Ilustración de True Williams para la primera edición de
  • Ilustración de True Williams para la primera edición de "Las aventuras de Tom Sawyer", de Mark Twain. Hartford, Connecticut: The American Publishing Company, 1876.

Las aventuras de Tom Sawyer: una lectura fascinante

Dolly González Valencia

Introducción

Las aventuras de Tom Sawyer es una de las novelas más importantes del escritor estadounidense Mark Twain. Fue publicada en 1876 y se ha consagrado como una de las obras cumbres de la literatura infantil y juvenil. En ella Twain construye una historia llena de graciosas travesuras y aventuras que giran en torno a Thomas Sawyer, nuestro querido Tom, un niño huérfano que vive con su hermano menor, Sidney (Sid), bajo el cuidado de su estricta pero amorosa tía, la tía Polly, y de una prima, Mary, además de Jim, un esclavo negro. Tom vive en San Petersburgo, que según los críticos representa a Hannibal, la ciudad en la que creció Twain, y que es bañado por el gran río Misisipí, el río que Tom y sus amigos suelen frecuentar. Tom es un niño inquieto, sagaz, imaginativo, dulce, inteligente, poco dado al acatamiento de normas; apasionado por los libros, en especial por las historias de piratas, a las que toma como autoridad y de las cuales extrae la materia para inventar juegos e idear aventuras con sus amigos. La tía Polly se esfuerza por hacer de Tom un buen niño, como Sid; lo regaña y lo castiga por sus travesuras, aunque algunas veces se le parta el alma al hacerlo. A Tom no le interesa ser un niño modelo de buen comportamiento, él sólo vive para sus aventuras. Aunque algunas veces sienta pena por hacer sufrir a la tía Polly, no puede evitar hacer novillos —“capar clase”— para irse al río a jugar con sus amigos, especialmente con Joe Harper y con Huckleberry Finn, el niño callejero del que los adultos del pueblo quieren que todos los niños se mantengan alejados.

El tema de la felicidad en la LIJ

Twain pone en el prefacio de Las aventuras de Tom Sawyer estas palabras: “Aunque mi libro se dirige sobre todo al entretenimiento de chicos y chicas, espero que no será desdeñado por hombres y mujeres, ya que parte de mi preocupación ha consistido en recordar a los adultos con agrado lo que ellos mismos fueron una vez y cómo sentían y pensaban y hablaban, y en qué extrañas empresas se enredaban a veces”.

La preocupación de Twain por hacer de su obra una apropiación no sólo de chicos, sino también de grandes, en mi caso, no ha sido en vano. Leyendo este libro sentí una mezcla de alegría y nostalgia de volver a mi niñez; de volver a los tiempos en que solía jugar con mis hermanas, pelear con ellas, recibir regaños de mis papás y sentir, como Tom, ganas de morirme para que mis papás y mis hermanas sintieran pena por mí, por lo que ellos me habían hecho (1). También llegué a sentir una especie de “arrepentimiento” de haber sido casi siempre la niña modelo de buen comportamiento, encarnación tal vez de Willie Mufferson, al que “todos los niños odiaban por ser tan bueno y además porque continuamente se les comparaba con él” (Twain, 1876: 39) o de Sid, “chico tranquilo y poco dado a las aventuras y problemas” (Twain, 1876: 8), de no haber hecho más travesuras, de no haber escapado de las bien intencionadas normas de mis papás, que igual que la tía Polly, se empeñaban en que fuéramos buenas niñas, con buenos modales.

