Los retos del maestro con la promoción de la lectura

Diego Lebro

Fui atrapado por el encanto de las palabras en un descuido cuando tení­a ocho años. Recuerdo aquel junio de 1990 cuando decidimos ir a vacacionar a la vieja, pero encantadora finca de los abuelos. Mis primos y yo estábamos emocionados y planeábamos cada cosa que realizarí­amos durante esos veinte dí­as en los que estarí­amos disfrutando del aire fresco, de las innumerables frutas silvestres, de la cantidad de vasos de leche recién ordeñada que beberí­amos hasta estallar y de las carreras que harí­amos en los caballos que mi abuelo nos hací­a ensillar para que calmáramos la fiebre de sentirnos jinetes del Oeste.

Cada paso por Betel “que así­ se llamaba la finca “ estaba frí­amente calculado. Mi hermano, que era el primo mayor, se hací­a llamar el Vaquero Jefe y tení­a una especie de itinerario para cada dí­a: en las mañanas antes de que el flamante sol iluminara los verdeados surcos de café, todos debí­amos levantarnos para acompañar al mayordomo a arriar las vacas hací­a el corral; después de beber la calentita y espumosa leche que manaba de las tetas de las vacas, corrí­amos al ranchito de nuevo a desayunar, cosa que era imposible, pues todos estábamos hasta el cogote de leche y, cómo decí­a mi abuela, no nos cabí­a ni un granito de maí­z de lo llenos que estábamos.

Después de un rato de estar caminando de aquí­ para allá, de ver partir a los jornaleros a sus trabajos: potreros y cafetales, emprendí­amos la caminata por la montaña que se enfrentaba al ranchito de bareque; esta era un montaña alta y multicolor gracias a las matas de helechos, los bejucos, los matorrales de moras silvestres y el rastrojo “como solí­a llamarlo mi abuelo. Durante el trayecto í­bamos recolectando deliciosas moras, jugando a guerreros e inventando historias donde cada uno debí­a enfrentarse a temibles monstruos y a hechiceros despiadados para rescatar a todos los amigos imaginarios, que, según nosotros, habí­an sido capturados y que estaban a la espera de nuestra llegada triunfal.

Así­ transcurrirí­an los dí­as para esos niños citadinos exploradores del mundo campesino, de no ser porque la salud le jugó una mala pasada a uno de ellos y, para ser más precisos, a mí­.

Uno esperarí­a que en ese terreno silvestre hubiese tenido que enfrentar una enfermedad producida por el cambio de clima o por alguna picadura de una ví­bora o de cualquier otro animal propio de la zona, pero a mí­, precisamente a mí­, me vino la famosa varicela.

Tan pronto mi abuela me diagnosticó, me separaron del grupo de exploradores y tuve que permanecer el resto de las vacaciones alejado de cualquier contacto con el exterior; primero, porque podí­a contagiar a mi hermano mayor y a mis nueve primos que estaban rozagantes y sanos; segundo, porque el aire helado que corrí­a por los extensos potreros era perjudicial y podí­a agravar la enfermedad, y tercero, porque era preciso estar cerca de la abuela para tomar sus menjurjes de hierbas que servirí­an para erradicar el virus invasor de vacaciones y exploraciones. Así­ que para evitar mi llanto y aburrimiento me acomodaron un catre en la cocina para que pasara los dí­as al lado de las mujeres que, entre cuentos y risas, podrí­an hacerme la estadí­a más amable.

Allí­ solo estaban conmigo las cocineras, mi abuela, mi madre y, muy de vez en cuando, mi abuelo, cuando se atreví­a a entrar en busca de algo que le hiciese falta. De mi hermano y mis primos volví­ a saber cuando nos juntamos para salir a la espera de la chiva que nos llevarí­a de nuevo a la ciudad.

Pero fue ahí­ donde mi abuela, una mujer de aproximadamente cincuenta años, empezó a contarme historias, esas historias de vida que solo le pasan a las personas del campo: historias de guacas, de hombres sin cabeza, del patas que visita a los maridos que son mujeriegos, del pollo malo que recorre los caminos en la oscuridad, de brujas que suelen caer en los techos de las casas en busca de niños no bautizados y otras, muchas historias que llegaron a mis oí­dos para perturbarme y convertirme en un explorador de cuentos.

Mi abuela con su voz de olor a leña me embrujó con sus palabras, palabras que salí­an como humo e invadí­an mi cuerpo a tal punto que cada dí­a le pedí­a que narrara una nueva historia. Así­, entre cuentos sacados de las altas montañas y los chismes del marido de la vecina, del hijo de la tí­a, de la desaparición de la hija de la comadre ¦ transcurrieron los 20 dí­as hasta el fin de mis vacaciones.

Cuando llegué de nuevo a Neiva jamás volví­ a ser igual, querí­a que mi madre, mi hermano y mis profesores me contaran historias, historias nuevas, historias de embrujos, de brebajes y de sortilegios. Pero fue una aventura homérica que terminarí­a por convertirme en un aventurado lector.

