Ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935).
  • Ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935).

A las palabras ¿se las lleva el viento? 

Iris Rivera

Ojalá que la lengua nos salga de la oreja. Que la lengua nos siga saliendo de la oreja porque de niños nos pasa eso: es de la oreja de donde nos sale la lengua. Al menos a los niños oyentes nos ha pasado: lo primero es la escucha. Oí­mos hablar, oí­mos contar, oí­mos cantar:

En un pueblo pescador en la playa de Nicasio
las redes vuelven vací­as, solo hay algas pa ™comer
y el niño sale a buscar a la reina de los mares
que bailando los cantares hace a los peces volver

De niños pasamos meses y meses con la oreja abierta y hablando en niñolés antes de articular la primera y festejada palabra en la lengua materna. De niños, -la lengua  nos ha salido de la oreja. Y ojalá sea de allí­ de donde nos siga saliendo. 

No fueron los libros los que nos iniciaron en el trato con las palabras: fueron las voces.

Laura Escudero dice que la lengua tiene sentido porque hay dos diferentes que desean conectar, y la conexión más intensa es la de dos que quieren comprenderse. La lengua, dice Laura, sale de la oreja del que reconoce a otro. Y le da lugar. Escuchar es dar lugar, dice. Y para escuchar es posible que ni siquiera haga falta una oreja que funcione. Se escucha con el cuerpo. Con el cuerpo entero. Una mamá sorda -escucha  a su bebé, lo capta. Y un bebé sordo aprende a escuchar de otras maneras si ha sido escuchado. 

Mi abuelo habí­a nacido en Burgos y nos contaba cuentos de España. Mi hermano y yo escuchábamos esas historias como autobiográficas, creí­amos que habí­an sucedido en Quintanilla Colina, su pueblo a orillas del rí­o Ebro. 

No hace tanto encontré aquellos cuentos, todos, en un libro de Juan Valera llamado El pájaro verde. Mi abuelo era un gran lector y, claro, ya no está para echarle en cara que esas historias las habí­a leí­do. O no, porque después supe que Juan Valera versionó allí­ cuentos populares. Tal vez mi abuelo los habí­a escuchado antes de leerlos.

Si nos habremos reí­do con esos cuentos. Y si se los habremos pedido a mi abuelo una y otra vez. Es que de niños nos gustaba escuchar la misma historia muchas veces, la paladeamos en su transcurrir, un placer que tal vez se nos va perdiendo a medida que crecemos. De adultos decimos: ah, sí­, ya conozco el cuento ¦ Con eso, el narrador queda frustrado y nos perdemos de reí­rnos otra vez (o de conmovernos o de quedarnos pensando o de todo eso junto). Pero de niños pedimos escuchar el mismo cuento muchas veces.

¿Por qué será que a los niños les/nos atraen así­ las historias? Será que no queremos que a las palabras se las lleve el viento. Y no se las lleva. Dicen los que estudian, que los humanos necesitamos narrar y narrar-nos porque la vida se nos da muy mezclada y enredada y toda junta para comprenderla como viene. Necesitamos desenredar la maraña empezando por alguna hebra y, para atraer alguna de las puntas del enredo, aprendemos a usar el imán de un conjuro hecho de palabras: -resulta que ¦  Así­, cada vez que escuchamos una anécdota o un cuento, aprendemos de paso cómo funciona ese imán tan poderoso y, sinquererqueriendo, lo empezamos a usar para contar y contar-nos lo que nos pasa y lo que hacemos con lo que nos pasa: resulta que ¦

Mi abuelo también era un arreglatodo. Reparaba lo que se rompí­a en el galpón del fondo y allá lo seguí­amos mi hermano y yo. Nos intrigaba el despliegue de alambres, tornillos, clavos, maderas, chapas y chapitas. ¿Qué estás haciendo, abuelo? A esto contestaba con otra frase imantadora. ¿Qué estás haciendo abuelo? Ya lo verás ¦ y nos mantení­a toda la tarde pendientes de su obra.

