Lo que desconocemos pero nos habita

Mariasun Landa

Antes de empezar a hablar de literatura infantil y juvenil, me gustarí­a recordar que ser escritor es, entre otras cosas, convertirse en un extraño, en un extranjero en El Paí­s de Sí­ Mismo. Que pasamos horas y horas husmeando en un territorio nebuloso que convencionalmente llamamos imaginación y que, parte de lo que escribimos, al menos, es una traducción de algo que desconocemos o -malconocemos  Y anticipo así­ el enfoque que le voy a dar a mis reflexiones, sin descartar que existan otras y muy variopintas que no son excluyentes entre sí­. Me refiero a la forma en que la literatura infantil puede vehicular aquello que el escritor ignora de sí­ mismo pero que lo habita.

¿Cómo se te ha ocurrido esa historia?

¡Cuántas veces y en cuántos aforos nos han hecho esa pregunta!

En algunos casos, la respuesta es clara pero, en otras ocasiones, no lo es tanto por una razón muy sencilla, porque nosotros mismos, los escritores, la ignoramos. En mi caso, al menos, la respuesta personal a esa pregunta, aparentemente tan sencilla, es a menudo torpe, confusa, frustrante. Porque un cuento puede ser una forma de traducción de un conjunto de percepciones, una forma como otra de acercarse a aquello que ignoramos de nosotros mismos pero que nos habita, una proyección del inconsciente.
Me atreverí­a a decir que el momento en el que se fragua la idea, la materia de la ficción, la frontera entre el consciente y el inconsciente, muchas veces, es misterioso para el propio autor.

¿Cómo se me ocurrió escribir sobre cocodrilos que habitan bajo la cama?

Y esa cuestión me lleva a reflexionar sobre otros cuentos anteriores, sobre otros animales tras los que me he escondido y me he camuflado para hablar de mi mundo interior, de cómo me he valido de la literatura infantil para intentar leerme, traducirme a mí­ misma; cómo ha podido reflejarse mi oscuridad tras esos animales porque la literatura es también un modo de expresión y una ví­a de conocimiento para el propio autor.

Comenzaré por el sapo.

En el comienzo de los tiempos estaba ya el sapo.

Esto es lo que escribí­a mi personaje Iholdi en su cuaderno en 1988.

Qué hacer cuando se siente miedo

"El miedo es un sapo, un sapo que duerme dentro de nosotros. A veces, se despierta y empieza a dar saltos dentro del pecho. En esos casos, es inútil intentar calmarlo, hablar con él, porque se pone a dar saltos aún más grandes: del corazón a la garganta, de la garganta a la tripa, de la tripa a la cabeza...

Según mi abuelo, lo único que se puede hacer en esos momentos es empezar a cantar. Si empiezas a cantar, el sapo se extraña mucho, se para, quiere saber de dónde viene la canción y le entran ganas de aprenderla...

Por lo visto, los sapos no han nacido para la música y en seguida les entra sueño. Se atontan y se quedan roques en un santiamén.

Y entonces desaparece el miedo. Y nos tranquilizamos". (Iholdi, en Tres bichos raros, 2006)

Iholdi no lo dice, pero los cuentos, como la música (porque... ¿no es la música un cuento sin palabras?), también adormecen a los sapos que viven milenariamente en la charca de nuestras entrañas. Ese que tiene su habitáculo en lo más profundo del corazón humano. Y es viejo, muy viejo, ya que existí­a en los tiempos de la larga noche en que, junto a la fogata hecha en el fondo de la caverna, algún cazador, alguna recolectora de semillas o frutos, narraba un incidente, real o fantástico que le habí­a ocurrido, habí­a oí­do o imaginado. Y eso le sosegaba. Y lo hací­a para el resto del grupo, encandilados oyentes de aquellos relatos, que sacaban de aquello el placer, el calor y la luz que la interminable noche de la caverna les negaba. Y también ellos se tranquilizaban.

-Los cuentos se contaban para dormir el miedo , escuché decir a una narradora vasca. Y alguien que no recuerdo llegó a afirmar que Dios inventó al hombre para oí­rle contar cuentos. 

Y el sapo estaba allí­.

Y sigue estándolo en la caverna interior, a veces medio dormido, otras veces inquieto, dispuesto siempre a reivindicar su existencia. A veces, cuando mi sapo da tumbos, yo también intento calmarle escribiendo.

Después del sapo, aparece la pulga en mis libros.

Sosegados, aunque sea momentáneamente, hay espacios para el respiro, para la luz tenue de la ilusión que clarea con el alba, que la ilumina y acaricia.

El deseo está ahí­, pequeño y tenaz como una pulga y también da saltos. Saltos pequeños e irrisorios, alguien podrí­a decir que ridí­culos. Pero gracias a ellos la pulga se mueve, se traslada, viaja, vive. El deseo, como la pulga Rusika, es rebelde, inconformista y no atiende a las buenas razones. -¿Cuánto tiempo tengo para vivir? 