Ahí­ llegó el deseo por los libros. Esperaba que ellos me cobijaran con sus nuevas voces, esperaba que me aventuraran por aquellos lugares que desconocí­a, pero que querí­a conocer, tal como lo habí­a hecho mi abuela. Pero como suele pasarles a los niños en un paí­s como Colombia, tener un libro en casa era pedirle al manzano que me diera guayabas. Habí­a otras necesidades que, según mi madre, eran más importantes y no daban espera. No niego que me desanimé, lloré, renegué y hasta vociferé en contras de todos: de mi madre por no regalarme una historia viva, de mi abuela por haberme metido esas ideas, de mi maestra por no tener ni la más mí­nima idea de la vida y aun así­ me repetí­a con su voz chillona y apocalí­ptica: Armando (sabí­a que detestaba que me llamaran por mi segundo nombre y creo que por eso lo hací­a), tienes que dejar de estar leyendo pendejadas y ponerte a estudiar para que seas alguien en la vida. Como si un niño fuera una piedra y como si para ser alguien tuviéramos que dejar de lado precisamente eso, la vida.

Recuerdo que empecé a leer para buscar aquello que mi abuela me mostró más allá de las palabras y que aún hoy desconozco; empecé a leer para llenar el silencio; empecé leer para vencer el miedo en las noches cuando extrañaba a mi madre; empecé a leer para hallar las respuestas que mi padre nunca me dio; empecé a leer para entender lo que le pasaba a mi cuerpo; empecé a leer para agarrar las palabras precisas y dejar aflorar mis sentimientos; empecé a leer para volar, aun cuando no tení­a alas; empecé a leer para acompañar las tristezas; empecé a leer para juguetear con las alegrí­as; empecé a leer para comprender la absurda guerra de mi patria; empecé a leer para salirme de lo práctico y útil y así­ aventurarme en lo desconocido. Cuando llegaron los años de pensar en ser alguien “porque según la profe Melva hasta ese momento no era nadie “ decidí­ seguir leyendo para hacerme maestro, maestro promotor de lectura.

“¿Ser maestro y de lectura? ¿Qué cosa es eso? “dijo mi madre “. Tienes que buscarte un trabajo que de verdad dé dinero.

Ahora que lo pienso creo que me hice maestro por venganza. Para vengarme de mis maestros que no tuvieron bajo su sombrero las lecturas que hilaran mis sueños y de mi madre, que siempre quiso cortarme las alas.

Hoy, ya en el ejercicio de maestro, con la mirada un poco más alta y los sueños más altivos, voy descubriendo que el gusto por la lectura nos puede venir por varios caminos. Una abuela que, a pesar de no tener más que el tercer año de primaria, conoce el valor y la fuerza de la palabra. Puede también ser un buen maestro que descubre en la lectura esa puerta para llegar a ese lugar indescifrable que se esconde en las almas de sus estudiantes. Quizás un dí­a cualquiera un buen amigo nos ofrece una parte del manjar. Puede ser que por algún motivo llegue a nuestras manos una revista donde descubrimos una reseña o un artí­culo que nos incita a buscar esa historia, ese libro. Tal vez en ese navegar por las redes nos dejamos tentar por un libro gracias a un fragmento que alguien comparte. Puede ser que en una visita a la biblioteca o la librerí­a, en un descuido un libro nos escoge, nos toma de la mano y nos va llevando por esos territorios nuevos que nos esperan para ser descubiertos. Y en el mejor de casos, son nuestros padres los que nos regalan cuentos para recordarnos que no estamos solos, que siempre están allí­. ¡Hay tantos caminos para entrar en lectura como lectores!

Pero ¦ ¿qué pasa si fallan la abuela, el amigo, la reseña y hasta la familia? ¿O si por el contrario nos resistimos al asalto de un buen libro? ¿Puede la escuela cerrar los ojos como aquella Durmiente que escribió Marí­a Teresa Andruetto, a la espera de una revolución?

Claro que no. La escuela ha de pensarse desde y hacia la lectura; debe abrirle puertas y ventanas para que entre triunfante como la gran aliada en ese fraguar de utopí­as y quimeras que muevan al mundo y a las personas que vivimos en él.

Por eso hoy, amigos, les propongo mirar al maestro desde las siguientes ocho perspectivas:

1. Del dictador de lectura al promotor de la lectura

El maestro ha de abandonar definitivamente esa postura de -dictador de lectura . El dictador ejerce el poder de manera desmesurada, no dialoga, no escucha, lleva lecturas obligatorias al aula y utiliza la evaluación como mecanismo de represión. El maestro promotor de lectura debe abrirse al diálogo, al consenso y al reconocimiento de los lectores que le circundan para ofrecerles los libros que estén acordes a sus intereses, a sus gustos y a sus necesidades.

2. Maestro Marí­a: palabrero (Marí­a es el nombre de mi abuela)

El maestro antes de ser maestro debe ser un palabrero. Debe haberse dejado tocar por las palabras, haberlas agarrado por el cogote para exprimirlas, para saborearlas, moldearlas, esculpirlas y, si un dí­a, se requiere, hasta desecharlas (Octavio Paz). Debe haber bebido de las fuentes, de lo que heredamos de los pueblos y de lo que nos regalaron y nos siguen regalando los grandes palabreros “los escritores. Además, debe saber prestar su voz para que cada palabra tenga el sabor, el color y la armoní­a necesaria, para que como humo invadan los cuerpos de sus lectores.

