'Con... ¡cierto animal!', de Marí­a del Sol Peralta, ilustraciones de Helena Melo. Bogotá: Alfaguara, 2009.
  • 'Con... ¡cierto animal!', de Marí­a del Sol Peralta, ilustraciones de Helena Melo. Bogotá: Alfaguara, 2009.

La música de las palabras

Marí­a del Sol Peralta

Leer un texto quiere decir convertirlo en sonidos,
en voz alta o en la imaginación, sílaba por sílaba en 
la lectura lenta o a grandes rasgos en la rápida, 
acostumbrada en las culturas altamente tecnológicas.
La escritura nunca puede prescindir de la oralidad. 

Walter J. Ong

A muchos nos da terror el silencio que ofrece un libro sin texto. Es como tener un bebé entre brazos, balbuceando y observando su entorno, pues da la impresión de no entender o escuchar lo que decimos. Desesperados gritamos sin ser oídos: ¿qué hacer?, ¿qué decir?, ¿cómo enfrentar la incómoda situación? Pero, después de un momento desesperanzador, encontramos la solución en nosotros mismos y van reapareciendo palabras y sonidos que, por tanto tiempo, habían estado guardados en nuestra memoria.

Entonces, el vacío se convierte en la mejor herramienta para establecer vínculos afectivos y para explorar nuevos medios de comunicación, emprendiendo un largo camino por los senderos de la tradición oral.

Cantando cuentos

Son los ritmos, las tonalidades y los trazos afectivos que deja la voz humana, los hilos conductores de nuestra esencia e historia. Esto es el sentido real de la palabra: su poder memorístico, su capacidad de divulgación y multiplicación, además de ser una entrada a nuevos mundos y personajes. La oralidad lleva el peso de un patrimonio cultural de sociedades enteras, que abarca tanto la memoria colectiva como la individual.

La información auditiva adquirida en la primera infancia forma parte de un proceso que se convierte en el primer encuentro del niño con lo que, posteriormente, conocerá como texto escrito; antes de las historias impresas, están las frases melódicas y el andar rítmico de los juegos sonoros como los arrullos, rimas, nanas, trabalenguas, etc. Son momentos que solemos recordar con entrañable cariño, pensando en un ser querido arrullándonos entre sus brazos. 

Sin darnos cuenta, de generación en generación, le transmitimos esto a nuestros hijos desde el mismo momento de la gestación pues el oído es el primer sentido en desarrollarse. Sumergimos a los pequeños en el mundo de las sensaciones, donde los ritmos, las melodías y el fraseo de las palabras son los encargados de llevar a cabo su tarea, encantando sus oídos, llevándolos a un viaje lleno de recuerdos y de encuentros emocionales y sensoriales. 

El poder hipnótico y catártico de la palabra también le ofrece a la colectividad un espacio de reconocimiento y esparcimiento, fusionando, a la vez, la tradición oral con la carga musical que esta trae consigo en los rezos, cantos y letanías, entre otras.

A lo largo de la historia, hemos utilizado recursos rítmicos y melódicos para comunicarnos y expresarnos. Para los ancestros, la música era un elemento de comunicación, mas que un medio de recreación, antes de llegar a un lenguaje verbal estructurado. Los antiguos rituales congregaban a la comunidad para que, a través de la escucha, la sociedad recorriera sus huellas culturales y reconociera sus valores e identidad histórica.

Hoy día, para revivir los antiguos cultos y acompañar la labor intuitiva de las madres, existen diversas estrategias culturales llamadas horas del cuento o talleres de sensibilización, donde se asoma una intención predominante: recordar el legado que dejaron las costumbres de las sociedades orales, además de demostrarnos cómo aquellas cadencias que parecían tan etéreas están ahora encargadas de resguardar nuestros propios pasos, por medio de libros llenos de páginas impresas e ilustradas.

