Ilustración de Helena Melo para el libro-disco
  • Ilustración de Helena Melo para el libro-disco "Tomatina Curatodo, cura nada sin amor", de Marí­a del Sol Peralta (Alfaguara).

Entrelí­neas: Cuando las palabras atraviesan los sentidos y la emoción

Marí­a del Sol Peralta

Tal vez existan miles de teorí­as, metodologí­as y hasta fórmulas para aprender a decodificar el alfabeto. Podrí­a decirse que a la luz de esas orientaciones teóricas y metodológicas, aprender a leer y a escribir en el estricto sentido escolar no debí­a tener mayores tropiezos o dificultades. Sin embargo, la realidad pareciera ser otra y las brechas entre lo que piden los colegios y lo que necesitan los niños, la sociedad y el paí­s, cada vez son más evidentes. Es por ello que, después de tantos años de trabajar entre libros, la música, el arte y la pedagogí­a, me pregunto una y otra vez, ¿quién nos enseña a leernos a nosotros mismos? ¿Quién nos enseña a leer con los cinco sentidos bien dispuestos ante el mundo que nos rodea? ¿Quién nos enseña a leer las señales de la naturaleza como el olor de la lluvia que pronto llegará? ¿Quién nos enseña a leer que el señor que me atiende tiene dolor de cabeza porque leo que frunce el ceño y necesita una sonrisa y no una cara antipática como respuesta a su mismo malestar? ¿Quién nos enseña a leer que los colores en el vestir también cuentan historias, al igual que la arquitectura y los materiales de construcción? ¿Comprendemos que al transformar un aula, mantenerla limpia, con olores agradables y colores que aviven el salón se puede incidir de manera positiva en la disposición para aprender, así­ como las relaciones interpersonales, al sentirnos a gusto en un lugar, como en casa, siendo queridos y resguardados? ¿Alguna vez en la escuela nos han aclarado que nuestras costumbres alimenticias tienen que ver con las historias culturales, religiosas de la familia, así­ como con los desplazamientos forzados de nuestras que han tenido que vivir a causas de las diversas guerras? En mi caso, solo de grande aprendí­ que en casa tomamos sopa de remolacha porque en la primera guerra mundial, allá -lejos  donde mis bisabuelos viví­an, era lo único que se podí­a conseguir para que las familias tuvieran la suficiente energí­a para trabajar y no murieran de hambre y mucho menos, de frí­o. Y así­, me pregunto y les pregunto a mí­ y a ustedes, ¿cuándo les contaremos a los niños y jóvenes que las historias están ahí­ mismo dentro de nosotros, viven en el otro y se transforman con un mundo cambiante? Tal vez en la primera infancia sean temas reconocidos, discutidos y hasta resueltos.

Pero, ¿qué queda después de estos años maravillosos?

Por fortuna, he aprendido que la educación, como la vida, no tiene respuestas aseguradas, estando en constante movimiento según los hechos históricos, los cambios legislativos, la modernización, las investigaciones y prácticas, entre muchos otros eventos sociales, culturales y polí­ticos. Así­ mismo, también me produce un placer particular saber que una obra literaria o una obra de arte jamás llegará a un -fin  predeterminado, siendo el -otro  quien termina (si es que lo hace) de darle un significado personal. Ni siquiera la ciencia puede ofrecernos respuestas únicas y finales; un dí­a la tierra fue plana, hoy es redonda y en unos años ¦ ¿qué forma tendrá?

Pienso entonces, por qué no llevar los mismos principios que rigen la educación de los más pequeños, y así­ dejarnos de dividirnos por temas, por saberes, por ideas sueltas, en una necesidad que pide a gritos la misma vida cotidiana, en un paí­s hostil donde la violencia pareciera reinar. Tal vez, si nos aprendiéramos a leer, a apreciar, a valorar, harí­amos lo mismo con el otro y las rabias, agresiones o frustraciones las podrí­amos llevar a un mundo simbólico, dejando por escrito nuestras propias historias. A lo mejor los relatos de unos y otros virarí­an y estarí­amos más dispuestos a escucharnos y a relacionarnos de maneras más amables, más honestas, a sabiendas de que somos historias para ser contadas y somos historias para ser escuchadas.

