Ilustración de cubierta de 'Le tigre dans la vitrine', de Alki Zei, Syros, Francia, 2009.
  • Ilustración de cubierta de 'Le tigre dans la vitrine', de Alki Zei, Syros, Francia, 2009.

El tigre saltó de la vitrina

Daisy Valls

En El tigre en la vitrina, la autora ateniense Alki Zei, que pasó su niñez en la isla de Samos, lugar donde se desarrolla la acción, no solo recrea el paisaje y belleza de ésta y de sus aguas, en un ejemplo descriptivo de cualidades citadinas y marítimas, sino que va más allá, hasta hacer que se encuentren la anécdota contemporánea con el momento de mayor esplendor de la cultura jónica y del mundo mitológico de los griegos. Tarea nada fácil relacionar la Grecia de 1936 con la antigüedad clásica que le sirve de sustento cultural y base de comparación. Justamente por el sentido de enunciación generalizadora que tiene todo mito, este puede convertirse en símbolo de alcance ilimitado, y la autora ha podido manejarlo arquetípicamente, haciendo posible destacar mediante su empleo, la acción positiva del hombre en su lucha contra la naturaleza o en la búsqueda de una mayor realización desde el punto de vista social. 

No en balde aparecen a lo largo de la lectura las referencias a distintos mitos, pero el primero es el de Ícaro, quien volando se aproximó al sol y --derretidas sus alas de cera-- cayó al mar que después llevó su nombre, donde se encuentra la isla de Samos. Al final de la novela, y como un ciclo que cierra tras un sinnúmero de peripecias, el revolucionario Nikos, socorrido por la historia del tigre en la vitrina, se va por el mar a echar suerte en favor de la España republicana. Es el nuevo Ícaro que persigue un ideal nuevo también, que no va al sol, sino a otras tierras, y que no caerá al mar porque las aguas le sirven como medio para ascender a un nuevo estadio humano, porque no lleva alas de cera y porque su meta es realmente alcanzable.

Y es que en la novela se recrea un fragmento de la historia de la Grecia más cercana. En su primer capítulo se sitúa el inicio del tiempo fabular (“estamos en enero de 1936”), y en el entramado se van estableciendo nexos con diferentes momentos del país y sus vínculos con los puntos nodales en el extranjero. En lo interno están las referencias al germanófilo rey Constantino I; al antifascista y protector de las artes (el nuevo Pericles) Venizelos, a quien la gran Isadora Duncan tantas gestiones en favor de su escuela agradeció; a la dictadura filonazista de Metaxas y a las luchas opositoras del frente popular, movimiento en el que se insertaron obreros y estudiantes en protesta contra la institucionalización de las prácticas hitlerianas. En el contexto internacional están las expresiones contra el Führer y a favor de la ayuda que necesitaba la España en armas. Nada más y nada menos que todo un recorrido sociopolítico en unas 150 páginas.

Ahora bien, no por ello hay que pensar que estamos ante un libro cuya balanza se inclina hacia los planos históricos o políticos. Nada de eso, que deliciosamente estos asuntos quedan imbricados en la fabulación literaria, hilvanados de forma natural, en un entrecruzamiento de lo real con lo imaginativo, de la “verdad” con la fantasía, de lo mítico con lo que no deja lugar a dudas. Y de modo tal que se amplían las resonancias y repercusiones en el plano artístico. Por eso, en la aventura los niños protagonistas pueden pasar sin darse cuenta --y casi sin que el lector pueda delimitarlo tampoco--, del encuentro solaz en el bosque al auxilio del personaje perseguido; de los paseos en el barril “Arión” por el mar Egeo a la cooperación clandestina; del sentido de rebeldía propio de la edad a la disciplina consciente de quien actúa a sabiendas de lo que puede costar un desliz. Inadvertidamente, y gracias a ello sin perder la ingenuidad y la inocencia (aunque al final han podido percatarse de muchas intencionalidades), los niños transitan del juego hacia la actividad política. O mejor: pueden desarrollar una seria actividad política como si estuvieran jugando y hasta cuando realmente juegan.

