¿Solo para adultos? ¿Solo para niños?

Paula Rivera Donoso

De niña, me llamaba mucho la atención el solo para adultos en pelí­culas o programas nocturnos. Pero ese mundo vedado, que para mí­ contení­a secretos que aún no me correspondí­a conocer, no tardó en mostrar su miseria: con el tiempo comprendí­ que se le llamaba adulta a una historia solo por incluir altas dosis de violencia y sexo desenfrenado. Descubrí­ así­ que el término no se trataba de revelaciones imposibles de entender siendo niño aún, sino que apuntaba sólo una simplificación de lo que significa ser humano en nuestros tiempos.

Esta estúpida categorí­a de edad tiene su reverso en aquellas historias solo para niños, como suele identificarse a la literatura infantil, como si las expresiones artí­sticas tuvieran caducidad al momento de ser disfrutadas.

No se puede negar que existen historias cuya complejidad no las hace recomendables para niños. Pero esto parece deberse, principalmente, a que muchas de ellas narran aquellos temas retorcidos que los adultos han arrastrado a sus vidas con los años. No en vano en nuestro contexto cultural se tiende a considerar una obra infantil, más como término despectivo que como clasificación de género, si no se escribe desde lo ineludible en literatura latinoamericana en general y chilena en particular: dictaduras, polí­tica, marginalidad, urbanidad, pueblos originarios, identidad continental. A un niño puede que algunos de estos temas no le arranquen más que bostezos, y quizá con razón: con toda la razón que puede tener alguien que tenga intereses e imaginarios únicos y que los prefiera por sobre otros por resultarles más significativos. El punto es que nosotros también los tenemos, solo que nuestra adultez nos condiciona a ocultarlo para no ser rechazados por los intereses e imaginarios que la sociedad considera válidos.

Esta adultez también nos condiciona a hacer de la literatura destinada a los niños una obligación escolar instrumental, moralizante y didáctica. Mientras que al parecer hay una tendencia de legitimar lo más banal del ser humano como adulto, en los niños se suele hacer una idealización barata de la infancia, donde todo debe ser lindo y bueno, la poesí­a debe tener rimas y la narrativa una moraleja, todo según las edades de los locos bajitos.

Lo que no se dice es que tras esa estupidización se esconde un rentable negocio que vende historias domesticadas para mantener el mercado de algunas editoriales escolares, aprovechándose muchas veces de la soledad de los niños ante el embrutecimiento de sus padres. Obvio: si yo no conozco a mi hijo por tener que trabajar 45 horas semanales más horas extras, llegando a casa básicamente para prender la televisión, prefiero comprarle un libro de autoayuda infantil en lugar de leer con él un libro como El Hobbit. Obviamente es mucho más sencillo entregarle a un niño respuestas predigeridas y ajenas sobre cómo desenvolverse en el mundo que pasar meses compartiendo con él la experiencia de un personaje comodón que termina saliendo al mundo para convertirse en algo más que un héroe: alguien que es capaz de hurtar el tesoro de un dragón y aun así­ volver a la vida tranquila de su hogar para contarlo.

Pero claro, El Hobbit no solo es un libro extenso, sino también de Fantasí­a, y todos los adultos sabemos que lo que los niños en verdad necesitan es conocer cosas de su propia realidad, ¿verdad? Porque naturalmente los niños solo debieran concebir su entorno en la cotidianidad más vulgar: el colegio, la casa, el parque. Viajar a otros mundos a través de la imaginación es un peligro, pues siempre está el riesgo de que no regresen más o que, aun haciéndolo, hayan cambiado tanto (¿como Bilbo Bolsón ¦?) que ya no puedan integrarse de manera productiva a la sociedad.

En fin: estas concepciones de -adulto  e -infantil  parecen sostenerse en exageraciones polarizadas (la brutalidad descorazonada en oposición a la ingenuidad descerebrada), que no representan lo que significa madurar en experiencias vitales ni el potencial lúdico y creador de la imaginación de los primeros años. Peor aún, se considera que el primer término es el resultado final del proceso de crecimiento (tanto de vida como lector), aquello a lo que se aspira a llegar, mientras que el segundo parece corresponder a una fase inicial, casi vergonzosa, a la que hay que modelar bajo patrones bien delimitados. Poco parece importar en este proceso que estas experiencias lectoras validadas socialmente en la infancia se hagan pedazos al alcanzar la adultez. Que en realidad nadie viva según los códigos de la moralina, y que de hecho no haya que hacerlo si se pretende ser más exitoso que los demás.

