Ilustración de Esperanza Vallejo.
  • Ilustración de Esperanza Vallejo.

¿De dónde son los cantantes? 

Yolanda Reyes

Al leer un artí­culo en el que se comenta la decisión del comité cubano de IBBY de utilizar como criterio de selección para la muestra de autores e ilustradores representativos de su paí­s sólo a los que actualmente residen en la isla, se me ocurrió la pregunta de una popular canción, también cubana, por cierto. Lejos de ahondar en cuestiones polí­ticas o de crear una polémica descontextualizada, ya que ”“es conveniente aclararlo”“ desconozco los pormenores del asunto, el tema me suscitó algunas reflexiones que considero útil compartir con quienes, de una u otra forma, nos interesamos en la literatura infantil, pues pone de manifiesto una cuestión ampliamente discutida: los criterios que entran en juego en la difí­cil tarea de seleccionar quién es quién, no sólo en catálogos y antologí­as, sino en cualquier ámbito de la creación humana. 

En este sentido, la historia está llena de omisiones y en la lista de los excluidos figuran muchos de los creadores que, con el paso del tiempo ”“por lo general, después de su muerte y de la de los contemporáneos que decidieron excluirlos”“ se convirtieron en las figuras representativas de su época, precisamente por su capacidad de hacer rupturas, adelantándose a los cánones de su tiempo y anunciando otras formas de ver, expresar y sentir, aún no vislumbradas para el común de la gente de su generación. Van Gogh en la pintura; Kafka en la literatura o, para ir más lejos en el tiempo, figuras como Galileo, murieron solos, censurados y desilusionados, sin imaginar siquiera que la posteridad les otorgarí­a toda la importancia que sus contemporáneos les negaron. La máxima según la cual “los árboles no dejan ver el bosque” ha sido una de las constantes que caracterizan las elecciones que hacen unos seres humanos de otros en todas las épocas históricas. Y es que resulta particularmente difí­cil lograr visiones panorámicas del “bosque” cuando somos parte de los árboles y estamos inmersos en ese complejo tejido de modas y prejuicios, de modos de ver, de sentir y de existir que caracterizan la “cultura” oficial de cada época, de cada paí­s y de cada gremio particular.

Serí­a ingenuo, por decir lo menos, hablar de objetividad en la esfera de las creaciones culturales. Al siglo que acaba de pasar le debemos el derrumbe completo de ese mito que ya ni siquiera rige para las ciencias todaví­a llamadas “exactas”, pues cada vez se reconoce con mayor certeza que el punto de vista del observador modifica lo observado. El ser humano que mira, ya sea a través de un telescopio, de una cámara sofisticada o de una bibliografí­a, selecciona, elige y descarta en mayor o menor grado. Y, para ir aún más lejos, su forma de mirar no es sólo la suya, pues en ella están presentes, además de lo que sabe y de lo que ignora, “los ojos de su época”, la visión particular de la vida que ”“bueno es reconocerlo”“ no pertenece exclusivamente a cada sujeto, sino que ha sido formada por una larga suma de factores y coordenadas, no sólo provenientes de su tiempo y de su espacio, sino de otros tiempos y de otras geografí­as que se combinan y van originando diversas cosmovisiones. Los argumentos serí­an interminables pero, para nuestro tema, creo que resultan suficientes: El hecho de seleccionar o editar presupone descreer de la objetividad.

Afortunadamente, eso ya parece estar claro en las ciencias humanas, a pesar de los permanentes esfuerzos que hacen los medios de comunicación de masas para hacernos creer que las imágenes que editan a diario constituyen la Verdad, con mayúscula.

Para el caso de los que trabajamos en el estudio y la divulgación de la literatura y el arte, es de suma importancia asumir, de la manera más responsable, más consciente y más humilde posible el carácter subjetivo y particular de nuestras materias de estudio, no con el fin de invalidarlas, ni mucho menos, sino, por el contrario, con el propósito de enmarcarlas en un ejercicio de responsabilidad y de autocrí­tica en el que se hagan explí­citos para el público, tanto los criterios y el marco teórico que subyacen a una determinada selección, como la responsabilidad sobre los aciertos y los posibles errores derivados de dicha selección, advirtiendo de antemano sobre las carencias que cada enfoque conlleva.