Así­ comienza un libro mí­o que se titula La pulga Rusika. Sólo a una pulga se le ocurre hacer esas preguntas. Nosotros, en cambio, desde el tiempo de las cavernas, sabemos que somos y podemos dejar de serlo en un instante. Que nuestra vida no sólo es breve, sino frágil. Ser y no ser. Las dos caras de una moneda que se nos entrega al nacer. Por eso tenemos deseos, porque nuestra vida siempre breve, está a punto de no ser y mientras es, queremos que sea ancha.

¿Hay algo más improbable para una pulga que llegar a Rusia y convertirse en una famosa bailarina. ¿Y qué? Da saltitos que le pueden llevar de un personaje a otro, de aventura en aventura y “cómo no “ tan insensato como para morir sin haber dado, por lo menos, una vuelta a su cárcel? , que dirí­a Marguerite Yourcenar.

Los ciprinos. Pececitos que malviven en nuestras peceras.

Cuando se deja de tener ilusión, proyectos, deseos, se muere. Se vegeta. Se da vueltas como un pececito de la pecera de cualquier niño o niña que, como a Maider, la protagonista de mi libro Cuando los gatos se sienten tan solos, le han regalado para que, a falta del verdadero consuelo de su gata, se crea acompañada.

El ciprino rojo en la pecera interior no da saltos, solo se mueve movido por la obsesión. Sus ojos no parecen mirar aunque vean, repite sus movimientos hasta la exasperación, mudo, aislado y solo flota cuando muere. Seguramente, cuando escribí­a esto, los peces simbolizaban el hastí­o, el aburrimiento y la anestesia vital.

-Al llegar a casa me encontré con que tení­a una sorpresa. Al menos, así­ fue como le llamó mi abuela a un pez rojo dentro de una bolsita de plástico llena de agua...

“¡Mira qué sorpresa te he comprado! Estos pececitos rojos se llaman ciprinos... ¿ya lo sabí­as? También te he comprado una pecera, ¿te gusta? Dicen que a la gente le relaja mucho observar a los peces...

¡Un pez! Es decir, un animal que no olí­a, no dejaba pelos por la casa ni arañaba las alfombras y que además era mudo. ¡Perfecto! (...)

“Los peces no me gustan “le contesté tajante- si no es para comérmelos, ¡claro!" (Cuando los gatos se sienten tan solos, 1996)

Unos años más tarde, en cambio, mi opinión de los ciprinos ha cambiado. El pez rojo ha pasado de ser una representación de la obsesión, de la repetición y el conformismo a ser un sí­mbolo de sabidurí­a. Es el encargado en el libro El calcetí­n suicida, de clarificar y asesorar al pobre calcetí­n: No sabe qué siente, qué le pasa, el amor ha rozado su pequeño corazón de trapo y está confuso y desorientado:

" “Hay que decirse las cosas claramente a sí­ mismo antes de decí­rselas a los demás “le dice Lucas el ciprino que no habí­a salido nunca de su pecera “. ¿Te has fijado en las alcachofas?
Tienen hojas muy duras por fuera, que hay que ir deshojando hasta dar con el cogollo, que es blando como el bizcocho. Así­ tenemos que actuar también nosotros cuando no comprendemos lo que nos pasa ni lo que sentimos: hay que ir quitando las capas de palabras duras, feas, inservibles, hasta dar con el corazón, con la palabra que es tierna y dulce y verdadera. Y de ahí­ en adelante, actuar en consecuencia..." (El calcetí­n suicida, 2001)

Es que, para entonces, yo ya habí­a experimentado que e puede viajar hacia fuera como la pulga Rusika y se puede viajar hacia dentro. El pececito Lucas habí­a aprendido mucho de la vida, del corazón humano, sin salir de la pecera: observando, anotando, bajo una apariencia insignificante, anodina, casi invisible, hasta hacerse sabio.

Los elefantes, en cambio, son mamí­feros potentes, de gran tradición en el imaginario colectivo, y en el infantil en concreto: Babar , Elmer... Durante mucho tiempo, me identifiqué con él, más que nada por su tamaño, su lentitud aparente, su ser rumiante sobre todo, hasta que un amigo añadió aquel comentario que supongo provení­a del cariño: -serás un elefante, pero tienes el corazón de un pájaro . En el caso de mi cuento Elefante corazón de pájaro la historia toma cuerpo muchos años después de esta anécdota ¦ Una vez admitido este binomio, exterior parecido interior diferente, el jugar con la idea de que a mi alrededor habí­a elefantes con corazón de tigre, agresivos y coléricos, elefantes con corazón de hormiga, laboriosos y adictos al trabajo, elefantes con corazón de mono, hiperactivos, ansiosos y agotadores, o elefantes con corazón de rata, fue relativamente fácil, un juego, un desahogo, un homenaje a todos los que son marginados por ser diferentes al resto.