Nacemos lectores

Entre brazos, los bebés leen los olores de su entorno para saber si está en un lugar seguro o no. También leen con cuidado cada gesto y movimiento de la cara de sus cuidadores para preparar cada uno de sus músculos faciales para poder balbucear y luego, hablar. A través del modo como se le arrulla al pequeño, este entiende a la perfección si hay angustia, tensión, alegrí­a, tristeza, afán o calma en el ambiente; no obstante, a veces las abuelas pueden calmar con más facilidad a un bebé que la misma madre, que con seguridad está cansada y hasta agobiada con las rutinas de la crianza. Así­, un -arrorró mi niño  o un -a-a-a a-a-a , adquiere uno u otro sentido, no por sus palabras u onomatopeyas, sino por el sentir de estas mismas.

Transmitimos las costumbres y tradiciones a través de la voz y de los gestos. Al darles las primeras cucharadas de papilla a un bebé, instintivamente y sin manuales a la mano, abrimos la boca para que nos acompasemos y acoplemos, para masticar a un ritmo único y apropiado para evitar que el bebé se atore, mientras vamos diciendo palabras como -sabroso , -calientico , -manzanita  ¦ Los bebés y sus cuidadores responden como en un perfecto y melodioso coro; con afecto y solidaridad, sus necesidades básicas están siendo cubiertas. Son los ritmos de la vida, circulares y rutinarios en donde crecemos a la par leyéndonos y comprendiéndonos los unos a los otros.

Recuerdo muy bien la ansiedad de madre primeriza con mi primer hijo, Emiliano. Sufrí­a de gases o eso creí­a. No le gustaba tomar leche de mi pecho o eso creí­a. Llamaba desesperada al pediatra una y otra vez, siempre obteniendo la misma respuesta: -debe aprender a conocer a ese ser extraño que llegó a vivir en una casa nueva, con personas nuevas para él . Tardé mucho tiempo en comprender bien estás confusas frases y con el tiempo, cuando nos fuimos conociendo y reconociendo, el afecto y la paciencia fueron apareciendo como por arte de magia. Pero claro, nunca antes me habí­an contado que a los hijos también debí­amos aprender a leerlos. Y así­, Emiliano y yo lo hicimos y lo hacemos a diario entre gustos y disgustos propios de cada momento, situación y etapa de nuestras vidas. También hemos aprendido que, lo que más irrita de cada uno, es lo parecidos que somos. También hemos aprendido que, lo que más nos divierte del otro, es lo parecidos que somos.

Cuando él aún era un pequeño bebé, la vida cotidiana estaba rodeada de palabras que abrazaban a mi bebé y que podí­an resguardarlo en cada paso: para que durmiera solo, él mismo se arrullaba y se consolaba con ruiditos, gestos y movimientos corporales. En momentos de alegrí­a y juego nos acompasábamos a una sola voz entre recuerdos de afecto imborrables. Para dejar su chupete, Emiliano sentenció que su abuelo se lo habí­a llevado (cosa que nunca ocurrió). Al aprender a caminar, al igual que en algunas tribus indí­genas, la voz de sus cercanos le daba ritmo y sostení­an sus temblorosos pasos, como si cada nota de la canción llevará los hilos de una marioneta, al cantarle y pasarle el legado oral de una bisabuela brasileña:

Marcha soldado
cabeza de papel,
si no marcha derecho,
va preso al cuartel.

Pasa, pasa, pasa el batallón,
pasa el batallón,
plin, plin, plon,
soy el soldadito
que toca el tambor.

