Ilustración de Asun Balzola (España).
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La quinta estación Poesía/Infancia

Laura Escudero

Poesí­a

Una mañana me levanto y salgo al jardí­n de mi casa. Ando un poco distraí­da, apartada del tiempo, de cualquier intención que no responda a los caprichos del sol entre las plantas, al rumbo de pasos que me llevan —sin darme cuenta cómo— debajo del roble.

Hay junto a mi pie un cuenco diminuto, perfecto.

Es la capucha que hasta hace poco alojaba una bellota. La levanto, la miro.

Así­ me quedo con el cuerpo entero preso de ese instante de extrañeza y captura.

De belleza.

Es un momento de intimidad profunda, de misterio. Si alguien me viera, si alguien interrumpiera esa liturgia me sentirí­a descubierta con la violencia que comporta la rasgadura de un velo que me resguardaba de la desnudez.

Es un momento poético, la sustancia nutricia antes de las palabras, antes de todo. Tiene algo de obsceno, de lo que no quiero mostrar, de lo previo. Es primitivo ese momento y puede dar origen o no a otro asunto: la escritura. Tiene forma de pregunta, de algo que me aparta del mundo y me devuelve distinta, interrogada.

Un resplandor. La presencia rotunda de una cosa.

Es un tiempo mudo de palabras.

Encontré en un libro un nombre para esto: “La quinta estación”. Pascal Quignard escribió: Albucius. Albucius fue un oscuro declamador romano de quien no queda nada escrito salvo citas en Séneca y otros oradores del imperio. Albicius fue quién formuló la idea de la quinta estación, y Quignard quien lo recuperó en su obra.

Algunos estudiosos interpretaron la quinta estación como “algo que no pertenece al orden del tiempo pese a que cada año regrese como el otoño o el invierno, como la primavera y como el verano. Algo con sus frutos y su luz. Es una pre-estación que recorre furtivamente toda la vida, que asedia las estaciones del calendario, que visita apenas las actividades del dí­a, a menudo los sentimientos, siempre la noche a través de los sueños”. Esta quinta estación tiene cualidad de “Sordidus infandus”, que puede traducirse como “Lo que es sucio/está prohibido” o “Lo sórdido es el niño”. Porque la infancia era para los griegos y los romanos el pre-tiempo. La época con ausencia de lenguaje verdaderamente humano, de puro cuerpo expuesto a la propia evidencia, de aurora aullante, dice Quignard, y me deja perpleja: sin más palabras que esas dos aullándome.

La quinta estación no aparece anunciada, está agazapada dentro del cuerpo, permanece ahí­ desde el principio hasta el fin. Es nuestra pequeña bestia, ¿y qué harí­amos sin ella? Asalta voluptuosa en forma de “caramelos, canciones infantiles, cáscaras, sexos, pulgares succionados, juguetes, suciedades más o menos borradas, palabrotas o palabras inesperadas”.

¿Hay acaso algo más cercano a la poesí­a y a la infancia?

No me refiero, claro, al lugar común que sostiene aquello del niño que todos llevamos dentro porque como dijo Ema Wolf alguna vez, esa es una idea monstruosa. Me refiero directamente a lo monstruoso que todos llevamos dentro.

A la sordidez y al resplandor. A la fiebre. A ese tiempo anterior al lenguaje que deja una marca en el cuerpo que más tarde se hará palabra escrita, y con suerte, volverá a su destino de marca.

Dice Quignard en su libro Pequeños tratados:

El cielo, el rí­o, el océano, los astros y la tierra son de una belleza majestuosa y no hablan. Las cuatro estaciones y su cortejo de plantas, de luz, de nieve, de bestias y vestimentas se suceden y no hablan. Los miembros, los ladrillos, los excrementos, los dientes, la pequeña infancia y la extrema vejez, los pétalos, la gravilla, los ojos y los sexos participan de esta belleza y no hablan. Los hombres discuten entre ellos, se dirigen a los dioses y dan opiniones porque temen a la belleza atroz. Las palabras de los hombres son agua y azúcar que se mezclan al concentrado del Arac más puro. Las obras son cucharitas que sirven para mezclar el agua, el Arac y el azúcar en el vaso. El vaso son las ciudades del mundo; esa mezcla diluida, la nombran con el extraño nombre de Lenguaje.

