Javier Villafañe.
  • Javier Villafañe.

Cien retablos Villafañe

Norge Espinosa

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Algo me hace pensar que de poder estar celebrando ahora mismo sus cien años, Javier Villafañe (1909-1996) se negarí­a rotundamente a comportarse según el papel aburrido del anciano al que se le tributa un homenaje. Así­ como en La Habana se negó a recibir honores vestido de frac, insistiendo en no despojarse de su overol sempiterno, creo que preferirí­a beber un vaso de vino (que espero lo haya en esta celebración) antes que sentarse a recibir elogios y memorias que lo harí­an sentirse terriblemente viejo. Como sus personajes, Javier Villafañe negaba el tiempo para obrar desde el juego: suerte de milagro alcanzado mediante sus ejercicios como titiritero y su calidad poética. Esas armas le conceden, hoy, el privilegio de ser uno de los más inquietos nombres no solo de la tradición titiritera hispanoamericana, sino de todo el orbe, en el cual siguen representándose obras que él firmó hace ya más de sesenta años.

¿Por qué Javier y no otro de sus colegas? ¿Por qué ha logrado él esa permanencia ajena a los discursos y las academias? ¿Por qué, si no estableció nunca un teatro fijo, no escribió densos tratados sobre el arte de los retablos ni se imaginó como una cátedra, sigue siendo un cardinal irremplazable, al que deben hacer sitio creadores que, haciendo todo lo demás, lo reconocen como un maestro irremplazable? ¿Por qué este argentino, nacido el 24 de junio de 1909 (aunque tantos libros insistan en demorar un año más su llegada al mundo), ha logrado ese estatus, que hoy nos hace imposible el recordarlo mansamente?

Acaso sea porque Javier mantuvo una consecuente actitud como ser humano a lo largo de su vida, rechazando aquello que pudiera congelarlo más allá de toda experiencia vital. Sus dotes poéticas, su capacidad como fabulista, su pasión por la aventura, las mujeres, los retablos, el mundo como posibilidad de hallazgos infinita, lo destacan en un margen que lo hace inimitable. Desde 1933, aquel niño que a sus cinco años ya improvisaba tí­teres con medias, arrastrando al juego a sus dos hermanos, se anunciaba como un ser excepcional, a la manera de Lorca en sus primeros años en los cuales también lo sedujo el encanto de las figuras animadas. La diversión doméstica se fue mezclando a una presencia pública que lo hizo darse a conocer como autor de versos y lo llevó al conocimiento de varios artistas de aquel Buenos Aires de los años 30, en el que junto a Juan Pedro Ramos se echó a andar en la famosa carreta La Andariega.

Todo está mitificado ya: poeta al fin y al cabo, las andanzas de La Andariega por la geografí­a argentina y un poco más allá han sido reinventadas desde la fabulosa imaginación de Javier. En su caso, y eso es también un elemento que podrí­a justificar el porqué de su atractivo y permanencia, el ensueño, el delirio, la magia y la vida están unidas de un modo en el que disolverlos resulta imposible. Javier Villafañe creó un personaje fabuloso que tuvo como álter ego a su escudero: maese Trotamundos. í‰l mismo era ese personaje: a través de poemas, cartas, cuentos, entrevistas, apariciones y libros, la biografí­a de ese Javier titiritero y poeta rescata y dilata lo que el hombre real fue. Y no se trata de creer en tal cosa como una máscara: ambos se complementan creativamente, y la grandeza e ingenio de Villafañe también puede calibrarse a partir de ese prodigioso desdoblamiento.

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Definir la biografí­a de un titiritero trashumante es cosa harto difí­cil. Se dice que la presencia de Federico Garcí­a Lorca en la capital argentina durante 1934 fue esencial en la toma de decisiones que el joven Javier Villafañe alzó a favor de los tí­teres. En Buenos Aires, Lorca fue aplaudido intensamente a partir, sobre todo, de sus éxitos como dramaturgo. Si en La Habana, ese otro punto de Latinoamérica donde pervive un fervor hacia su obra que no parece acabarse, su éxito dependió de la calidad de sus poemas y de su encanto como conferenciante, los bonaerenses no escatimaron aplausos ante Bodas de sangre, La zapatera prodigiosa o su adaptación de La dama boba, de Lope de Vega, que alcanzó doscientas representaciones bajo el tí­tulo de La niña boba.