Una vez, Laura Devetach me dijo que el abuelo fue maestro para mí­ en el arte de narrar historias. Y no lo dijo por los cuentos que nos contaba. Lo dijo por el -ya lo verás  que es la clave de la intriga con la que nos mantení­a en suspenso a mi hermano y a mí­. -Resulta que , digo y me digo y les digo desde entonces. ¿Qué? ¿Qué pasó? Resulta que ¦ digo y me digo y les digo. Y mi abuelo dice y me dice y les dice: ya lo verás

Resulta que un dí­a ¦ y una punta de la maraña acude al llamado. Y la maraña empieza a aflojar el enredo. No mucho, lo suficiente como para que pueda/podamos ver de dónde viene esa hebra, qué vueltas hace falta desenredar. Entonces ¦ ¿entonces qué? Entonces con cuidado, con deslizamientos y tironeos, con toda paciencia, la hebra de la historia se va desprendiendo del enredo y despacio, despacito va pudiendo hilarse. 

íšrsula LeGuin dice que -contamos cuentos porque somos tan organizados que actuamos para evitar disolvernos en lo que nos rodea . O quedar enredados en la maraña de la realidad, agregarí­a yo. Por la misma razón, tal vez, es que nos atraen las historias desde niños. A mi nieto de un año le narro Jack y las habichuelas mágicas mientras le doy de comer. El cuento empieza y él me mira. Los ojos grandes y la boca bien cerrada hasta que llega otra palabra-imán: entooooonces ¦ Como por encantamiento, mi nieto abre la boca a la cucharada de puré y a la historia que también avanza a cucharadas. Entooooonces ¦ él libera la lengua que guardaba en la boca y recibe el puré mientras que, con la lengua sensible del oí­do, recibe las palabras. í‰l también tiene esa lengua que, como a todo niño, le sale de la oreja.

Los chicos crecen, se dice. Los niños y jóvenes son gente que está creciendo y no hay necesidad de interrumpir el crecimiento de la lengua en ningún momento, mucho menos cuando llegamos a adultos. Tampoco hace falta interrumpir el crecimiento de la oreja. Ojalá que, de adultos, nuestra lengua en crecimiento siga saliéndonos de la oreja cada vez más crecida en su función de escuchar.

Escuchar, como leer. A medida que puedo/que podemos paladear la historia, la madeja enredada se va volviendo comprensible. Y no digo solo entendible, sino además comprensible. En el diccionario, entender y comprender aparecen casi como sinónimos, salvo por una diferencia que resalto para mostrar, no una cuestión de palabras, sino de concepciones de lo que es leer. 

Cuando de comunicarnos entre personas se trata (y la lectura es una de las formas de la comunicación), entender tiene, para mí­, una diferencia con comprender. Puede que, ante un niño sordo --dice Laura Escudero-- renunciemos al intento de comunicarnos pensando que no puede -entender , olvidando que, de todos modos, comprender sí­ puede.

En una conversación, por ejemplo, no es lo mismo que mi interlocutor diga -te entiendo  a que me diga -te comprendo . Y usé un tono de voz distinto para mostrar la diferencia que tienen esas palabras para mí­. No uso el mismo tono para decir -te entiendo  que para decir -te comprendo .Es queentender tiene que ver, en mi mirada, con hacerse una idea, conocer, informarse, inferir, deducir, pensar. En este sentido, puedo decir que entiendo, por ejemplo, cómo se llevó a cabo la apropiación de niños durante la dictadura en nuestro paí­s. Entiendo cuándo, por qué y para qué. Entiendo en el sentido de estar informada de los hechos, pero no hay manera de que los pueda comprender. Porque comprender es, para mí­, mucho más que tener la información. Tiene que ver con rodear algo y acercarlo, acercárselo hasta llegar a incluirlo en uno mismo, así­ lo dice el diccionario en una de sus acepciones y es esta la que me interesa poner en primer plano. No puedo comprender la apropiación de niños, aunque entienda informativamente lo que pasó. No puedo comprenderlo porque no puedo aceptar, abrazar esos hechos hasta incluirlos en mí­. 