Esas eran mis historias de madre primeriza, enseñanzas que no sólo interioricé, sino que me hicieron creer en mis instintos, bastante aplacados por varios años de estudiar teorí­a pedagógica y queriendo seguir cada palabra leí­da -al pie de la letra . En medio de estas aventuras de madre, recuerdo leer con cuidado, mes a mes, leer los libros del Doctor Brazelton esperando respuestas que me -salvaran : -durante Este mes su hijo aprenderá a dormir sin despertarse una vez más ¦ , como en un cuento de hadas. Pero esto llegó ese dí­a y la frustración iba siendo cada vez peor.

Justo para ese momento, decidí­ dejar mi extensa bibliografí­a a un lado y seguir única y exclusivamente mi instinto, así­ el error fuera mi destino. No querí­a saber cómo sacar gases, tampoco querí­a saber la temperatura perfecta del tetero, ni querí­a saber a qué horas irí­a a caminar o a hablar mi pequeño.

Y así­ lo hice y no sólo con mis hijos Emiliano y Antonio, también decidí­ llevarlo a la práctica tanto en la vida cotidiana como en el aula, como método infalible para acercar a bebés, niños y jóvenes, familias, formadores, bibliotecarios y a todos los interesados a acercarse a la lectura y escritura, desde el instinto y desde las experiencias, las emociones y los sentidos, aprendiendo a leer -entrelí­neas  el mundo.

Pero, ¿quién dijo que la edad es un lí­mite?

La primera infancia: los primeros pasos ¦

La primaria y el bachillerato: pasos que se dejan en olvido ¦ El cine, los álbumes de imágenes, los textos sin ilustraciones, el Facebook, el Twitter, las artes plásticas, los musicales... Miles de expresiones que sólo dan respuesta a la misma necesidad de contar, transmitir y evocar; mi propia historia, historias que me han contado, historias inventadas.
Ser parte de un mundo de opinión, para hacer valer mi voz y presencia. El mundo de la creación parte del impulso de tomarse por un momento la palabra, de participar. Así­ mismo, también se encarga de crear nuevas formas y caminos para suplir estas necesidades.

Desde el vientre materno les hablamos a los bebés. Les cantamos para tranquilizarlos, para hacerlos reí­r. Con palabras, juegos y cantos, organizamos su diario vivir y establecemos rutinas. Atendemos sus necesidades afectivas y vitales. Les contamos historias para que no tengan miedo, para que tomen una cucharada de sopa, para que se duerman. Con la voz y los gestos, transmitimos las primeras estructuras narrativas a los más pequeños, introducción nudo y desenlace, y establecemos una estrecha relación entre la literatura y la vida cotidiana: desayuno, almuerzo comida, descanso, juego, alimentación; vivencias, esquemas y palabras organizadas, cí­clicas y repetitivas.

Sol solecito,
caliéntame un poquito,
por hoy, por mañana,
por toda la semana,
Luna lunera cascabelera,
Cinco pollitos y una ternera ¦

Un grillito se mojó,
con dos gotas de rocí­o
y cantando estornudó:
-Ay, ¡casi, casi me resfrí­o!
(Judith Akoschky “ Argentina)

Entendemos que los bebés se sienten resguardados y alimentados por nuestro calor y con nuestras palabras que ponen en orden su vida psí­quica, comprendiendo los diversos significados que encuentran en el mundo exterior. Mirar fijamente a los ojos de quien lo arrulla, hace parte de los primeros libros que lee. Los colores, el olor y la disposición de los objetos en el entorno, le cuentan historias al pequeño observador. Cantamos, bailamos jugamos y gozamos como el medio más efectivo y nutrido para guiar a nuestros pequeños. Y así­, ¿por qué dejar de hacerlo justo a la hora de empezar la primaria? ¿Por qué desandar estos pasos ya recorridos justo cuando los jóvenes necesitan una voz llena de fortaleza, guí­a y afecto? ¿Por qué debemos dejar de aprender y comprender a través de las emociones y de los sentidos?