En la madrugada del 26 de marzo, poco antes de su partida, Lorca hizo a los argentinos un regalo que los cubanos podemos envidiarle: una función de tí­teres compuesta por Los dos habladores, entremés atribuido a Cervantes, la primera escena de las Euménides de Esquilo y el tan anhelado estreno del Retablillo de don Cristóbal y doña Rosita, que se anunciaba escrito expresamente para esta representación, aunque en verdad el material ya existí­a y Lorca se habí­a dedicado a refundirlo y retrabajarlo. Esa función, como la brindada en 1923 por el poeta para el cumpleaños de su hermana Isabel en Granada, ha devenido un mito. Su éxito contaminó a los presentes, y lo que prometí­a ser solo una perla final, entendida como regocijo y no otra cosa, dignificó a la figura animada ante un público selecto, activando en algunos de ellos un respeto real hacia los tí­teres.

Aunque en la biografí­a exhaustiva que Ian Gibson elaboró sobre Lorca no se le menciona entre los miembros de aquel auditorio, se asegura en otras fuentes que Villafañe presenció la representación, siendo uno de los definitivamente hechizados. Se recuerdan, sin embargo, los nombres de Pablo Neruda, Oliverio Girondo, Norah Lange y Pablo Suero. Habrá que creer a Villafañe, porque diversas razones le asisten, entre ellas el testimonio brindado al respecto a Héctor di Mauro. Y entre otras cosas porque no deja de ser un hecho indudable que la raí­z poética de sus creaciones para tí­teres no niegan el influjo lorquiano. Podrí­a establecerse sin demasiado recelo una ilación concreta entre los recursos lí­ricos y el desenfado gozoso del Cristobita de Lorca con varios personajes del propio Villafañe. Roberto Fernández Acosta, director cubano que ha representado en numerosas ocasiones obras del argentino, ha hablado en una reciente entrevista sobre ese elemento, y afirma:

Villafañe va a seguir vivo durante muchos años, porque es un verdadero autor titiritero. El sí­ tení­a un verdadero espí­ritu titiritero, ganado mediante su poder de observación, su trabajo de tantos años. Es como un Lorca titiritero, como un desprendimiento de Lorca.

Tanto para uno como para otro la esencia poética del tí­tere quedó realzada en su posibilidad lúdica, y ello hace que sus textos continúen siendo eficaces. Una esencia poética, justo es aclararlo, que rehuí­a juiciosamente de lo lí­rico como cliché. Así­ como a Lorca le fascinaba el acento popular y desparpajado de los tí­teres ambulantes que vio en su infancia, a Javier le atraí­a el tipo de funciones que Dante S. Verzura mantuvo en el Zoológico de Buenos Aires o la herencia de los puppi sicilianos que descubrió a través de un matrimonio de titiriteros italianos radicados en aquella ciudad por los dí­as de su infancia. Esto añade un valor a sus textos; amén de ser útiles y provechosos para funciones en escuelas, al aire libre o salas sin demasiadas exigencias técnicas, la palabra posee en ellos un valor perdurable, que los hace dignos de ser leí­dos más allá del gozo de la representación viva. Baste recordar El caballero de la mano de fuego para comprender cómo el poeta que es Villafañe supo aprovechar las cualidades del romance español en función titiritera. Que lo diga, por ejemplo, este parlamento de Trenzas de Oro:

Soñaba anoche, soñaba ¦
Que un caballero veí­a,
Montado en caballo blanco
Cruzando la serraní­a.
Al pasar bajo un laurel
Oyó que un Grillo decí­a:
-En el castillo del Brujo
hay una niña cautiva. 
Ya se baja del caballo,
Ya lo lleva de la brida,
Ya se detiene y escucha
Bajo una rama florida.
-Vamos, vamos, Caballero,
a libertar a la niña .
Vuelve a trotar el caballo,
Sube por la cuesta arriba,
Canta el Grillo y en su canto
Al caballero decí­a:
-Otro galope y llegamos ¦
Allá, en aquella colina ¦ 
¿Por qué una ronda de gallos
vino a despertar el dí­a?
¡Sólo en un sueño, soñando
veré florecer la dicha!