El deseo de entender, en el sentido de informarse, me lleva a tomar distancia, mientras que el deseo de comprender, en este otro sentido, lleva además el impulso de abrazar, sentir algo como mí­o. Yo no podrí­a decir que mi nieto de un año -entiende  el cuento que le ofrezco junto con el puré, pero ese gesto de abrir tamaña boca al influjo de la palabra entooooonces, me hace comprender que él comprendealgo. Los dos comprendemosun algo que no sé explicar porque no es que lo entiendo de una manera que me permita informar qué es eso que comprendo que él comprende. Me queda decirlo de esta manera rara: a mi nieto la -lengua  le sale de la oreja. 

En el escuchar o leer un cuento se juega el entender, pero además, el comprender. Se puede entender algo aunque no se lo comprenda, como en el caso de la apropiación de niños. También se puede comprender, como mi nieto, sin entender del cuento lo que yo, adulta, u otro adulto u otro niño de la misma edad o de otra, -entenderí­a . Por eso, para saber que mi nieto comprende, me basta con que abra de ese modo la boca mientras abre los oí­dos.

Y llego ahora a lo que voy con esta cuestión que parece de palabras, me avisa Marí­a Inés Bogomolny, pero donde se juegan toda una concepción de lo que es leer: qué nos pasa a los adultos cuando nos empezamos a preocupar porque los niños -aprendan  a leer. Quiero decir, qué nos pasa como padres y como docentes, cuando pasamos de disfrutar estas escenas de niños comprendiendo y nos deslizamos a preocuparnos por generar situaciones que los pongan en trance de -demostrar que entendieron  y, peor, lo que suponemos que -tendrí­an que entender .

De esta concepción que considero superada (desearí­as que estuviera superada, apunta en mi oí­do Marí­a Inés) se apoyan muchas de las famosas -guí­as didácticas  que aparecen en los libros de texto bajo la denominación de -actividades de comprensión lectora : ¿quiénes son los personajes? ¿cuál es el conflicto? ¿por qué el protagonista hace tal o cual cosa? ¿qué pasa después de que lo hizo? ¿resuelve el conflicto? ¿cómo?  Todas estas preguntas apuntan a que el lector demuestre que entendió en el sentido de estar informado de lo que pasó en la historia. Pero comprender una obra ¿es solo -entender  lo que pasó ahí­? ¿Es eso comprender?

Escuché que en algunas escuelas preparan la visita de un autor organizando un juego al que llaman -El imbatible , inspirado en un programa de TV. Lo que preparan es un juego de preguntas y respuestas del orden de lo informativo. El autor o autora asiste como jurado y debe decir si la respuesta es correcta o no, con lo que los participantes se van eliminando hasta quedar como ganador el más informado, el desdichado -imbatible . Des-dichado digo, porque en esa competencia de memoria, lo que primero se pierde es la dicha de leer. Escuché que los autores se ven en trance de -estudiar  sus propios cuentos o novelas porque no recuerdan esos detalles sobre los que tendrán que juzgar a sus lectores. Y si los propios autores no los recuerdan, ¿por qué tendrí­an que recordarlos los lectores? Y lo que es peor: ¿para qué? Un lector de literatura es lo opuesto a un imbatible: es alguien que entra a un texto, se deja llevar y hasta invadir, habitar por la historia y ser un habitante de ella. Y suele ocurrir que recuerde nombres, escenas, secuencias, pero no porque lo hayan puesto en el trance de competir, sino porque esos nombres, escenas, secuencias le dejaron marcas indelebles que tienen que ver con cada lector. Un lector es un habitante dichoso de la obra, aún en el caso de que la historia lo haga sufrir. ¿El imbatible? Como lectora, muchas obras me dejan en todo caso batida y hasta abatida. Eso es leer. Debo haber leí­do Rayuela no menos de diez veces en diferentes momentos de la vida ¦ y no podrí­a contar el argumento. Y si pudiera ¿para qué lo harí­a? íšnicamente de malvada, para ahorrarle a alguien la experiencia vital de leerla.

