré a la cara, a sus ojos de otro mundo, y sentí­ que no tení­a que preocuparme. El besó mi frente y yo me puse celeste. Lo sé porque vi el reflejo en el cristal de la óptica y porque mis manos y hasta mi pijama estaban azules.

Mi Abuela volvió a aparecer detrás de las alas del ángel.

-Estoy bien, Nenita -susurró”“. Duerme tranquila...

Medio abrí­ los ojos a tiempo para ver cómo el ángel la cargaba entre sus brazos y, sin ruido alguno, despegaba como un cohete y se perdí­a entre las estrellas.

-Gracias, Abuela... -le dije y, como un tronco, me dormí­.