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Establecer un seguimiento de las representaciones que se han ido sucediendo en Cuba a partir de textos firmados por Javier Villafañe es empresa casi imposible. Son tantas las recurrencias a su teatro a lo largo de los años, por compañí­as y artistas tan diversos, que siempre quedará alguna en el olvido, y quién sabe si no de manera muy injusta. La difusión de sus piezas, algunas a través de ediciones con fines escolares, y otras de mano en mano, lo convierten en una presencia recurrente a partir, sobre todo, de los años 40. Coincidiendo con la apertura de un nuevo tiempo para el teatro de intenciones modernas en Cuba, el arte del retablo que tanto Javier impulsaba despertó a través de acciones dispersas, que hallaron en sus producciones algo de ese aire de modernidad que tanto se procuraba, fuera del eco pedagógico o simplemente didáctico de los textos a mano. Villafañe, que recelaba de la moraleja dictada como receta, vino a revolver en la memoria de algunos de esos jóvenes que empezaban a labrar otra imagen del teatro en Cuba los ecos de las representaciones populares que, por ejemplo, los Hermanos Camejo disfrutaron en su niñez.

Desde los primeros momentos, con la intuición que los caracterizó, los Camejo apelaron a las piezas esenciales de Villafañe. Llegarí­an a cartearse con él, procurando información y referencias que eran necesarias en la medida en que sus motivaciones hacia el arte de la figura animada se convertí­an en verdadera especialización profesional. En 1950 -debutan  Carucha y Pepe con obras como La Caperucita Roja, en versión de Modesto Centeno, pero el éxito les permite estrenar Chinito Palanqueta, del mismo autor, La farsa de la tinaja, Comino y Pimienta vencen al diablo y, sí­, tí­tulos de Villafañe. Pepe Carril, que se les unirí­a tras haber fundado el Guiñol de Oriente, ya habí­a presentada su propia versión de La calle de los fantasmas, la obra que, sin duda alguna, bate todos los récords de representaciones en el catálogo titiritero latinoamericano. En 1952, al recomponerse como grupo eminentemente titiritero, La Carreta, fundado en 1948 por Dora Carvajal, apela también al repertorio villafanesco, que será uno de los puntales del quehacer del Guiñol de Cuba, lidereado por los Camejo y Carril, en la salita del Palacio de Bellas Artes a partir de 1956. En ese empeño, hacen coexistir la gracia del argentino con autores nacionales que se acercan al retablo: junto a El soldadito de guardia esa programación incluí­a, además, El gato con botas, en adaptación de Dysis Guira; Los dos leñadores, revisada por Centeno; El vago señor Chun Min, de Fermí­n Borges; La tiza mágica, de Clara Ronay, o La Cenicienta, de Germán Berdiales.

Aunque no tirada por la célebre yegua La Guincha o sus sucesoras, sino por eljeep de Pepe Camejo, los inquietos titiriteros tendrí­an su propia versión de La Andariega, con la cual, siendo fieles al espí­ritu de Javier, hicieron funciones en cuanta escuela, parque, plaza o local disponible se les ofreciera. Esta empresa se mantuvo hasta entrado el perí­odo revolucionario, y solo recesó tras 1964, cuando el ya nombrado Teatro Nacional de Guiñol se asienta en la salita del Focsa. Pero allí­ también, en ese mismo año, representarí­an La calle de los fantasmas y El soldadito de guardia. Una prueba del respeto y el diálogo que sostení­an con Javier Villafañe los Camejo y Carril consiste en el proyecto que enví­an en un temprano 1960, solicitando al Departamento de Teatro Infantil del Municipio de La Habana y al INIT el apoyo para la celebración del I Festival de Teatro de Tí­teres, cuya figura central invitada serí­a el maese argentino. El proyecto no obtuvo, hasta donde sé, respuesta concreta. Y en cuanto a la visita de Villafañe a Cuba, se postergarí­a hasta 1975. Pero de eso podremos hablar más tarde.