Andrea Ferrari dice que, a los que escribimos, lo que nos crece en la oreja es el lápiz, y me deja pensando que el lápiz es una de las formas que toma la Lengua. Lengua oral, lengua escrita, lenguas las dos.

Pero volviendo a las guí­as didácticas, hay otras que se presentan como -superadoras  porque no apuntan con el dedo a los lectores para que recuerden datos. Pero resulta que están, de todos modos, sostenidas en la misma concepción tan alejada de lo que es leer para quienes ya fuimos tomados por esta experiencia intransferible, pero contagiosa.

¿Qué te llama la atención en esta historia? Poco atento, el mediador que no pudo notar qué llamó la atención de los niños o jóvenes a quienes se dirige. Pero si lo notó y lo pregunta, esa pregunta es un recurso para hacerlos hablar. Y los lectores que se están iniciando, se dan cuenta. El uruguayo Germán Machado sugiere a los adultos mediadores: -lea lo que el niño le pide, pero también lo que el niño le da . Machado se refiere, con todo acierto, a escuchar también lo que el niño nos quiere leer, aunque ese niño todaví­a no lea palabra escrita. Suscribo la sugerencia a la vez que la amplí­o: entre las lecturas que el niño nos da, habrí­a que incluir al niño mismo, al joven mismo y decir: leer lo que el niño/joven nos da, incluye lo que dice con el cuerpo, con los sonidos de su respiración y sus interjecciones, con las expresiones de su cara, con su manera de atender y/o desatender.Ese niño, ese joven, cadaniño y cada joven nos da y se da a leer.

¿Cómo te parece que es la protagonista de esta historia? Silencio incómodo para el mediador seguido de una -ayuda  a los lectores (la ayuda es en realidad para sí­ mismo, para calmar su impaciencia): ¿Pensás que es valiente, independiente, curiosa, tí­mida, generosa? Pregunta de muchas opciones, pero cerrada: los niños y jóvenes no tienen más que elegir una. Hace falta ser muy osado para disentir con todas y aportar otras.

¿Qué hubieras hecho en su lugar? Pregunta de lo más intrusiva. ¿Se espera que los lectores quieran exponer sus decisiones vitales delante de todo el grupo, así­ como así­?

En el afán de contagiar lectura, nos puede pasar que nos volvamos inquisidores por escrito. Tantas guí­as didácticas contienen propuestas de -actividades  inspiradas en esta solapada de inquisición ¦ Es fuerte la palabra inquisición, ya sé, pero es que quiero resaltar el hecho con doble subrayado. Y tampoco estamos libres de estos deslices cuando nos proponemos conversarsobre lo leí­do sin llegar al extremo de pedir que los niños y jóvenes -demuestren lo que entendieron  por escrito. Como conversadores también nos podemos volver preguntadores seriales. 

La conversación sobre lo que leí­mos es una de las propuestas más interesantes en materia de lecturas y lectores, pero siempre que se trate de una conversación genuina, no de un interrogatorio. En mi camino como aprendiz de mediadora, me pasó y me pasa que resulta difí­cil soportar que los lectores hablen todos juntos, pero también tolerar que ninguno hable. Es difí­cil sumar mi silencio a ese silencio habitado que genera una obra que nos dejó vibrando. Es tan difí­cil esperar a que el silencio se rompa con la primera palabra sin que esa palabra sea la mí­a ¦ Para calmarme en la espera, me acuerdo de lo que siento como espectadora al salir del cine después de ver una pelí­cula que me pegó fuerte. La última que vi fue Agosto, basada en la obra de Tracy Leets. Se podí­a tocar el silencio con el que los espectadores buscábamos el pasillo en penumbras, mirando nuestros pies, atentos a las luces del piso, para no tropezar. También, el encandilamiento al salir al hall. ¿Qué hubiera pasado si, en ese momento, alguien me interpelaba? ¿Qué te llamó la atención de la pelí­cula? ¿Cómo calificarí­as a la protagonista? ¿Pensás que es valiente, trastornada, honesta, mal bicho, pobrecita? ¿Qué hubieras hecho en su lugar?

