Ilustración de Maurice Leloir para 'Los tres mosqueteros', de Alejandro Dumas. Parí­s,1894.
  • Ilustración de Maurice Leloir para 'Los tres mosqueteros', de Alejandro Dumas. Parí­s,1894.

Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas

Chely Lima

Creo que es admirable que una novela histórica escrita y publicada en la Francia de 1844 haya conservado intacta su eficacia hasta el punto de apasionar a un lector infantil que nació en la segunda mitad del siglo XX. 

Y no solo apasionar. Hablo de un libro que me aportó sabidurí­a a la edad en que mi más satisfactorio roce social provení­a de mis osos de peluche. Que aguijoneó mi imaginación, flexibilizó mi capacidad de entender los conceptos del bien y el mal, y me enriqueció con incontables dí­as y noches de lectura y relecturas.

Los tres mosqueteros era más que un tí­tulo en la biblioteca de mis padres. Gracias a su intervención en mi esfera personal, me hirieron menos la paranoia de mis adultos, las carencias materiales, la rigidez moral y la pobreza espiritual en las que nos debatí­amos en la Cuba de entonces, porque yo, niña introvertida, solitaria y cautelosa, pude refugiarme entre las chispeantes páginas de Dumas, repetir sus diálogos fáciles y dinámicos, y convivir con sus personajes capaces de arriesgar todo sin pensarlo dos veces. En tanto el mundo real convulsionaba y se caí­a a pedazos, aquel libro me daba cobijo para sobrevivir a la espera de tiempos mejores.

Y no solo fue un refugio. Me puso en contacto con un microcosmos extraordinario, lleno de relaciones complejas y a veces contradictorias. Me introdujo en las delicias de la amistad y el compañerismo incondicional, de la osadí­a imprescindible para enfrentar el peligro en cualquier época o latitud. Me ayudó a entender que los que están del otro lado no son necesariamente malos, porque hallarse en un bando es casi siempre una cuestión de circunstancias y no de elección. Me habló del dolor por la muerte de un ser querido, del amor que va más allá de los barrotes del matrimonio sin amor, y de la astucia que necesitan tener los sojuzgados para arreglárselas allí­ donde nunca se les hará justicia. También me enseñó que las mujeres la tení­amos muy difí­cil en un sistema de cosas que les prohí­be cuanto se le permite y celebra al varón, de ahí­ que, aunque siga amando a D ™Artagnan y sus leales compañeros, compadezca y admire hasta cierto punto a Milady de Winter, la feroz asesina. Todo lo cual me ayudó a entender e interiorizar que nos movemos en un universo donde no existen ni el blanco ni el negro, sino una infinita gama de grises, y ha contribuido a mantenerme a flote en las revueltas aguas de una época en la que ya no basta con emprender un duelo a punta de espada en las esquinas.