Claro está que un repertorio tan amplio y eficaz como el de este autor no era exclusividad de nadie. En el fervor artí­stico de la primera década revolucionaria, se le representa con intensidad. El Teatro de Muñecos de La Habana, dirigido por Roberto Fernández, anuncia El soldadito de guardia. Junto a Carril, tras el arribo habanero de ese creador holguinero, el propio Roberto habí­a hecho representaciones de textos de Javier en iglesias, escuelas, durante los inicios de los años 50. En 1960 vuelve a reaparecer La Carreta, y el domingo 23 de octubre representaban como programa inaugural de su nueva estación la infaltable Calle de los fantasmas y El soldadito de guardia. Los muñecos fueron diseñados por Sergio Nicols y Miguel Navarro compartió con Ana Lasalle y otros colegas la animación de las figuras.

Así­ como en 1963 ya el Teatro Papalote, en Matanzas, anuncia textos de Villafañe, el nombre del titiritero se extendió a todos los guiñoles fundados a partir de 1962 por el núcleo de los Camejo y Carril, que dejaron un repertorio base en cada provincia donde establecieron una agrupación de este tipo. En Santa Clara, Camagüey, Pinar del Rí­o y Santiago de Cuba, Villafañe dejarí­a una impronta que todaví­a perdura. La falta de un seguimiento preciso a todos esos montajes, la ausencia de una cuidadosa revisión de los repertorios de los grupos, impide una enumeración cabal de todos esos espectáculos. Lo cierto es que, a ratos más visible y otras veces no tan localizable, la palabra y el goce titiritero de Villafañe superó momentos difí­ciles del arte teatral cubano durante los fines de los 60 y los años 70, en los que se impuso una visión moralizante y de carga didáctica mucho mayor. El Diablo, según la concepción del argentino, avispado, malicioso y simpático, tendrí­a que arreglárselas para vencer algunos recelos, pero no pudo alejársele de los retablos. Así­, por ejemplo, en esta década Pedro Valdés Piña dirige para el Guiñol de Mayabeque una emotiva versión de El casamiento de doña Rana.

En 1975, cuando empiezan a regresar a los grupos teatrales algunos de los artistas que fueron alejados de esos núcleos bajo los impulsos nefastos de la parametración, Villafañe comienza a tener otra vida en esos retablos. Roberto Fernández devuelve su nombre al Teatro Nacional de Guiñol, creando un espectáculo para espacios al aire libre titulado La Andariega. En 1986, Armando Morales dará impulso a la labor del titiritero en trabajos unipersonales con su exitoso Chí­mpete Chámpata. Vale la pena hacer un alto aquí­, para señalar en Morales un heredero singular de la tradición preservada y alentada por Villafañe. En su concepción del titiritero como juglar ambulante, orlado por una carga poética que le permite dialogar con el público y avivar los caracteres de sus figuras, Morales ha logrado establecer una imagen que, no solo en su obra sino también en varios de sus discí­pulos, no permite que Javier sea entre nosotros una vaga nota al pie, sino una esencia perdurable y progresiva.

En 1977 Eddy Socorro anunciaba en Teatro Papalote Juancito y los fantasmas, versión de ya saben ustedes qué otro tí­tulo. Era uno de los montajes que, tras el paso de Villafañe por Cuba, mantení­a el interés hacia sus clásicos. La década del 80, el 90 y nuestro presente, estarí­a también bajo su influjo. Pero valdrí­a detenerse en el acontecimiento que, sin duda alguna, fue la visita del maese a la Isla.

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Probablemente el mejor registro de ese acontecimiento se pueda localizar en el número 24 de la revista Conjunto, dirigida en esas fechas aún por su fundador, el guatemalteco Manuel Galich. La presencia de Javier activó una idea no consumada antes, aunque la publicación hubiese insertado en sus páginas textos y artí­culos sobre el devenir de los tí­teres en Latinoamérica, como el firmado por Carucha Camejo en el temprano número 2 de 1964. Los aires eran otros, sin embargo, y en ese número, el nombre de Carucha y sus colegas desaparecí­an en un extraño vací­o. Alejados por la polí­tica parametradora de sus funciones, no pudieron acercarse al maese argentino, que vení­a a desempeñarse como jurado del Premio Casa, pero también con sus figuras. En el célebre documental Vamos a andar por Casa puede vérsele, por unos instantes, entre los amigos de todo el mundo que caminaron por esa institución.