Llegan ciertos momentos en que uno comienza a hacer balance de cómo ha conducido su vida de cara a la pregunta por la verdadera felicidad, y entonces uno se da cuenta de algo que Tom parecía saber, quizá no conscientemente: que la vida está hecha sólo de momentos fugaces y que uno debe tratar de disfrutar cada uno de ellos. Tal vez por eso Tom no se preocupaba por la felicidad en otra vida, en el paraíso celestial futuro, sino que disfrutaba cada momento por su valor intrínseco, por el mero disfrute del instante, como se puede apreciar en este pasaje:

"El ministro anunció el texto y discurseó monótonamente sobre un argumento tan prosaico […] era un argumento que trataba del fuego eterno y que dejaba a los elegidos predestinados convertidos en un grupo tan pequeño, que casi no valía la pena salvarlo. Tom contó las páginas del sermón; después siempre sabía cuántas había tenido, pero rara vez sabía nada más del discurso. Sin embargo, esta vez él estuvo muy interesado durante un rato. El ministro trazó un cuadro grandioso y conmovedor del momento de la reunión de todas las huestes de este mundo al cumplirse el milenio, cuando el león y el cordero yacerían juntos y un niño pequeño los conduciría. Pero lo patético, la lección, la moraleja del gran espectáculo no fue captada por el chico; él sólo pensaba en lo notorio del personaje principal ante las naciones que le contemplaban; se le iluminó la cara con este pensamiento, y se dijo a sí mismo que le gustaría ser aquel niño, siempre y cuando el león fuera manso" (Twain, 2000: 41. El destacado es mío).

Sin embargo, quiero señalar que no pretendo hacer una apología de una “rosada felicidad infantil”. Y, de hecho, una de las cosas interesantes de esta obra es que Twain no minimiza los problemas a los que se puede ver enfrentado un niño, ni los sentimientos que estos puedan experimentar ante ellos. Pues como adultos tendemos, en muchas ocasiones, a menospreciar las preocupaciones de los niños, lo que ellos ven como problemas serios; así hablamos, por ejemplo, en términos de “¡son puras niñerías y no más!”. Twain, al contrario, habla de los sentimientos de Tom frente a las dificultades desde la infancia, por eso es que logra conmovernos: porque nos hace recordar cómo nos sentíamos y cómo pensábamos. Miremos, por ejemplo estos pasajes: “[…] dos minutos más tarde, o incluso antes, había olvidado sus dificultades. No porque sus problemas fueran menos pesados y amargos para él de lo que los de un hombre son para ese hombre, sino porque un nuevo interés los venció y los desterró de su mente por el momento, igual que las desgracias de un hombre se olvidan ante la emoción de nuevas empresas”. (Twain, 2000: 10. La cursiva es mía). “[L]a vida le parecía [a Tom] vacía, y la existencia, una carga pesada” (Twain, 2000: 14).

Entonces, tal vez, lo que nos hace recordar nuestra infancia con alegría o con nostalgia se debe no a la ausencia en ella de problemas a los que nos veíamos enfrentados como niños, sino más bien a la añoranza de esa capacidad de disfrutar a pesar de las dificultades, de la capacidad de idear soluciones prácticas para salir de ellas sin ahogarnos en las mismas. Quizás algunas veces no nos acomodamos a las últimas palabras de Twain en la cita que referí anteriormente: ¡No logramos olvidar nuestras desgracias! Y entonces la vida se nos va yendo, hasta que un día caemos en la cuenta de que lo que sí logramos olvidar fue la búsqueda de la verdadera felicidad. Borges lo expresa con tristeza en su poema "El remordimiento":

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

Y es que el tema de la felicidad es recurrente en la literatura porque, como insistió Aristóteles, esto es a lo que todos los hombres aspiran: ser felices. Pero lo paradójico es que, quizá, muy pocas veces en nuestras vidas nos detenemos a reflexionar con juicio sobre nuestra verdadera felicidad, y, además, tememos lanzarnos a su búsqueda, y entonces un día al hacer balance de nuestra vida, de lo que hemos sido, podríamos descubrir, como el “viejo” de Cavafis, que hemos perdido demasiado tiempo, o quizá la vida misma.

