Ilustración de Joel Franz Rosell.
  • Ilustración de Joel Franz Rosell.

El violí­n de la bruja 

Joel Franz Rosell

í‰rase una vez un violí­n malvado. Tan malvado era que lo metieron en la cárcel.

No era una cárcel situada en un sótano oscuro, con barrotes de hierro y cerrojo grande como un puño. Era una cárcel de vidrio. Pero de vidrio tan grueso y tan duro que no se rompí­a golpeándolo con un martillo ni dejándolo caer desde un sexto piso, ni disparándole con una ametralladora.

La caja de vidrio del violí­n malvado estaba en un museo. La cerradura no era muy grande, pero sí­ sólida, y su llave estaba guardada en la oficina del alcalde, en una caja fuerte cuya llave llevaba el rey atada al cuello con una gruesa cadena de oro. O sea: que hací­an falta tres llaves, un rey y un alcalde para abrir aquella caja de cristal irrompible.

Lo que más preocupaba al director del museo, al alcalde de la ciudad y al rey del paí­s no era que el violí­n se escapara. Lo que realmente les quitaba el sueño a los tres, director, alcalde y rey, era que violí­n pudiera llegar a sonar. 

Por eso los cristales de la caja donde estaba encerrado el violí­n malvado eran de vidrio tan espeso; para que no se escapase ni el menor sonido.

Los violines no suenan solos, eso todo el mundo lo sabe. Hace falta alguien que los haga sonar, claro; pero también hace falta un arco. Porque los violines suenan cuando sus cuerdas son frotadas con el arco, que es una vara de buena madera y crin de caballo.

Para que nadie pudiera coger el violí­n malvado y hacerlo sonar es que la caja de cristal blindado tení­a las llaves que ya dije. Pero para que el violí­n no fuera, ni siquiera por casualidad, a sonar solo, su arco no estaba en la caja de vidrio irrompible. No estaba ni siquiera en otro lugar del museo o de la ciudad. El arco del violí­n habí­a sido escondido muy lejos, en un lugar ultrasecreto: lo habí­an enterrado en el fondo de un pozo que después habí­an llenado de piedras y alrededor del cual crecí­a un bosque de espinos lleno de serpientes, alacranes y arañas pavorosas.

Es que ¦ ¿no lo he dicho todaví­a?... el violí­n malvado era mágico.

Sí­, sí­: mágico. Muy mágico. Terriblemente mágico.

Y esta es la historia del malvado violí­n mágico. 

Un dí­a, en la famosa escuela de música del maestro Arpegio Corchea, se presentó una viejecita de vestido negro, con un enorme sombrero negro, un solo diente negro en medio de la boca y una nariz ganchuda llena de pelos y de verrugas ¦ negras.

Esta viejecita no era una viejecita, sino una viejaruca; una malvada, taimada y asquerosa bruja. Pero hablaba con voz suave, y de su negro sombrerote colgaba un velo que impedí­a ver su diente negro y su nariz ganchuda llena de pelos y verrugas ¦negras.

La bruja Viejaruca hablaba con voz suave y hací­a gestos tan delicados que cuando pidió ver al director de la escuela de violinistas, no la hicieron esperar. 

“A ver si esta pobre viejecita se me muere en el camino “pensaba el conserje mientras conducí­a a la viejecita, que en realidad era una viejaruca, a la oficina del maestro Arpegio Corchea.

“¿Qué puedo hacer por usted, buena señora? “preguntó el maestro.

“Quiero hacer una donación a su prestigiosa escuela de música “respondió con su voz suavecita la bruja Viejaruca.

“¡Qué me dice! “exclamó el maestro encantado “. Pues mire que se lo agradezco, porque los tiempos están difí­ciles y no nos sobra el dinero. 

“No es dinero lo que le traigo “aclaró la bruja “. Lo que voy a regalarle es un violí­n. Un violí­n de primera, fabricado por el famoso artesano Antonio Strafalarius.

“¡Oh ¦! “dijo el maestro Corchea, impresionadí­simo “. ¡Un violí­n de Antonio Strafalarius, nada menos! 

“Eso sí­ “aclaró la bruja Viejaruca “. El violí­n debe ser para el mejor músico que haya pisado este colegio. Solamente un violinista de verdadero talento, que sea recibido en los grandes teatros y en los más bellos palacios, puede hacer sonar este instrumento.