Recuerdo la primera vez que trabajé con adolescentes. Los mejores talleristas le huí­an a estos grupos y yo, como novata en el tema, querí­a desafiar al mundo y demostrarles que yo sí­ podí­a. Y no pude. Yo misma me dormí­a en cada encuentro que tení­a con ellos una vez por semana. Cada vez era más tedioso. Claro, con obediencia seguí­a las metodologí­as analizadas con cuidado y seguí­a cada fórmula traí­da de la promoción de lectura. A la tercera sesión, nos dejaron sin salón. Mientras solucionaban el tema, todos nos sentamos en un corredor con caras de aburridos (nada muy distinto al -no esperado  encuentro). Esa vez yo tení­a una canasta enorme con los libros elegidos para las sesiones con los grupos de 2 a 8 años. Con timidez se fueron acercando a -esos libros para los bebés  de a poco y ¦ ¡desde entonces no pararon de leer! Encuentro por encuentro juntos, de la mano, aprendimos a leer álbumes de imágenes, a crear los nuestros propios, a conocernos y reconocernos desde la narración, las artes plásticas y la música como otras formas de contar.

Como a los bebés, he aprendido que a los jóvenes debo ofrecerles exactamente lo mismo, gestos, mirada y piel. También he descubierto que, sólo así­, la vida puede retornar al orden, las emociones florecen y las palabras vuelven a cobrar sentido estético, metafórico y poético. Se establecen estrechas relaciones a través de la palabra cantada, hablada, escrita y leí­da, derrumbando cualquier barrera entre las edades, estratos, creencias ¦ Saber que todos pasamos por lo mismo, que todos podemos ser princesas, brujas, lobos feroces, ratones ciegos, monstruos o el más divertido personaje, solo nos devuelve las esperanzas pues sabemos que siempre habrá segundas oportunidades a la mano. Leer un libro como Siete ratones ciegos, un bello álbum ilustrado de Ed Young, con los ojos vendados, mientras esencias florales llenan cada rincón del aula y una música africana acompaña la narración, dan las pistas suficientes para situar el cuento dentro de un espacio geográfico particular, dando elocuente información para saber que los ratones ciegos descubren a un elefante a través de los sentidos, igual que los jóvenes oyendo la historia sin saber el final. Los sonidos de los tambores y el tono de las voces ya les anticipan el lugar donde se sitúan, mientras la descripción de los ratones provee otro tipo de información un poco más ambigua. Poco a poco, las palabras van dándole sentido a la historia. -Es un ser humano , dice la mayorí­a. -Es en la India , dicen los otros. Pero, otros contestan que -no  y dan sus razones. Entre -sí­es  y -noes , pronto llegan todos a la respuesta, al igual que los ratones: -es un elefante .
Una actividad tan sencilla como poderosa. El diálogo se entabla y se lee a través de los sentidos, con excepción de la vista. Reflexiones sobre las etapas del hombre dadas por palabras del texto como -pilar, columna, fuerte ¦  o ¿qué significa ser ciego?, son preguntas que afloran de manera impactante. -Todos somos iguales pero percibimos y sentimos diferente , comprenden los otros. Preguntas sin respuestas. Preguntas profundas y reveladoras. ¿A esto no le podemos llamar una verdadera comprensión de lectura? ¿No nos arroja mucha más información el comprender entrelí­neas que el decodificar para contestar preguntas con respuestas cerradas y únicas?