Un viejo

En el interior de un ruidoso café,
inclinado sobre la mesa, está sentado un viejo;
con un diario ante él, sin compañía.
Y en el desprecio de su miserable vejez,
piensa qué poco disfrutó de los años
en que tuvo vigor, elocuencia y hermosura.
Sabe que ha envejecido mucho; lo siente, lo ve.
Y, a pesar de todo, el tiempo en que fue joven parece
que fue ayer. ¡Qué distancia tan pequeña, qué distancia tan pequeña!
Y piensa ahora cómo se mofaba de él la Prudencia
y cómo creyó siempre -¡qué locura!-
a aquella embustera que decía: "Mañana. Tienes mucho tiempo."
Recuerda impulsos que contuvo y cuánta
felicidad sacrificó. De su insensata sensatez
cada oportunidad perdida ahora se burla .
... Pero de tanto pensar y recordar,
el viejo se marea. Y se adormece
apoyado sobre la mesa del café. (2)

Pero, ¿por qué esta aparente digresión? Hablo de este tema porque hay una intuición que hace algún tiempo he venido explorando: cuando leo literatura infantil y juvenil, creo encontrar en algunas obras, planteado de manera magistral, el tema de la pregunta por la verdadera felicidad, aunque no necesariamente de manera explícita.

Cuando Tolkien, por ejemplo, saca a Bilbo Bolson de su cómodo agujero hobbit para exponerlo a un sinfín de aventuras y peligros, no tiene sólo la intención de entretejer una maravillosa historia de seres mitológicos personificados en búsqueda de un tesoro y de un dragón, en el trasfondo de esta novela fantástica está la pregunta por el tipo de vida que merece ser vivido. Yo no sé si Tolkien haya llegado a plantearse la cuestión así, pero yo encuentro en El Hobbit la historia de alguien que por temor no se ha atrevido a ir más allá de la comodidad de su entorno, que no se atreve a correr riesgos, pero que, además, y quizá sea lo más importante, no se conoce a sí mismo. El viaje que se ve arrastrado a emprender Bilbo es un viaje también hacia su interior y, quizá, el tesoro más valioso que descubre es ese otro que él no pensaba que podía llegar a ser.

Ese recurso literario del viaje iniciático, tan frecuente en las obras clásicas de LIJ, pone de presente una inquietud por el carácter moral y por la vida que merece la pena ser vivida; el viaje iniciático como experiencia involucra una afectación del modo de ser de quien lo realiza, del personaje (héroe), y tal afectación está relacionada con un descubrimiento, con una toma de conciencia de “poseer una misión en la vida”. En términos de Aristóteles, hay una aclaración de lo que se persigue como télos, como fin último de la vida; una aclaración que tiene que ver con una evaluación sobre los modos de vida, sobre en qué consiste la felicidad.

Esto cobra gran importancia en el contexto de la crítica al didactismo y a la moralización en la LIJ. Quizá se podría enriquecer más la discusión sobre este tema trayendo a la escena esa distinción entre moral y ética. Insisto, del lado de los detractores del afán moralizante de los libros dirigidos a los niños y jóvenes, en que la literatura en ningún caso puede estar sometida a la transmisión de valores morales, religiosos o ideológicos, pero, ¿acaso no sería fructífero reparar en la inquietud ética que atraviesa, por excelencia (3), las obras de LIJ; no sólo a la mayoría de las obras clásicas, sino también a muchos de los libros que hoy se editan con destino al público infanto-juvenil, inquietud que, como ya lo señalé, tiene que ver con esa preocupación por la clase de vida que merece la pena ser vivida, por la clase de persona que se quiere ser, diríamos en últimas, por la felicidad? (4)

En Las aventuras de Tom Sawyer, podríamos ver una crítica a una sociedad que ha impuesto unos valores que parecen estar basados en creencias irracionales, en convencionalismos absurdos. Los personajes de Tom y de Huck no se sienten cómodos en ella e intentan escapar de las reglas que pretenden encarcelarlos; por ejemplo, Huck, al final del libro se rehúsa a abandonar su mundo de “libertad y simplicidad” para entrar a un mundo al que él encuentra lleno de complicadas normas absurdas, Huck busca un mundo en el que pueda ser feliz.