El maestro Corchea prometió que así­ serí­a. Y la bruja se sacó de debajo del sombrero un violí­n precioso: de un rojo dorado, con cuerdas de plata y arco de crin de unicornio.

En cuanto la bruja se fue, Arpegio Corchea quiso probar el fabuloso instrumento. Se puso el violí­n en el hombro, respiró profundo y pasó el arco por las cuerdas de plata.

Pero... nada. No escuchó nada. Ni el menor sonido salió del instrumento.

Después de intentarlo tres veces, el maestro Corchea se rindió.

“¡Ah, cruel decepción! ¡Yo que me creí­a un buen violinista, no soy capaz de sacar una sola nota de este sublime Strafalarius!

Después de pasar varios dí­as muy triste, sin ánimos ni para dar clase, el maestro Corchea decidió poner a prueba a sus mejores alumnos.

Todos los estudiantes de último año fueron invitados a pasar el arco de crin de unicornio sobre las cuerdas de plata del violí­n.

Pero ni uno solo de los alumnos pudo sacar el menor sonido del diabólico instrumento.

Entonces Arpegio Corchea invitó a los demás maestros de la ciudad a que vinieran con sus mejores alumnos a probar el maravilloso violí­n de Antonio Strafalarius.

¡Y... nada! Ninguno fue capaz de arrancarle una nota.

La tristeza y la amargura se apoderaron de todos los violinistas de la ciudad: ninguno, ni alumno, ni maestro, podí­a demostrar suficiente talento para hacer sonar el fabuloso instrumento.

Fue entonces cuando la bruja Viejaruca pasó, como por casualidad, a saludar al maestro Corchea. Siempre con sus falsos aires de frágil viejecita, le sopló la idea de organizar un concurso. A Arpegio Corchea le pareció una luminosa idea: Puesto que ni en su escuela ni en toda la ciudad habí­a alguien capaz de tocar el violí­n de cuerdas de plata, el premio del concurso serí­a precisamente el singular instrumento. 

Para que todo el Mundo se enterase y para que viniesen al concurso los mejores violinistas, el maestro le pidió ayuda al alcalde, que era su amigo, y el alcalde obtuvo el apoyo del rey, que era amante de la música.

El concurso fue acogido con entusiasmo. Confirmaron su participación los más brillantes violinistas del planeta. Y al Gran Teatro de la Ciudad acudieron el alcalde y la alcaldesa, el rey y la reina, el prí­ncipe y la princesa, duques y duquesas, ricos y ricas, famosos y famosas ¦ en fin, todo el que pudo pagar la entrada y cupo en el teatro.

Diecisiete violinistas famosos llegaron de los siete continentes a probar el famoso Strafalarius de cuerdas de plata y arco de crin de unicornio. Y todos, uno tras otro, se pusieron el violí­n en el hombro y movieron en arco con destreza e inspiración.

Los primeros catorce no consiguieron sacarle una nota al maldito violí­n y la selecta concurrencia comenzó a pensar que aquel violí­n era simplemente mudo. Pero el concursante número 15, una quinceañera que ya habí­a dado quince mil recitales, consiguió arrancarle una quincena de notas al instrumento.

“¡Oh ¦! “exclamó el teatro.

La mitad exclamó de admiración, porque al fin el misterioso violí­n habí­a sonado. Pero la otra mitad chilló por un repentino e inexplicable dolor de tripas.

El violinista número 16, que llevaba dieciséis años de carrera y se llamaba Diego Séiz, consiguió tocar una melodí­a entera. Pero el efecto fue desastroso: la música sonaba de tal manera que causaba dolor de muelas. Todos culparon al violinista, pero fue él quien salió peor parado: con una otitis que le tuvo seis meses en cama.

Nadie se daba cuenta del peligro ¦ salvo una vieja toda vestida de negro, que ocultaba en la oscuridad de su palco la siniestra sonrisa de un solitario diente negro.

Y llegó el turno del concursante número 17. Era el mejor violinista de la historia: diez reinos y siete repúblicas lo habí­an condecorado. Nadie quiso perdérselo: ni los que sufrí­an de las tripas, ni los que tení­an dolor de muelas. Le llamaban El Gran Sietededos porque parecí­a tener un dedo para cada nota.