Pero la comprensión sin la expansión no valdrí­a la pena. Que un libro lleve a otro, una expresión a otra, descubrir diversas maneras de contarnos y de ser contados, eso es lo que realmente vale la pena. El mundo se despliega, se alimenta de nuevo repertorio, alimento básico para adquirir un lenguaje simbólica, con una mirada al mundo plural, poética y ante todo, comprensiva. Empezamos a vivir y a convivir a través de lentes metafóricos para recordar y validar quiénes somos a través de las historias y de los diversos lenguajes artí­sticos. Si en la niñez y sobre todo, en la adolescencia no les damos la oportunidad a nuestros alumnos de ello, ¿cuándo entonces? ¿Acaso de adultos no necesitamos lo mismo? ¿Quién podrí­a afirmar que cantar no libera el alma? ¿Qué escribir los pensamientos o incluso, las tareas del diario vivir, no organiza y nos libera? ¿Existe alguna edad propicia para dejar de jugar, actuar, bailar ¦? ¿No ayudarí­amos a cerrar brechas al devolver los pasos recorridos de la primera infancia al aula de los niños más -grandes ? ¿Acaso nosotros los profesores no preferimos aprender y relacionarnos de maneras más afectivas y placenteras?

Leer entrelí­neas

La esencia de los mensajes no vive en el mensaje en sí­, cualquiera que sea su código. Una partitura, llena de notas y de anotaciones, tiene mucha información que un lector entrenado puede decodificar. Pero solo un maravilloso intérprete puede entregar al oyente. Un artista verdadero va mucho más allá de las notas musicales. Investiga sobre la época, los compositores, arreglistas, entre otros muchos detalles. Y a la hora de transmitir aquella historia contada en sonidos, la emoción es lo único que cuenta. La mayorí­a de veces, ni la técnica es definitiva para éste momento. Mientras los gestos, la corporalidad, las manos, los ojos y la emoción entreguen el mensaje, los errores siempre podrán ser olvidados.
Ir a un museo o apreciar una puesta en escena, mantiene los mismos principios. Sumando que, la mayorí­a de veces, después de la emoción del momento, la información y los nuevos pensamientos se van decantando, volviendo a tener una nueva lectura de lo vivido.

Crecemos y dejamos de mirarnos a los ojos. El contacto de piel es lejano y las palabras llenan la vida cotidiana entre órdenes y reglas. Los jóvenes van dejando atrás todo eso que vivieron cuando pequeños y aparte de ser retadores y mantener una postura corporal en plena transformación, desafiante y vulnerable a la misma vez, igual que su forma de relacionarse con el mundo adulto, a gritos están pidiendo ser incluidos, respetados, valorados, queridos. Necesitan tanto afecto, orden y limites como en su primera infancia.
Los cantos circulares, tales como los arrullos que un tiempo atrás los calmaron para conciliar el sueño, despiertan sus recuerdos y los traen de nuevo a la calma y al resguardo afectivo. En el canto colectivo, en las canciones que vienen y van al ritmo del corazón, también tienen la posibilidad de escuchar sus voces, las de los demás, para cantar a una sola voz.
Al igual que con los más pequeños, a las palabras sin sentido, es el afecto y la forma en que se entrega el canto lo que vale en ciertas ocasiones. Cantar una canción circular como Ani kuni, varias veces y de diferentes formas, los acerca y los transporta a mundos inimaginables a través de sus ciclos e intenciones interpretativas.

Primero, escuchar la grabación acostados con los ojos cerrados para sentir la música. Luego, en ronda, escucharla y a la medida que cada uno vaya sintiéndose seguros, van empezando a cantar. Las voces poco a poco toman fuerza y la emotividad abre su puerta de par en par. í‰ste mismo ejercicio se hace cantando y escuchando de diversas maneras: más suave, más fuerte, mirándose los ojos a un par lejano en la ronda, cantar estando conscientes de la voz propia, la del vecino y la de alguien que esté lejos ¦ Las posibilidades son infinitas. Lo interesante es observar cómo se van creando capas sonoras y emocionales a partir de la escucha y del sentir. Como por arte de magia, voces aparentemente -desafinadas , -arrí­tmicas  o -descentrandas , suenan como un hermoso coro, incluso suscitando lágrimas entre los mismos integrantes.