Pero, además de esa actitud alerta y reflexiva por parte del “observador”, la incierta frontera entre la aceptación de la subjetividad y el ejercicio del subjetivismo puede allanarse haciendo uso de las herramientas propias de la materia de estudio especí­fica; es decir, de la disciplina literaria para el caso que nos ocupa. En este sentido, la literatura, como corpus, posee un lenguaje propio y unas herramientas de análisis y crí­tica que le son inherentes y que permiten hacer selecciones bastante más rigurosas que aquellas centradas en criterios extraliterarios como el lugar de residencia, las relaciones sociales de los autores, sus “simpatí­as”, sus posiciones polí­ticas, sus inclinaciones religiosas y todas esas variables que escapan a lo puramente estético y que muchas veces definen la carrera de un creador, excluyéndolo o incluyéndolo en los “í­ndices” de su época.

En una entrevista para la Televisión Española, el premio Nobel portugués, José Saramago, mencionaba a Borges y a Kafka como dos de las figuras, a su juicio, fundamentales en la literatura del siglo XX. Según Saramago, Kafka habí­a presentido y le habí­a dado forma a los horrores y al absurdo de esa burocracia creciente y anónima que se ha ido apoderando del mundo moderno y que hoy constituye una masa de millones de voces telefónicas o de códigos con los que interactuamos a diario sin llegar jamás a conocer sus rostros. En cuanto a Borges, Saramago consideraba que se habí­a inventado la “literatura virtual” con sus laberintos y sus ficciones hechas de la materia intangible del lenguaje y de los sueños circulares. Traigo a colación estas opiniones hechas por un sujeto particular, y por consiguiente subjetivas, simplemente a manera de ejemplos: Kafka fue un ser atormentado e ignorado y Borges murió sin llegar a recibir el premio Nobel, que tanto deseó. Y, lo peor de ello es que, al parecer, lo que se puso en tela de juicio todas las veces que se descartó su nombre no fue tanto su obra literaria sino, más bien, sus inclinaciones polí­ticas. Pero, además de eso, si nos atenemos al estricto sentido geográfico, Borges no parecí­a un argentino ni un latinoamericano tí­pico. En ese mismo orden de ideas, Cortázar, radicado en Parí­s, tampoco podrí­a hacer parte de las figuras emblemáticas de la literatura argentina ni Garcí­a Márquez, por vivir en México, podrí­a ser considerado colombiano. Sin embargo, hoy nos resulta imposible pensar en la literatura ”“no en la argentina o en la colombiana, sino en la literatura”“ excluyendo a Borges, a Cortázar o a Garcí­a Márquez. El mismo Saramago, radicado en Lanzarote, España, no podrí­a hacer parte de los catálogos portugueses, y basta con leerlo para saber que encarna, si es eso posible, una voz y un modo de “ser portugués”.

Si tomamos ejemplos de la literatura para niños, quizás la más vulnerable de todas a los criterios extraliterarios por su peligrosa cercaní­a con la función pedagógica que se le ha endilgado, a los jóvenes lectores les importan muy poco las inclinaciones o las costumbres personales de Oscar Wilde o de Lewis Carroll, cuando leen El gigante egoí­sta o Alicia en el paí­s de las maravillas y hoy, después de tanto tiempo, siguen leyendo estas obras niños y adultos en todo el mundo. De la misma forma, los niños hicieron suyos libros tan inquietantes como Peter Pan y Wendy, sin importarles el extraño personaje que lo escribió y la forma como se rebeló contra la carga de normas de la sociedad victoriana de su época. Muchos de los poemas de Garcí­a Lorca se han convertido en parte de la memoria poética infantil sin que a ningún adulto, por muy moralista que sea, le importe que su autor hubiera sido eliminado, no sólo de los listados de la época, sino, literalmente, de la faz de la tierra a manos de aquellos que lo consideraban inmoral.