Claro que todas estas preguntas (y otras) aparecen al rato. Al rato y en la conversación genuina, no forzada. -Si no converso no hay educación --dice Carlos Skliar-- El otro es presencia, pero también es existencia . Lo que nos pasó en el cine con la pelí­cula, aparece después y raramente como preguntas. Es que una obra artí­stica (literaria o teatral o de cine o ¦) no está hecha para ser -entendida  a la manera en que se entiende un texto informativo, sino que apela a nuestra comprensión del mundo y de nosotros en trato con los otros, de nosotros en el mundo. Y comprender tiene que ver con poder rodear algo con los seis sentidos (incluida la intuición). Rodearlo y acercarlo y abrazarlo y dejarse tocar, atravesar y reaccionar de la manera en que cada uno reaccione de acuerdo con la manera en que cada uno ha abrazado o no, se ha dejado tocar y atravesar o no por la obra en cuestión. 

La primera caracterí­stica que necesitamos desarrollar para volvernos mediadores es la de volvernos lectores, pero si ya contamos con ella, la siguiente capacidad que nos harí­a falta cultivar, me parece, es la de moderar una conversación en grupo. Quiero decir, moderarla de manera que no se vuelva un cotorreo donde nadie escuche a nadie y tampoco un interrogatorio donde los participantes sientan que todo lo que digan podrá ser usado a su favor ¦ o en su contra.

La conversación genuina puede ayudar a convertir a la escuela en La Gran Ocasión de la que habla Graciela Montes. Encuentro para y en el leer, para y en el hablar de las múltiples lecturas posibles a las que cada obra artí­stica da lugar. La Gran Ocasión de leer y decir, de escuchar decir, de decir y ser escuchados, de recibir palabra y gesto y devolver gesto y palabra. Palabras y gestos de los que convocan sentires, organizan pensares, provocan a decir.  

Ocasión grande empezando por la escucha ya que la lengua nos sale de la oreja. Y escuchar no es solo oí­r, es demorarse en oí­r. Para dejarme alcanzar por las voces de los otros, hace falta que yo, mediadora, haga silencio de mí­. La escucha es un ejercicio. Mis ideas, mis palabras se callan por el momento, se a-callan para poder recibir las palabras del otro, para hacerle lugar a lo que tiene de único, de diferente, de singular. Y voy a la sorpresa, a lo que hay en el otro de imprevisible para mí­, a lo que contiene, a lo que lo contiene y lo desborda, a lo que es. Carlos Skliar lo dice así­: -dejar a los otros ser como otros .

El otro es otro adulto, un joven o un niño. Yo misma soy la otro de los otros. Y, en el medio de todos, esa esperanza de ida y vuelta llamada diálogo: los gestos, las palabras. La escuela es un lugar privilegiado donde nos encontramos dentro de una -comunidad de lectores . Aidan Chambers se refiere a este -hablar juntos  como un momento de -despegue  hacia lo que, hasta el momento de la charla, nos era desconocido.  Descubrimos lo que no se nos hubiera ocurrido pensar a solas. De nuestro solitario -texto pensado , que es un tejido, va surgiendo el -texto conversado , otro tejido que crece a lo ancho de la lectura en grupo, a lo largo en el tiempo del encuentro, y que sigue creciendo cuando nos lo -llevamos puesto . Entonces, ese -despegue  del que habla Aidan Chambers, es también profundización: encontramos otras -capas  en el texto, otras capas en nosotros, otras capas en las demás personas (en los distintos niveles de profundidad que tenemos las personas).

Para un docente, para un bibliotecario hay una interesante distancia entre pensar la lectura como un hábito (el tan trillado -hábito de la lectura ) y pensarla como un -lugar habitable , dice Marí­a Inés Bogomolny, un -espacio a habitar  en el que no necesariamente estaremos solos, aunque también podamos estarlo si queremos y tenemos la oportunidad.  