- ¦los elefantes con corazón de pájaro son dulces y misteriosos. Los otros elefantes se burlan de ellos y les llaman bobos, inocentes y hasta retrasados. Algunos dicen que son así­ porque al nacer les picó una avispa en un ojo. Otros, que al nacer los abandonó su madre. Y hasta hay quien no duda en decir que los elefantes-corazón- de- pájaro son como son porque se dieron un buen golpe en la cabeza al intentar dar sus primeros pasos  (Elefante corazón de pájaro, 2001)

Las hormigas también se han instalado en esta especie de fauna personal en mi imaginación. Creo que me valgo de ellas para criticar muchas cosas que me irritan al alrededor, seguramente su laboriosidad extrema, su perpetua hiperactividad, la tiraní­a de la colectividad. íšltimamente las he llevado al paraí­so donde las he imaginado husmeando por todos los sitios, como turistas incansables e irritantes ¦

"Hasta que un canguro les dijo:

“Hermanas hormigas, vemos que ustedes son incansables, pero he de decirles que nos parecen a todos un poco monótonas ¦ Prueben a dar saltos, como yo. Cuélguense de las ramas como los hermanos monos, revuélquense en el lodo como los hipopótamos, buceen como los delfines, cambien de color como los camaleones ¦

Las hormigas se picaron, aceptaron el desafí­o, pero les salió tan mal la experiencia que se escondieron para siempre bajo la tierra, donde siguieron paseando pero sin aburrir a los demás. Es verdad que algunas salen hacia la superficie pero es siempre para hacer algún encargo, deprisa y corriendo". (Elsa y el paraí­so, 2015)

Y para terminar, es inevitable presentar a otro de mis animales interiores. El cocodrilo. No el cocodrilo de peluche, sino la fiera de fauces enormes y dentadas que bajo un aparente quietismo amenaza con engullirnos en el momento más inesperado. Estoy hablando de la angustia, claro.

Un cocodrilo bajo la cama narra la depresión en la que va adentrándose un joven solitario, aislado, al encontrar bajo su cama un cocodrilo al que solo ve él y al que tiene que alimentar a base de zapatos. Escrita en clave de humor, de parodia, la cosa va poniéndose fea en la medida en la que el protagonista toma conciencia de su soledad y su angustia. Hasta que el amor, como en muchos otros cuentos mí­os, le ofrece un salvavidas y abre una ventana a su situación lí­mite. 

Este manuscrito pasó años en mi cajón, estaba prácticamente escrito hací­a mucho tiempo, pero necesité aún más experiencia para que el desenlace añadiera un comentario “aparentemente anodino “ a las versiones anteriores. Cuando la joven, de la que el protagonista está enamorado, le confiesa a este que ella también tiene otro cocodrilo bajo la cama que se alimenta de relojes de pulsera, le previene de algo que solo porque el manuscrito ha esperado muchos años he podido llegar a escribir:

" “¡Lo de siempre! Y el dí­a menos esperado, seguro que el cocodrilo vuelve a aparecer debajo de tu cama. ¡No, si yo sé mucho de eso!" (Un cocodrilo bajo la cama, 2002)

El cocodrilo suele volver a instalarse bajo la cama.

El cocodrilo no se va jamás para siempre.

Porque, quizás, ese cocodrilo, como esos otros animales que os he ido mencionando son las manifestaciones o metáforas de nuestra neurosis, lo que nos hace ser quienes somos, origen de lo peor y de lo mejor de nosotros mismos, lo oscuro, lo que nos hace aún escribir...

Recapitulando un poco, las historias y la necesidad de contarlas han surgido, algunas veces, de la oscuridad, de un espacio que hay que iluminar o al menos no tener miedo a hacerlo; del mundo consciente, real, posible, pero, también, del mundo que desconocemos pero que nos habita. Y hacerlo con gusto, con placer, con curiosidad, sabiendo que imaginar, crear, poco, mucho, bien o mal, es siempre dotarnos de un refugio, de un recurso de sobrevivencia, de una fortaleza inexpugnable que entreabrimos conscientemente a los demás. También creo que, en general, ser creativo supone conservar dentro de sí­ mismo el placer infantil del juego, ya experimentado cuando éramos niños. Y cuidarlo con esmero.

Obras citadas:

"Iholdi", en Tres bichos raros. Ediciones SM, El barco de vapor, 2006.
La pulga Rusika. Madrid: Ediciones SM, El barco de vapor, 1993.
Cuando los gatos se sienten tan solos. Madrid: Anaya, Sopa de libros, 1996.
El calcetí­n suicida. Madrid: Anaya, Sopa de libros, 2002.
Elefante corazón de pájaro. Madrid: Anaya, Sopa de libros, 2002.
Elsa y el paraí­so. Barcelona: Edebé, Tucán, 2015.
Un cocodrilo bajo la cama. Madrid: Ediciones SM, El barco de vapor, 2004.