El Gran Sietededos agarró el arco de crin de unicornio, se puso el violí­n color de fuego en el hombro y atacó las cuerdas de plata con tal entusiasmo que todo el mundo escuchó, sin poder pestañear, ni moverse de su asiento, un concierto entero.

Y fue la debacle. 

A la mitad de los presentes se les cayó el pelo y a la otra mitad se le puso blanco. El maestro Arpegio Corchea se quedó sordo durante tres años, y el pobre Sietededos lo mismo, pero durante seis, además de atrapar un persistente calambre en sus diez dedos. Pero hubo más: los duques enfermaron de lumbago y a las famosas les salieron arrugas; a la bella princesa se le llenó la cara de granos y al gallardo prí­ncipe le salió papada; al rey se le abolló la corona y a la reina se le cayeron los dientes.

La única que se levantó y aplaudió fue la bruja. 

Pero sus aplausos eran peores que la música del violí­n malvado. A cada palmada de la terrible Viejaruca se caí­a un trozo de pared o un pedazo de techo. La gente escapó despavorida, pero alcanzaron a ver como la bruja se montaba en su escoba voladora y se marchaba riendo a carcajadas mientras el teatro terminaba de desplomarse.

Nunca se supo por qué la bruja Viejaruca les habí­a hecho aquello: ¿Por pura maldad o por venganza, por encargo de una potencia enemiga o simplemente porque odiaba la música ¦?

El caso es que el rey mandó capturar al violí­n y ordenó que lo rompiesen a hachazos y quemaran sus restos en la plaza pública.

Toda la ciudad acudió a la ejecución de la sentencia. 

Y esta vez no faltó nadie: el alcalde, que se habí­a quedado bizco desde el maldito concierto y la alcaldesa, que desde ese dí­a padecí­a hipo, el rey de la corona abollada y la reina sin dientes, el prí­ncipe con papada y la princesa con granos, los duques corcovados y las condesas de pelo blanco, los ricos calvos y las famosas con arrugas ¦ Además de todos los que habí­an escapado a la desgracia, porque no cupieron en el teatro, pero que ahora sí­ cabí­an en la plaza. 

Todos querí­an venganza. Todos querí­an ver el final del violí­n malvado.

Y llegó el verdugo.

Se llamaba Cadalso Fatal. Era musculoso y malencarado, tení­a pelos en la lengua, olor a pies y una cicatriz, ancha y profunda como un hachazo, que le partí­a en dos la cara. 

Cadalso Fatal miró a la concurrencia con un ojo y al violí­n con el otro, sonrió con sus colmillos amarillos y se frotó las manos poderosas. Los espectadores se echaron a temblar ¦ pero se tranquilizaron enseguida pensando que era el violí­n Strafalarius, y no ellos, quien recibirí­a los bestiales hachazos. Y entonces los asistentes también sonrieron, porque el espantoso verdugo era idóneo para ejecutar la venganza de todos sobre el violí­n malvado.

En medio de un silencio reverencial, el musculoso verdugo levantó su hacha de bronce y descargó un golpe colosal sobre violí­n. El hacha se melló y el violí­n no sufrió ni un arañazo. 

El musculoso y malencarado verdugo levantó esta vez su hacha de hierro y descargó un golpe fenomenal sobre violí­n. El hacha se melló, pero al violí­n no se le rompió ni una cuerda. 

El musculoso, malencarado y enfurecido verdugo levantó finalmente su hacha de acero inoxidable y descargó un golpe descomunal sobre violí­n. El hacha se melló, y al violí­n no solo no le ocurrió nada, sino que dejó escapar un chorro de notas que rompieron todos los vidrios de la plaza.

Entonces el rey y el alcalde comprendieron que el malvado violí­n estaba invenciblemente embrujado. Y temiendo una catástrofe de consecuencias irreparables impidieron al verdugo descargar con ira titánica su hacha de titanio sobre el peligroso instrumento.

Fue ese dí­a que decidieron encerrarlos: al violí­n de cuerdas de plata en una caja de cristal blindado del que no puede escaparse ni siquiera una nota musical, y al arco de crin de unicornio en un pozo relleno de piedras, rodeado por un bosque de espinos y custodiado por serpientes venenosas, alacranes ponzoñosos y arañas pavorosas. 

Hasta hoy el violí­n ha permanecido en su prisión de cristal y el arco sigue bien enterrado. 

Hasta hoy ¦