3. Maestro Varicela (esa que me sorprendió)

No me vayan a malinterpretar, no piensen que estoy diciendo que el maestro debe mandar a sus chicos a la cama. No. El maestro comprometido con la promoción de la lectura cada dí­a toma por sorpresa a sus lectores, los saca de su estado de comodidad en medio de lo banal y lo simple para llevarlos a que se descubran, a que encuentren su lugar desde la otra orilla, como bien dijo el poeta mexicano Octavio Paz.

4. Maestro cuento (ese que te roba el sueño)

El maestro cuento sabe llevar a sus chicos por los caminos de la lectura sin más pretensiones que la de abrir espacios para las preguntas y no para las respuestas. Pero permí­tame nuevamente hacer una aclaración aquí­: cuando digo las preguntas, no hago referencia a las preguntas que hace el maestro o el libro de texto para controlar que los lectores se hayan informado de la historia. No. Hago referencia a las preguntas que se hacen los lectores, esas preguntas que se quedan allí­, en el silencio, y que le permiten comprender que aún hay mucho más por buscar, por descubrir.

5. Maestro catre (da comodidad)

El maestro de lectura debe ser un buen conversador, debe saber poner los libros en el momento preciso para generar espacios donde los lectores se sientan con la libertad de expresarse, de cuestionar, de proponer, de poder ser niño o joven, con sus sueños, sus deseos, y donde hasta lo más inverosí­mil es posible.

6. Maestro mago (con un libro bajo la manga)

Todo maestro debe tener sus propios trucos dentro del sombrero. Debe haber leí­do los libros que lleva al aula y, además, debe vivir las metodologí­as que implementa. Un mago tiene su acto montado y organizado porque lo ha pensado, planeado y ensayado minuciosamente. Sin embargo, el maestro mago debe tener claro que en la interacción con sus lectores puede encontrar nuevas formas de realizar el mismo truco.

7. Maestro catador (prueba y prueba para compartir)

El maestro que se llame promotor de la lectura debe tener en su haber un montón de lecturas, no me pregunten cuántas, pero han de ser un montón. Tantas como pueda, que le permitan, además de nutrirse, desarrollar el olfato y el gusto para evaluar y seleccionar lo mejor del material que se produce hoy dí­a. Para ello debe buscar a los mejores aliados: escritores, otros lectores, bibliotecas, editoriales ¦

8. Maestro águila (el que cambia su plumaje)

Podemos llenar las aulas con los mejores libros, de los mejores escritores y de las mejores editoriales, pero si no cambiamos la forma de concebir la lectura, el lector y el contexto, y la relación de los tres, no lograremos más que seguir perdiendo lectores y ganando repetidores para exámenes estandarizados. Por eso es necesario que el maestro revise su didáctica de la lectura, y si al igual que el águila debe empezar a quitarse pluma por pluma, por doloroso que parezca debe hacerlo.

Nada en el maestro promotor de lectura está dado por el azar, nada parte de lo etéreo si está destinado a dejar huella. Por eso hay que dar estas otras dos miradas:

9. La promoción de la lectura como oficio

Los primeros y mejores promotores de lectura deben ser los maestros y para ello hay que preparase diariamente, acceder a lo mejor del material que hay sobre el tema, participar en charlas, debates, simposios, congresos, ferias del libro y/o encuentros donde se aborde la lectura. Además, es de vital importancia ser lectores de las realidades de las aulas y, como dice Beatriz Helena Robledo, -abandonar la idea de que el arte de la mediación es un arte rudimentario, fácil y banal .

10. Del promotor de lectura al payaso

El promotor de lectura no es un payaso, es una persona que presta su voz, su corazón y su alma para mediar entre los mejores materiales de lectura y los lectores. Se requiere cuerpo de lector, corazón de lector y sueños de lector. -Debemos abandonar la costumbre de hacer de la promoción de la lectura un acto circense  (Luis Bernardo Yepes).

Estoy seguro de que habrán muchos más aspectos que deban tenerse en cuenta para hacer de la lectura un verdadero encuentro y no un desencuentro, pero eso ya depende de usted, maestro, de su capacidad de leer las realidades y las necesidades de sus lectores. Porque hoy ya no se trata de medir la cantidad de libros que se leen por año, ya no se trata de inventarse recetas o tips para fabricar lectores, sino de reconocer las relaciones que establecen los lectores con la lectura.

Bibliografí­a
ROBLEDO, Beatriz Helena. El arte de la mediación. Espacios y estrategias para la promoción de lectura. Bogotá: Grupo editorial Norma, 2010.
YEPES, Luis Bernardo. No soy un Gánster, soy un promotor de lectura. Bogotá: Panamericana Editorial, 2013.
CHAMBERS, Aidan. El ambiente de la lectura. México: FCE, 2007.
ANDRUETTO, Marí­a Teresa. La Durmiente. Buenos Aires: Editorial Alfaguara, 2010.