Seguir indicaciones, cantar palabras -sin sentido  y darles un significado a través de la expresión y convertir la experiencia en un evento sobrecogedor, ¿no es esto parte de la comprensión de lectura que buscamos? Escuchar para leer, leer para escuchar, expresarnos y comunicarnos. Vivir en -carne propia  que mi historia también es tu historia.

Ani kuni shaauani,
ani kuni sahaauani.
Awa wa wa bi ka na kaina,
awa wa wa bi ka na kaina.
Eea uni bi si ni,
eea uni bi si ni.
(Danza del fuego de nativos de Norte América y Canadá)

Una vez nos adentramos en leer y de expresarnos por medio de -capas sonoras , por qué no seguir abriendo caminos para explorar nuevas lecturas, esta vez, con imágenes. Tal como lo expongo en mi libro Sana que sana, me gusta que los niños y jóvenes se escuchen el corazón y tengan consciencia de su -ir y venir , de su propio ritmo psí­quico y latente, así­ como cuando se adquiere el lenguaje y la vida y el mundo simbólico nos da pistas para establecer quién soy yo y quién eres tú.

Al compás de un patrón rí­tmico que varí­a, antes de leer el libro En qué piensas, de Laurent Moreou, los niños tienen la oportunidad de leer su espacio, encontrando su lugar en el aula desocupada, con la instrucción clara de que deben andar en forma aleatoria y observar bien cada rincón para que no quede un hueco sin llenar. Ritmo, cuerpo, anticipación, observación, respeto por el otro y consciencia espacial, son algunos factores que entran en juego en esta actividad. Si ya hablamos de -capas sonoras , podemos hablar de -capas de lectura . Y así­, unas y otras se van alimentando y la conciencia perceptiva, analí­tica y reflexiva va emergiendo. Cada vez que el ritmo para, se plantea una emoción y los niños la expresan con cuerpo y gestos. Una vez hayan hecho esta actividad de -calentamiento , en parejas se sientan a leerse a sí­ mismos. Esta vez, ya se ha leí­do en voz alta el libro, observando las ilustraciones. Es la hora de escribir las propias historias y cada uno de la pareja debe dibujar al otro mostrando cómo cree que se ve por dentro y cómo se ve por fuera. Así­, refranes tan sencillos como -las apariencias engañan  pueden convertirse en conmovedoras historias a través de ejercicios de escritura y lectura interpretativa.

Entonces, vuelvo al inicio, ¿cómo no relacionar éste ejercicio con mis experiencias de madre primeriza como lectora de un bebé desconocido entre mis brazos?

Solo el mirarnos, escucharnos y leernos nos da el pasaporte para establecer relaciones más comprensivas, amables y solidarias, idea que repito con constancia. Y vuelvo a preguntar, ¿no es esto comprensión de lectura?

La palabra, el refugio de todos

En las situaciones más adversas, en los rincones más lejanos y en los momentos en donde nos sentimos devastados e impotentes, la palabra nos envuelve y refugia en búsqueda de esperanza y sosiego, como en los mejores cuentos tradicionales que brindan finales felices. Algunos, en silencio, rescatan palabras reconfortantes y tranquilizadoras de su interior. Otros, a manera de corrillo anecdótico, resuelven contarle al mundo lo ocurrido, cómo pasó y cuándo. Contamos a los demás para compartir, sentirnos identificados o sentir que -no solo a mí­ me ocurre . Escuchamos para apoyar y conllevar dolores y alegrí­as. La palabra recoge las historias, las recrea, nos acerca a los otros y nos sana sin importar la lengua o el lugar en donde estemos.