En mi caso personal, cuando leo libros para niños, me importa muy poco dónde viven sus autores o qué cultos profesan. He gozado lo indecible con Roald Dahl, que ya no vive en ninguna parte del mundo conocido, y le debo mucho a Lygia Bojunga Nunes, aunque ignoro su domicilio actual. Cuando escribo, tampoco me pregunto si soy colombiana, es más a veces me pregunto de dónde soy ”“si es que soy de alguna parte durante el proceso de escritura”“ a pesar de que mi pasaporte, mi nacionalidad y mi lugar de nacimiento afirmen que soy de un lugar que en todos los mapas responde al nombre de Colombia. En muchos de los talleres literarios que hago para los maestros, leo textos de Ivar Da Coll o de Irene Vasco, mezclados con otros de autores como Maurice Sendak o Anthony Browne. Invariablemente surge la pregunta de algún profesor: “¿Por qué no lee a nuestros autores colombianos?” Pero la pregunta que me parece leer entre lí­neas tiene qué ver con los estereotipos que aún manejamos sobre un malentendido nacionalismo, como si todaví­a el “ser colombiano” nos obligara a hablar sólo de la selva o del realismo mágico y ser latinoamericanos nos encadenara a ser exóticos para deleitar al resto del mundo con una literatura “nuestra”, uniformemente exuberante.

Para fortuna de todos, leer y escribir, son formas aceptadas y “polí­ticamente correctas” de no ser de ninguna parte; de habitar en un mundo que no se rige por las estrechas fronteras de la nacionalidad o por los criterios excluyentes con los que aún se separa a los que profesan tal o cual religión, tal o cual ideologí­a, tal o cual opción de vida. Esa maravillosa sensación de libertad, esa libertad que no se debe a nadie y que no rinde cuentas a nadie, es justamente la patria de la literatura, un territorio “extraterritorial” que autor y lector recrean, cada vez y en cada libro, atendiendo a unas coordenadas únicas que están situadas más allá del tiempo y del espacio real y que, paradójicamente, son las que nos permiten dar cuenta de nuestro paso particular por los mundos que habitamos, y también por aquellos que soñamos o vislumbramos.

Sé que puede sonar inverosí­mil, pero muchas veces me pregunto qué tan definitivo para el proceso de la creación literaria puede ser el hecho de figurar en listados, catálogos o antologí­as de autores representativos. Por supuesto que serí­a tildada de hipócrita si le restara la debida importancia a estos reconocimientos que sirven para profesionalizar el trabajo de los escritores, respaldándolos o haciéndolos sentir apoyados por un público de especialistas. Sin embargo, considero que la “batalla” de cada autor no se libra en esos ámbitos, sino en otros más oscuros, más solitarios y, valga la palabra, más periféricos. El que escribe por convicción personal ”“no por agradar a nadie”“ habita un mundo siempre dudoso, incierto y lleno de riesgos. Hoy puede estar de moda y ser mencionado en todos los catálogos, y mañana mismo puede ser reemplazado por otros más arriesgados, más audaces, más innovadores. Por eso escribir es todas las veces un ejercicio de humildad, en el que se camina por una cuerda floja, siempre con el mismo horror al vací­o y siempre también con el mismo deseo irracional de transgredir los lí­mites de lo conocido, de lo ya conquistado, de lo que, a simple vista, parece una fórmula fácil y segura. Al fin y al cabo, la última palabra la tienen otros seres humanos, con caras desconocidas e insospechadas. Quizás los lectores que todaví­a no han nacido o los escritores que hoy escriben, anónimos y solitarios, en algún rincón de vaya uno a saber qué sitio, sin que nadie los conozca, sean los que podrán decir qué, de todo lo que hoy se hace, tendrá permanencia.

Nada hay más cambiante que el territorio de la literatura, para fortuna de la humanidad. Propongo una apuesta, a manera de colofón: Esconder un catálogo, con los nombres representativos de hoy, sellarlo bien y buscarlo a la vuelta de veinte años. ¿Apostamos?

Bogotá, 2000.

Artículo puesto en línea en abril de 2020.