¿Cómo favorecer el desarrollo de estas competencias en las personas de cualquier edad? Una de las maneras es, seguramente, poniéndolas en juego, con todo lo que la expresión -poner en juego  implica. No se trata de un juego de preguntas y respuestas donde hay uno que sabe y los otros tienen que dar con la respuesta correcta. Se me erizan hasta las pestañas cuando veo que en algunos libros de texto esas actividades inquisidoras que malacompañan a la literatura van a su vez malacompañadas con un engendro diabólico llamado -solucionario .  ¿Solucionario? ¿A qué se supone que estamos jugando? El juego que propone el arte es como el de la vida: las respuestas son siempre provisorias, las preguntas siempre se están reformulando. No es lo mismo un interrogatorio que un diálogo. No es lo mismo responder a las preguntas que nos hacen que formular las preguntas que nos hacemos. No es lo mismo alguien que pide que contestemos sus preguntas que otro que nos habilita para expresar las nuestras. Ni qué hablar del que nos hace las preguntas y, por si no acertamos, nos impone las respuestas suyas. ¿Viene la vida acaso con algún solucionario?

Mediar es, de alguna manera, estar en el medio entre las personas y los libros. Pero se puede estar -en el medio  a la manera de una medianera ¦ o a la manera de un puente. Al docente, al bibliotecario, al adulto que trabaja para volverse puente es al que damos el nombre de mediador. Laura Estefaní­a hila más fino en el concepto de mediación. Se pregunta si esta concepción, a fuerza de instalada, no corre el riesgo de cristalizarse. Entonces habla de la necesidad de -romper el dique  entre yo mismo y el otro. Dice que un coordinador necesita ser un -rompedor de diques . Laura me deja pensando: de qué sirve construir un puente si ese puente va de un dique a otro dique. Un mediador que además sea un -rompedor de diques  (empezando por el propio) no recibe la palabra del otro -como quien oye llover : la escucha. Y -esa escucha --dice Cecilia Bajour-- se extiende no solo a lo dicho con palabras, sino también a los signos transmitidos por gestos elocuentes. Escuchar también pasa por leer lo que el cuerpo dice . O nos puede pasar lo del cuento de Sandra Siemens: -tanto barullo habí­a en ese palacio, que dejaron de escuchar el silencio de La princesa más pequeña .  

La caracterí­stica por excelencia del -rompediques  es la valoración de la palabra del otro, cualquiera sea esa palabra. Un mediador no es alguien que detenta el poder sobre las lecturas ajenas: es un lector dentro de una comunidad de lectores. Es un lector con mayor experiencia, pero sus mismas competencias le hacen ver que un texto literario no tiene una sola lectura, sino un abanico de lecturas posibles y que cuanto más conversemos sobre él, más podremos abrir ese abanico. Un mediador es un lector con derecho a opinar y que, de hecho, pone también su opinión a consideración del grupo. Pero poner no es lo mismo que im-poner. El mediador no es alguien que tiene la  palabra última ¦ en principio porque, tratándose de literatura, no existe la llamada -última palabra . Sin embargo, apunta Germán Machado, existen palabras que han ido más lejos, que avanzaron más. Y esto me hace pensar que, en una conversación genuina, esa palabra que va más lejos, que ilumina una zona antes oscura, puede y no está mal que parta del mediador, pero nada impide que pueda también partir de un niño o joven que deje al adulto, por experto que sea, con la boca tan abierta como la de mi nieto.  

El mediador necesita -aceptar al otro en su diferencia, su lectura y su visión del mundo con esa diferencia --dice Cecilia Bajour-- aunque no coincida con ella . Deja a los otros ser otros, dirí­a Carlos Skliar. Y Laura Estefaní­a me hace pensar que ese -dejar  no es un -permitir  y tal vez tampoco -habilitar  (el que habilita, como quien da permiso, se sitúa en un lugar de poder). Dejar ser a otros es -dejar de interferir . Esta democracia de la palabra pone a un costado también la sobreprotección. Son posibles y deseables las escenas en que los lectores quedan -inquietos o en estado de pregunta , dice Bajour. Y está claro que no se refiere a la pregunta de un cuestionario, sino a la incertidumbre, a las preguntas internas que generan la literatura, el arte, la vida. ¿Solucionario? 