Bajo semejante modelo, claro que lo -infantil  es estúpido y digno de desprecio ¦ De no ser porque las caracterí­sticas anteriores merecerí­an más bien denominarse como pueriles antes que infantiles, vale decir, una degradación de lo que significa ser un niño.

Si los adultos estuvieran más preocupados por intentar descubrir cuáles son los verdaderos intereses de los niños, en lugar de simplemente someterlos a las mentiras que a ellos les convienen, comprenderí­an que no andan buscando valores falsos ni metáforas forzadas ni didactismo funcional en la ficción. Los niños buscan historias importantes y amenas, que cambien sus propias vidas antes que al mundo que los rodea.

Muchos niños no buscan por su propia motivación novelas o cuentos que se den vueltas en cí­rculos sobre los temas que los adultos consideran cruciales que lean. No buscan la historia de su paí­s, ni las tradiciones o culturas de sus pueblos originarios, ni parecen tampoco tener una predisposición innata por desenterrar horrores polí­ticos cuyas huellas, en la fortaleza de su infancia, apenas logran percibir en sus contextos y cuya sola presencia en la vida de sus familias, muchas veces, logra sanar bastante.

Muchos de ellos tal vez disfruten algunas de estas historias, o al menos puedan apreciarlas a su manera tras la mediación de un adulto, pero lo más probable es que puedan ser tan significativas para ellos como cualquier otra que no hable de ninguna de estas cosas y que sin embargo sí­ se relacione mucho más con su imaginario que las otras: historias de otros mundos, amigos imaginarios o cartones que pueden convertirse en barcos voladores si tú lo crees de verdad.

En otras palabras, un niño valora con mucha más intensidad que un adulto la naturaleza de storytelling de la ficción, que aquí­ podrí­a entenderse por el placer que estremece la imaginación al entregarse a una historia entretenida y desafiante y cuyas experiencias de lectura puedan aplicarse a diversas experiencias de vida. Y por diversas pueden considerarse no solamente a las de la infancia pues, contrario a lo que muchos adultos han intentado hacernos creer a través de las franjas etarias de sus colecciones editoriales, no existen verdaderos rangos de edad que establezcan si un libro puede o no leerse (y entenderse) por un lector niño de cierta edad. Después de todo, si consideramos que la literatura infantil es efectivamente literatura, no podemos seguir viendo sus obras como como cremas para la piel, que sirven sólo para determinadas fases de la vida y que luego deben abandonarse y reemplazarse por otras. Menos aun cuando los niños, si los consideramos como seres humanos, tienen progresos lectores distintos, independientes de su nivel escolar o edad.

Pero las verdaderas buenas historias no tienen edad. Se resignifican a sí­ mismas en cada nueva lectura, justamente a medida que vamos teniendo nuevas experiencias de vida ¦. Es decir, a medida que vamos creciendo en años y madurez, para convertirnos en verdaderos adultos. Porque así­ como la niñez no significa ser un receptáculo a llenarse de utilidades ajenas, la adultez no debiera enfocarse en su ruptura, entregándose desenfrenadamente a todo aquello que por años permaneció vedado con la franja -no apta para menores de 18 años . Porque toda verdadera buena historia es apta para toda la humanidad, sin importar su edad o condición, y especialmente para quienes estén perdiendo la suya.

Ursula K. Le Guin, quien algo sabe de historias que verdaderamente importan, decí­a en uno que el adulto creativo es un niño que sobrevivió. Quiero agregar algo más: creo que la mejor literatura infantil, esa que podemos leer a los ocho años y luego a los ochenta y ocho y seguir encontrándonos palabras que nos sacan nuevas lágrimas, nos convierte con el tiempo en verdaderos niños: aquellos que han sabido preservar los sueños y el imaginario de su infancia a salvo de la degradación de los años, en cuerpos y mentes adultos. Aquellos que al fin cuentan con el poder y la capacidad suficientes para hacer de esos mundos tan verdaderos como imposibles, amados desde siempre, una realidad.

(2014)