Cuenta la revista, mediante un artí­culo firmado por Wichy Guerra, que Villafañe tuvo varios encuentros con los niños en la Biblioteca José Martí­, donde ha de haber causado alguna conmoción al entrar con su overol y su maleta de tí­teres. Tras un primer diálogo a manera de charla, regresó dos semanas después para improvisar una función ante los pioneros cubanos, a los que narró "Los sueños del sapo" antes de representar Chí­mpete Chámpata y La calle de los fantasmas. También llegó con estos personajes al Teatro Nacional de Guiñol.

El periplo cubano se extendió hasta Oriente, llevándolo a conocer el Palacio de Pioneros de Santiago de Cuba. Confesaba el titiritero que en esa zona del paí­s era donde más se habí­a emocionado. Qué secretas aventuras se esconden tras esa revelación, es algo que el articulista no refiere. El resto de la publicación contiene miradas al quehacer para niños en otras zonas de Latinoamérica, incluye el texto de La calle de los fantasmas, y obras del propio Galich, el cubano Rómulo Loredo y el mexicano Carlos José Reyes. También contiene testimonios sobre el taller infantil de Teatro Estudio y deja ver para el lector curioso ejemplos del adoctrinamiento polí­tico que una voluntad en exceso didáctica quiso imponer a los infantes de aquel tiempo. Un pionero de once años, al elogiar a Villafañe, no tiene reparos en comparar sus ideas con las del propio Carlos Marx, mediante frase que parece enteramente ajena a la mente infantil. No olvidemos que fue ese el año del Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba.

Pedro Valdés Piña estuvo cerca de Villafañe en aquella visita, orientándolo por algunos parajes y ayudándolo a construir un retablo provisional para sus funciones. De los colegas criollos que hubieran podido dialogar con él intensamente en esa posibilidad excepcional que acabarí­a siendo su único contacto fí­sico con los cubanos, Armando Morales obtuvo una cercaní­a al parecer más concreta, como ha revelado en un texto suyo, editado años más tarde, en 1996, por el boletí­n La Mojiganga. En -De tí­teres y titiriteros, breve historia , Morales nos relata:

La noche de la entrega de los premios Casa, nos encontramos el admirado titiritero y su titiritero admirador en una larga y sabrosa conversación donde se habló de todo ¦ incluyendo a los tí­teres. Al final, acepté el reto de emular con el maese argentino que, acompañándose únicamente de sus muñecos, ofrecí­a sus representaciones en calles, caminos, plazas y en cuanto espacio pudieran enfrentarse espectador y titiritero. El primero de abril de 1980 estrenaba El pí­caro burlado o Chí­mpete chámpata, precisamente en la Casa de las Américas, iniciándome y siguiendo las huellas del titiritero impar y a partir de ese dí­a, Chí­mpete chámpata me ha acompañado a Italia, España, Ghana, México, Perú, Venezuela, Argentina y el archipiélago cubano saboreando a la sombra protectora del frondoso árbol Villafañe sus deliciosos frutos.

Es de esa comunión intensa, de ese compartir una vivencia como hermandad y aprendizaje, que brota la herencia titiritera, capaz de extenderse más allá de los tecnicismos de una escuela para pervivir como savia popular, absorbida mediante la observación, la transmisión de una sabidurí­a entendida como práctica y comunicación, que no solo como conocimiento frí­o. Si Lorca fue para Villafañe estí­mulo y reto, el propio Villafañe obrarí­a del mismo modo ante tantos discí­pulos que hoy, como Morales, continúan dilatando su presencia ante los más inimaginados públicos.