Llegamos ahora a lo que considero la clave de mayor eficacia en la novela, es decir, su carácter lúdicro que se acentúa en dos direcciones fundamentales: la invención del cuento sobre el tigre que “un día tenía el ojo azul abierto y el negro dormía; otro día miraba con el negro y el azul estaba cerrado” (intercambio de buenas y malas cualidades), y sus variantes de acuerdo con los cambios circunstanciales que tienen lugar en la acción; y las fórmulas lexicales repetidas como leitmotiv (“trismuy, conmuy”). 

La naturaleza diáfana de la protagonista-narradora, su delineamiento psicológico como personaje positivo, no impiden --quizás porque Alki Zei logra explotar al máximo sus ocho años-- la aparición de elementos satíricos, irónicos y hasta burlescos, que son la expresión de diferentes matices de comicidad en la obra, como reultado de unir la problemática real con la envoltura de lo fantasioso. Ver, si no, estos ejemplos: que la gata se llame Democracia, lo cual puede traerles problemas en este tiempo de dictadura (“Democracia había desaparecido… ”); que el director jefe del padre se llame Pericles, en una oposición entre este personaje del presente y la gran figura de la antigüedad; que se bautice un oso, en un afán de perpetuidad, con el nombre de Platón, porque este nombre lleva la letra omega, porque los libros que los falangistas quemaron en la plaza quedaron dispuestos en la forma de dicha letra, y porque el nombre de Platón en el estante del abuelo también fue llevado a la bárbara hoguera; que se empleen apodos como el del fascista Amstramdam Pipikiram extraído de una cancioncita, porque siempre estaba hablando de Amsterdam, ciudad donde nunca había estado. Así también la referencia a los diez mandamientos o el uso de dichos y refranes, entre otros.

La comicidad y el carácter lúdicro están de tal manera organizados que llegan a constituir una fórmula para revelar aspectos ocultos cuya aparición mueve a las asociaciones y, por tanto, a la reflexión. Se trata de conjuntos (realidad y fantasía, lo verdadero y lo falso, etcétera), que puestos a actuar en un mismo campo, se amplían semánticamente y alcanzan en el contacto una mayor trascendencia. De ahí que, por la naturaleza de los elementos que se relacionan, en esta novela, la comicidad y lo lúdrico pueden llegar a tener un carácter social. En el plano ligüístico la autora demuestra una conciencia cerrada de cada capítulo, así como acierto en la selección de los títulos de estos, chispeantes al tiempo que descriptivos. También demuestra la eficacia del manejo verbal en la construcción de la imagen artística, conservando la pureza esencial del estilo en una forma amena de contar que va despertando el interés por leer.

¿Es esta una novela de aventuras? ¿Es clasificable por el tratamiento de las actitudes políticas, monárquico-fascistas o democrático-revolucionarias de los personajes? ¿Podría pensarse en una gran crónica del año 1936? Las peripecias llenas de aparentes casualidades y contingencias por las que en ocasiones se pone en peligro a los niños, el riesgo que comporta cada paso de pequeños y mayores, contribuyen en mucho a la intriga y a la acción. Mostrar la historia teniendo en cuenta el ordenamiento temporal de los hechos, le da un carácter de presente anclado en el pasado con proyecciones hacia el futuro. Pero en la novela hay mucho más que la agradable aventura o el adecuado tratamiento del tiempo-espacio. Por la valoración artística de la realidad y por la manera de organizar el material, que permite sencillez y riqueza estilística; por la información que ofrece en diferentes planos; por las relaciones de diálogo que tienen los niños y la huella que dejan estas en la emotividad; por la simultaneidad que brinda el sistema de asociaciones; porque las francas humoradas no han perdido la frescura; por la magia, en fin, y porque lo extraordinario oculto en un momento de revelación logra el efecto de la maravilla y el asombro, El tigre en la vitrina eleva su potencia de seducción, traspasa los lindes juveniles y logra el enclave también entre los que han alcanzado la mayoría de edad.