El semblante de Huck perdió su plácida expresión de bienestar y se puso sombrío y melancólico.

–No hables de eso, Tom –dijo–. Ya lo he intentado y no da resultado, no lo da, Tom. No es para mí; no estoy acostumbrado a eso. La viuda es buena y amable conmigo; pero no soporto sus manías. Me ordena levantarme a la misma hora todas las mañanas; me obliga a lavarme y me peinan y me cepillan hasta sacarme chispas; no me dejan dormir en el cobertizo de la leña; tengo que llevar esas malditas ropas que me estrangulan, Tom; parece como que no deja entrar el aire, y son tan condenadamente finas que no puedo sentarme, ni tirarme al suelo, ni echarme a rodar; hace ya... años, parece, que no me he escurrido por la puerta de un sótano; tengo que ir a la iglesia a sudar y sudar: ¡Odio los sermones! Allí no me dejan atrapar moscas ni mascar tabaco, y todo el domingo tengo que llevar puestos los zapatos. La viuda come a toque de campana, se acuesta a toque de campana, se levanta a toque de campana... Lo tiene todo tan condenamente calculado, que no hay quien lo aguante

–Pues mira, Huck, todo el mundo vive de esa manera.

–Eso no cambia nada, Tom. Yo no soy todo el mundo y no puedo con ello. Es horrible estar atado así […] (Twain, 1975:184)

Twain dice en la conclusión del libro lo siguiente: “[l]a mayor parte de los personajes que aparecen en este libro viven aún, prósperos y felices. Tal vez algún día valga la pena reanudar la historia de los más jóvenes y ver en qué clase de hombres y mujeres llegaron a convertirse […]” (Twain, 1975:187. La cursiva es mía).

Esto muestra que de alguna manera en la obra hay una inquietud por los modos de vida, por la clase de persona que se quiere llegar a ser, por la felicidad.

¿Qué es lo que hace de Las aventuras de Tom Sawyer una de las grandes obras de la LIJ y un clásico de la literatura universal?

Más allá de mis sentimientos hacia esta obra, quiero abordar ahora la pregunta, ¿qué es lo que hace de Las aventuras de Tom Sawyer una de las grandes obras de la LIJ y un clásico de la literatura universal?

Cada uno de los personajes de esta obra está muy bien construido, yo por supuesto me enamoré de Tom, de su gracia, de su majestuosidad, de su astucia, de su nobleza. Pero tía Polly también me enterneció, ella con ese dilema entre la laxitud y el castigo, esa pregunta por cómo combinar el amor por los más pequeños que están a nuestro cargo con una buena educación. Estuve de acuerdo con ella en que algunas veces se nos parte el alma cuando tenemos que castigar, por su propio bien, a los pequeños: “cada vez que dejo que se escape [Tom], me remuerde la conciencia, y cada vez que le pego, mi viejo corazón se rompe” (Twain, 2000: 7).

La obra nos sorprende en cada capítulo con ingeniosas situaciones. El enredo del asesinato presenciado por Tom y Huck, el surgimiento de un tierno amor juvenil vivido con todos los escollos, el premio de una Biblia que recibe Tom mediante trucos, su escapada a una isla con Joe y con Huck, haciéndose pasar por muertos, y su ingeniosa reaparición, el descubrimiento de un tesoro; cada uno de estos episodios hace de Las aventuras de Tom Sawyer un libro al que uno siempre quiere volver. Sí, volver para revivir éstos y otros episodios como el de la pintada de la valla, en el que Tom logra salvarse de un penoso castigo —impuesto por su tía Polly por hacer novillos y por llegar sucio y tarde a la casa— engañando a los incautos muchachos del pueblo y saliendo doblemente compensado. O aquel en el que Tom le da “matadolores” al gato y tía Polly lo encuentra “muerto de la risa” en el suelo viendo cómo el gato revolotea por toda la casa como una mariposa. O como cuando Tom cuenta a tía Polly el “sueño” visionario que tuvo mientras se encontraba en la isla con sus amigos.