Hay algo anterior a este estado de aturdimiento, de lengua que de tanto hablar dice sin ninguna eficacia, de voces simultáneas multiplicándose en infinitas formas, de bla, bla bla, de renuncia a esa hermosura que es el rumor de lo que no habla.

Hay antes un sonido de viento, de mar sobre las rocas, de grillos en las noches de verano, eso que suena por encima de cualquier significado. Y hay “la lengua puesta en silencio” es decir: los libros. Esa forma de la lengua muda sobre la que se puede volver para limpiar, pulir, fragmentar, buscar el resplandor perdido.

Infancia

Cuando los niños juegan se pierden en los confines del juego. Dice Quignard: “empujan un carrito en el polvo. Ponen en movimiento sus labios, adelantándolos. Son en el universo algo que no es ellos, y que sin embargo tampoco es distinto de ellos y del universo”.

Cuando los niños juegan creen con fervor en las cosas y sus rumores. Se entregan de tal modo a eso que necesitan: intimidad y silencio. Habrán notado la contrariedad de un niño o una niña cuando alguien interrumpe su juego. O cuando se sienten observados: algo de esa entrega sagrada se quiebra. Se retiran. Renuncian a lo que vení­an haciendo. Porque la intromisión los pone en evidencia, rasga el velo. Subraya la insensatez del acto puro que responde al rumor que viene del deseo, la ausencia de lo inteligible, lo que no puede pasarse al orden del lenguaje. Uno contempla a distancia y sabe que nada va entender del asunto salvo esa alegrí­a luminosa de estar capturado hasta la médula. Y probablemente acompañe a la contemplación alguna nostalgia.

Porque de vez en cuando todos estamos en la quinta estación, nos dejamos tomar, como decí­a, por situaciones “poéticas” que exigen intimidad y silencio. Y es extraño el equilibrio, porque por una parte podemos aceptar el signo de epifaní­a, y sin embargo en el acto de contarlo pierde toda brutalidad, se domestica al pensamiento. Creo que ahí­, en ese desasosiego por lo que escapa, lo que se pierde, radica el trabajo de los artistas. Sobre esa lengua puesta en silencio los poetas raspan la superficie hasta que aparece aquello visceral, otro orden de cosas hundido en algún pliegue de la lengua.

En algunas ocasiones nos es dado compartir ese estado poético con otros: un deslumbramiento, una palabra cercana al silencio. Y esos otros pueden ser chicos, claro.

Oportunidad

La quinta estación siempre es inoportuna, llega fuera de tiempo. Irrumpe. Es más bien el tiempo quien debe acomodarse a la estación. La quinta estación es esquiva a toda forma de domesticación y al mismo tiempo dócil al cuerpo que la aloja.

Si alguien quisiera acercar poesí­a a gente de poca edad, si alguien estuviera dispuesto a correr el riesgo, a andar con la delicadeza que pide un encuentro en la quinta estación o sus arrabales, verá que hay algo de la sustancia que corre mejor cuando la atmósfera acompaña porque el cuerpo resiste a la desnudez de las palabras. Entonces, dadas esas condiciones quizá la quinta estación sobrevenga.

Y los objetos nos vendrán palabras,
las palabras paisajes,
los paisajes temblor.

Para llevarlos por un instante a ese lugar misterioso voy a leer una poesí­a de Marí­a José Ferrada:

"El paraguas"

El paraguas es una flor de tela impermeable que florece en medio del invierno.
Comienza la lluvia:
Clap,
clap
clap
Y los paraguas abren sus pétalos:
Flop,
flop,
flop.
Y las personas que lo saben olvidan por un momento que es invierno, incluso olvidan que son personas y se sienten abejas, orugas, mariposas bajo un árbol.
Llueve.
Llueve.
Las personas salen a las calles, abren los paraguas.
Van de la escuela al parque, del parque a la panaderí­a.
Clap, clap.
Flop, flop.
Y es un jardí­n que parece caminar.

 Puesto en línea en 2015.