Cantarle a las nubes negras San Isidro Labrador, quita el agua y pon el sol, acompañado de cuchillos cruzados clavados en el piso, además de velas encendidas, se convierte en una necesidad, y los sonidos, imágenes y acciones hacen de la esperanza e ilusión una realidad a través de creencias que la sabidurí­a ancestral ha dejado a través de mundos simbólicos. El poder terapéutico de las palabras cumple entonces su función y el viejo refrán se hace verdad: la constancia vence lo que la dicha no alcanza.

Entonamos canciones para preservar las raí­ces y creencias, velando porque el patrimonio oral, aquel legado histórico y cultural que ha sobrevivido y se ha transformado a través de tantas generaciones, permanezca en nuestros hijos, sobrinos, nietos. Es parte de la educación que les proveemos a los jóvenes queriendo dejar nuestra marca y huella por el camino, a pesar de la maratónica modernización de las sociedades en donde la globalización parece arrasar y homogenizar la identidad y la riqueza de la diversidad cultural.
Desde que nacen los pequeños les contamos historias provenientes de otras épocas y realidades como si fueran propias. Hablamos de personajes franceses como Mambrú, niñas que van en coches, reyes que deben pasar puentes y lobos feroces hambrientos. Entregamos esta herencia a los niños para que construyan y alimenten su propio mundo simbólico, además de darle significado y orden al entorno al usar las maravillosas herramientas que dejan las rondas, juegos y canciones de infancia. De la manera más natural estas palabras que aparentan ser ingenuas, enseñan a respetar al otro, esperar turnos para poder participar, ganar y perder sin ser devastado y por el contrario ser perseverante, ser escuchado y escuchar, saber que cada uno tendrá su momento individual dentro de un colectivo, participando con su propia voz y estilo.

A través de la palabra cantada, hablada o escrita hacemos recorridos geográficos e históricos, así­ como construimos y reconstruimos nuestro mundo interior. A partir de un ruido creamos una imagen y de una imagen un universo complejo en donde ocurren miles de aventuras distintas. Una piedra se puede convertir en el más veloz carro de bomberos, y nosotros mismos en un apuesto caballero capaz de salvar al mundo en ese particular carro-piedra. Todo empieza con un bruuuum y realmente, la edad no es una limitante.

Desde la gestación es el adulto el que enseña al niños a adentrase en el mundo simbólico a través de la palabra hablada, cantada y escrita. Se transmite a través de cánticos, arrullos, órdenes que organizan a los bebés, mientras el cuerpo del adulto que acoge, señala el universo a su alrededor y le da sentido. Tete, mamá, papá, escuchamos a los pocos meses del bebé mientras él reconoce y empieza a nombrar a aquello que le interese en busca de que el adulto lo nombre. Aaa-aaa-aaa se escucha a los pequeños cantarse a sí­ mismos para conciliar el sueño, evocando la palabra que su cuidador dejó en sus manos como la mejor protección para cuidarse a sí­ mismo.

Crecemos y al reencontrarnos con los recuerdos sentimos lo mismo. Escuchamos a los adultos decir frases como: "Ay, Pimpón me la cantaban cuando pequeña", o "A la rueda, rueda era mi juego favorito" ¦ Con los cantos, historias y ritmos de infancia podemos darnos el lujo de tomar fuerzas para superar momentos difí­ciles y recordar aquellos momentos en donde daban todo por nuestro bienestar y seguridad. También encontramos en la tradición oral similitudes y diferencias con otras culturas, además de encontrar las herramientas apropiadas para luego bucear en estructuras literarias más complejas cuando nos enfrentamos a la lectura.

El respeto por las diferencias se hace entonces parte de nuestro repertorio a través de la expresión. La palabra en todos los casos es quien nos guí­a, nos acompaña a crecer, nos mueve y conmueve, haciéndonos evolucionar. Es nuestra tabla de salvación  en los mejores y peores momentos. Nos brinda la oportunidad de tener diálogos y discusiones con nosotros mismos, así­ como con el mundo exterior. Nos da pie para opinar y dejar nuestro sello entrelí­neas.