Con un lenguaje sencillo que se acomoda a las particularidades culturales del momento en que fue escrita la obra, Twain hace hablar a sus personajes según su condición social o racial. Twain no se cuida de utilizar palabras como “¡Maldita sea!”, que podrían sonar vulgares, y más en su época. Juan José Coy, editor de Las aventuras de Huckleberry Finn, señala que “[e]n efecto, Mark Twain tiene esa especial sensibilidad para transmitir el mundo de los chiquillos con veracidad, sencillez, humorismo y al mismo tiempo profundidad” (Coy, 1988: 31).

En esta obra, las descripciones de los paisajes son evocadoras:

Llegó la mañana del sábado veraniego, y el mundo era brillante y fresco, resplandeciente de vida. Una melodía sonaba en todos los corazones; y, si el corazón era joven, la música brotaba de los labios. Había alegría en los rostros y ligereza en el andar. Las acacias estaban en flor y su aroma llenaba el aire. La colina Cardiff, más allá y por encima del pueblo, verdeaba de vegetación y estaba lo suficientemente apartada como para parecer una Tierra Deleitosa, de ensueño, reposada y atractiva” (Twain, 2000: 14).

El pasaje en el que se describe la lentitud de la caída de la gota que Joe el Indio í¢€•un hombre que tras haber cometido un asesinato y haber sido descubierto se esconde en una cueva y queda atrapado allí cuando la entrada es sellada con una enorme piedraí¢€• esperaba para calmar su sed me parece una analogía brillante; la hipérbole hace al lector no sólo imaginar la situación de desesperanza de Joe el Indio, sino también sentir algo de la angustia que debió padecer tal hombre:

Aquella gota ya caía cuando construían las Pirámides [de Egipto]; cuando la caída de Troya; cuando se pusieron los cimientos de Roma; cuando Cristo fue crucificado; cuando el Conquistador creó el Imperio Británico; cuando zarparon las naves de Colón; cuando la masacre de Lexington fue «noticia». Y sigue cayendo; seguirá cayendo cuando estos hitos se hayan hundido en la tarde de la historia y en el crepúsculo de la tradición, y sean devorados por la densa noche del olvido. ¿Tiene todo acaso un propósito? ¿Lleva aquella gota cayendo cinco mil años nada más que para prestarse a satisfacer la necesidad de aquel efímero insecto humano? ¿Y tendrá otro objeto que cumplir dentro de diez mil años? No importa. Hace muchos años que aquel desgraciado mestizo raspó la piedra para recoger las preciadas gotas, pero todavía hoy los excursionistas se quedan un buen rato contemplando aquella patética piedra y aquel agua que cae gota a gota cuando vienen a admirar las maravillas de la cueva McDougal. La taza de Joe el indio ocupa el primer lugar en la lista de curiosidades, y ni el «Palacio de Aladino» puede rivalizar con ella (Twain, 2000: 214).

El narrador es un narrador omnipresente, la historia está narrada en tercera persona y los diálogos están muy bien construidos y son introducidos oportunamente; me gusta, por ejemplo, como empieza la obra: con los gritos de la tía Polly llamando a Tom.

¡Tom!

No hubo respuesta

—¡Tom!

No hubo respuesta

—¿Qué habrá sido de este chico? ¡Tom!

No hubo respuesta

La vieja señora se bajó las gafas y miró por encima de ellas por todo el cuarto; luego se las subió y miró por debajo de las gafas […] Se quedó perpleja un momento y luego dijo, no irritada, pero sí lo bastante alto para que la oyeran hasta los muebles.

—Bueno, si te cojo te… (Twain, 2000: 6).