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De los 80 hasta acá se multiplican los montajes de Villafañe en Cuba. La explosión de unipersonales que la crisis de los 90 tuvo entre sus posibles notas a favor, activó en no pocos el interés por el siempre agradecido público infantil, y renovó el concepto del titiritero ambulante, capaz de cargar con su retablo a los lugares más alejados para ofrecer una humilde representación. En 1995 el Festival del Monólogo y Unipersonales acogió a Luis Enrique Chacón, joven titiritero que bajo la guí­a de Pedro Valdés Piña y Martha Dí­az Farré deslumbró con su propia versión de Chí­mpete chámpata, renombrada El panadero y el diablo. Chacón, años después, al frente de su grupo La Estrella Azul, también incorporarí­a a su repertorio Los pí­caros burlados y El vendedor de globos. Armando Morales monta para el Guiñol de Guantánamo La calle de los fantasmas, mientras que el colectivo Andante, de Bayamo, propone La ópera de los fantasmas.

Sobre la siempre eficaz fábula que centralizan Juanito y Marí­a, Teatro de las Estaciones, al mezclarla con El casamiento de doña Rana en el 2000 bajo el tí­tulo de El gorro color de cielo, rindió tributo a su autor, invitado en 1996 al segundo Taller Internacional de Teatro de Tí­teres, al que solo la muerte le impidió acudir. Roberto Fernández Acosta, en el 2001, también apela a una suerte de collage para unificar El caballero de la mano de fuego con La infanta que quiso tener los ojos verdes, del cubano Eduardo Manet, con diseño escenográfico de Jesús Ruiz para el Teatro Nacional de Guiñol. En el 2002, el Guiñol de Holguí­n retoma La calle de los fantasmas, ahora en un concepto de formato mayor y apoyado en técnicas como la luz negra, para ganar los más importantes lauros de su especialidad en el Festival de Camagüey. La misma pieza fue llevada a los escenarios por el Guiñol de Santiago de Cuba, con dirección de Rafael Meléndez. Entre todas estas puestas, gana el Premio Villanueva de la Crí­tica el Proyecto Retablo, asentado en Cienfuegos bajo la guí­a de Panait Villalvilla con una delirante y risueña versión de La calle de los fantasmas, rebautizada como Si yo te contara, que demostró que nuevas aproximaciones a los clásicos, si la esencia del texto original es respetada en su espí­ritu, revivifican dignamente toda memoria.

En fechas ya muy recientes, vale mencionarse a Yaqui Saí­z, que rescata con sus dotes de excelente titiritera la gracia de El pí­caro burlado. Y en Sancti Spiritus, Paquelé da vida a las figuras de Fausto. Lástima es que las piezas para un público ya adulto, en las que Javier seguí­a siendo el poeta seguro de las otras piezas, pero demostraba que no se le incapacitaba la mano para retratar al ser humano desde esa metáfora penetrante que puede ser el tí­tere, no hayan sido tan representadas en la Isla. Por estos dí­as, leyendo varios textos para escribir estos párrafos, redescubrí­ El fantasma, un ejemplo vivaz del mejor Villafañe, que en solo unas escenas, un decorado único y apenas tres personajes, describe lo que los seres humanos adultos suelen hacer cuando el Diablo los sabe tentados. Sea ese un capí­tulo por venir en este mirar, y querer intenso, a la obra de un nombre mayor.

Nos dejó la promesa de un retorno que la vida no le permitió cumplir. Pero ¿cómo describir y fijar en términos tradicionales la vida de un titiritero? La vida de un hombre que se reinventa como personaje mí­tico, y que toca además a la de sus seres queridos, como hizo con el nombre de Luz Marina Zambrano, hoy su viuda, en la prosa poética que nombró Persona buscada. Aquí­, en La Habana, hizo sentir su risa y su manera de vivir, a través de sus manos convertidas en tí­teres, animando un inmortal Maese Trotamundos. Se calificaba a sí­ mismo -librepensador de barba blanca . También supo, al nombrarse a sí­ mismo, dejarnos una lección de poesí­a y dignidad.

Texto leí­do por su autor durante la Jornada de Homenaje a Javier Villafañe, realizada por Casa de las Américas, en La Habana, el 24 de junio de 2009, con motivo del centenario del natalicio del gran autor y titiritero argentino.