La música de las palabras

Y si bien la escritura no puede prescindir de la oralidad, el canto es el primer paso para acercarse a la literatura. Cantar no es un privilegio de virtuosos: es una función natural que proporciona emotividad y otorga una identidad personal. De manera primordial, somos seres sonoros, y la vida misma es un constante fluido de ritmos y contrastes musicales que abarcan todas las posibilidades del sonido.

Todos los elementos de las antiguas costumbres populares se conjugan en un ir y venir de movimientos cuyo significado debemos aprovechar y valorar, teniendo la certeza de que la voz actúa como el hilo conductor que lleva al niño a conocerse a sí mismo y a la realidad que lo rodea. El caminar, los latidos del corazón, las pausas al expresarnos, la risa y los demás gestos corporales mantienen vigente el ritmo personal y la canción que nos pertenece única y exclusivamente a nosotros.

Cuando los niños están expuestos a los diferentes lenguajes musicales y orales, se ven favorecidos espiritualmente, al enriquecer su visión y vivencia cotidiana, absorbiendo de su entorno novedosas experiencias. Los fenómenos que observan les provocan imágenes poéticas: las fugas lingüísticas se acrecientan y se motivan en la canción. Y, sin tener conciencia de ello, lo real se vuelve maravilloso, asequible, cercano, ensoñable, y el acto más sencillo cobra otra dimensión al nombrarlo.

La narración oral, los cuentos y la música son, a su vez, la misma palabra. Pero, aunque para muchos no es considerada como un género literario más, sí es parte del repertorio literario que todos llevamos en la memoria. De esta manera, con diferentes ritmos, silencios y frases melódicas, el niño se involucra por medio del canto y la expresión gestual y corporal.

El sonido de las imágenes

Sin embargo, el evocar sonidos no es sólo privilegio de la literatura o de la música; las imágenes también provocan sonidos que, posteriormente, se convertirán en acentuadas palabras y divertidas melodías.

El tener entre las manos libros sin texto, como los de Helen Oxenbury, Ian Beck y Arnold Lobel, entre muchos otros, hace pensar en la difícil tarea de "leer" sin tener un texto presente. En medio del aparente vacío, el poder recordatorio de la palabra llega como por arte de magia y desempolvamos recuerdos que parecían haberse desvanecido con el tiempo.

A medida que pasamos las páginas, llenamos las ilustraciones con aquello que nos enseñaron años atrás:

Dormíte mi niño, que tengo que hacer, 
lavar los pañales y hacer de comer...

Mientras tanto, los niños nos escuchan y absorben lo escuchado; a medida que las ocurrencias nos van llegando, ellos experimentan, perciben y sienten a través del contacto corporal. Pronto, los sonidos se relacionan con lo cotidiano y las figuras que aparecen en primer plano cobran vida: "Mi casa", "Mi mamá", etc. 

Una vez más, se nos viene a la mente el fuerte vínculo entre lo oral, lo escrito y las relaciones afectivas; las personas, los paisajes y los escenarios que siempre nos han acompañado aparecen casi que por necesidad. Desde lo más profundo, advertimos la voz de aquel que nos habla y escucha a la vez; ese alguien que nos ha conducido a través de la vida, dándonos la oportunidad de sentirnos resguardados y amparados por las vibraciones emitidas por las palabras.

Deleitarse con una canción, un cuento o pensar en las historias que viven detrás de las imágenes produce, entonces, un placer inconfundible. Son evocaciones que nos llevan por misteriosas y peligrosas aventuras, así como nos devuelven al lugar de partida.

Es hora de escuchar lo que el entorno nos dice entre líneas y estar atentos a lo que no se oye, pero que sí emite fuertes sonidos. El enfrentar las viejas remembranzas y reconocernos en ellas, nos da la oportunidad de ampliar y modificar lo que hoy constituye la tradición oral; tradición que la conforman no una, sino miles de voces diferentes, cada una con su propia historia, estilo y tonalidad.