Un mediador, buen conversador, no es alguien que abandona el grupo a su suerte, lejos de eso, es un coordinador que todo el tiempo hace cosas desde el acompañamiento. -Arma la escena , dice Laura, y acompaña. 

Valora los decires de su grupo y lo hace saber. Toma lo que alguien dijo y lo repite en voz alta para devolverlo al grupo y que siga la conversación. Amplí­a, sugiere, acompaña, invita a avanzar y profundizar, lo que no le impide respetar los silencios. El silencio sincopa, dice Paula Bombara, crea contrapuntos mentales y fí­sicos cuando se lo deja actuar. Gracias al tiempo de silencio que se genera en uno --dice- la comprensión es posible.  

Por eso el mediador está presente, pero sin protagonizar ni monopolizar. Da su opinión y escucha las consideraciones del grupo en relación con ella. Se queda pensando y festeja las preguntas aunque no tenga las respuestas, sobre todo si no las tiene. Abre la discusión cuando parece cerrarse, convida (cuenta algo acerca de un libro, lo muestra, lee un fragmento), y celebra cuando es convidado. Da curso a las iniciativas que surgen, se entusiasma y contagia su entusiasmo por leer, descubrir, conocer.Y todo esto puede hacerlo porque se va volviendo experto. Lector experto, dialogador con sus pares y -mediador-rompediques  experimentado en las prácticas de las que va aprendiendo el arte (este otro arte) de coordinar una conversación entre lectores. -La praxis , apunta Germán Machado. Y en esa praxis son posibles unas prácticas -otras  que parten de una concepción muy otra que la que sostiene las -guí­as didácticas de comprensión lectora  que perviven en los libros de texto. Tan otra la concepción y tan otras las prácticas, que esas guí­as didácticas, a mi modo de ver, no se sostienen más.

De niños, la -lengua  nos ha salido de la oreja. Y ojalá sea de la oreja de donde nos siga saliendoporque esta es una de las claves para volverse persona, lector y mediador. No fueron los libros los que nos iniciaron en el trato con las palabras: fueron las voces. Y ahora que somos adultos y que nos proponemos acompañar a otros niños y jóvenes a crecer en el trato con las personas y con las palabras, ojalá que la lengua todaví­a nos salga de la oreja. Que podamos, en materia de arte (y la literatura es una de las artes), evitarles a los niños la tensión de sentirse interrogados sabiéndose interrogantes. Que consigamos respetarles el derecho a formular sus propias preguntas, el derecho a quebrar cualquier saber que se les ofrezca cristalizado con sus inquietudes que pujan y los empujan a gestarse, a darse a luz a sí­ mismos, a crecer junto a otros y a favor de todos.

En los mares de los cuentos, los cantos y las conversaciones, las palabras -saltan como platinados peces . Así­ lo dijo Pablo Neruda. Por eso, el canto con el que empezó esta charla:

En un pueblo pescador
en la playa de Nicasio
las redes vuelven vací­as
solo hay algas pa ™comer

Pero si los mediadores nos volvemos rompediques, capaces de escuchar a niños y jóvenes, ellos no volverán de las lecturas con las redes vací­as. Y leer no será privilegio de los que por inclinación natural vayan a su encuentro. Se me figura que somos herederos del arte fascinador y fascinante de Pincoya, la reina de los mares:

La bella escucha el llamado,
van a la orilla del mar ¦

Tenemos la tarea de escuchar el llamado de quienes ahora mismo nos están llamando y también de los que todaví­a no.

y Pincoy toca su ritmo,
Pincoya sale a bailar.  

Una tarea cuya recompensa escapa a todo cálculo:

Las olas se van llenando
de peces encandilados:
salen ya los pescadores
para sus redes colmar

Que a las palabras no se las lleve el viento, que podamos abrazar el arte de Pincoya, ese que promete multiplicarse en cada mediadora, en cada mediador.

Volveré con luna llena
si me buscas aquí­ estoy.  
Quiero invitar a bailar
a Pincoya y a Pincoy.

 

(Texto leí­do por su autora en las Jornadas Internacinales de Literatura Infantil y Juvenil, Córdoba, Argentina, 2014.)