Desde estas primeras líneas me sentí atrapada por la lectura. Como lector uno siente desde ya la intriga por saber qué va a pasar, y a la vez se va formando una idea del travieso Tom y de los dolores de cabeza que le da a la tía Polly.

Según Ana Garralón los clásicos están abiertos a la relectura; son libros que cuando se es adulto tenemos necesidad de volver a leer como una forma de evasión. Pues bien, ese es el caso de Las aventuras Tom Sawyer: es un libro al que uno siente la necesidad de volver, yo no lo leí cuando era niña, lo leí por primera vez hace aproximadamente cinco años, y desde esa primera vez lo he releído muchas veces. Creo que siempre estaré dispuesta a regresar a él, a volver a reír con las travesuras de Tom, a volver a acongojarme con sus tristezas.

Las aventuras de Tom Sawyer aparece entre las listas de grandes clásicos de muy diversos críticos —Ana Garralón, Ana María Machado, Alison Lurie, entre otros muchos más—, y cualquier persona a la que se le pregunte por Tom Sawyer recordará por lo menos la serie de anime emitida por primera vez en Japón en 1980, y acogida en diferentes países del mundo. Italo Calvino dice que los clásicos son aquellas obras que hacen parte del imaginario colectivo, y que se reproducen en el inconsciente colectivo e individual imponiéndose como inolvidables; esta obra de Twain, de una forma u otra, hace parte de la biblioteca de nuestro imaginario colectivo, del corazón y la memoria de la humanidad. Pero sin duda alguna, lo que ha hecho grande a esta obra es su carácter subversivo. Alison Lurie dice de Las aventuras de Tom Sawyer:

El Tom Sawyer, de Mark Twain, no era, por ejemplo, la clase de relato que las autoridades del momento recomendaran para niños. Twain lo escribió como reacción ante lo que él llamaba “libros de niños buenos-buenos”, destinados a mejorar la conducta, y que en el siglo XIX las instituciones religiosas y educativas distribuían a millares. Los folcloristas definían el argumento esencial de estos relatos como “el generoso y el mezquino” […] En Tom Sawyer, Twain dio la vuelta intencionadamente a este argumento. Tom miente, roba, dice palabrotas, fuma, burla la ley y gana un concurso de versículos en la iglesia dominical por medio del fraude. Se escapa de casa una noche y desaparece durante varios días, llevando a su tía Polly al borde de la desesperación. Al final del libro, Tom consigue una pequeña fortuna en oro, se convierte en la admiración de toda la ciudad y gana el amor de Becky Tatcher, mientras que su hermano “bueno”, Sid, es expulsado a puntapiés de la casa (Lurie, 1998: 20).

El narrador mismo dice de Tom que “no era el chico modelo del pueblo. Conocía muy bien al chico modelo… y lo detestaba” (Twain, 2000: 9). Pero, ¿debemos decir entonces que era Tom un niño malo, perverso y vulgar, como lo llamó la madre de un forastero con el que Tom se agarró por parecerle demasiado refinado? No, personajes como Tom Sawyer están “más allá del bien y del mal”; Twain no está interesado en aleccionar, y por ello representa al niño en su condición humana, partiendo de una concepción de la infancia no idealizada, sino de una concepción que reconoce al niño como ser abierto a contradicciones (5). El narrador celebra las travesuras de Tom, y uno como lector se hace felizmente su cómplice. Se observa a través de la lectura que al narrador le gustan las hazañas de Tom; que no es que le guste mucho Sid, a veces un tanto santurrón y mezquino.

Sin embargo, hay que señalar que el narrador es imparcial: no lanza ningún juicio a favor o en contra del comportamiento de Tom o de Sid o de la tía Polly o de Huck o de los otros personajes. El autor no hace una categorización tajante que muestre por un lado unos personajes “absolutamente buenos” y otros “absolutamente malos”; la condición humana con sus contradicciones es encarnada en cada personaje. Es el lector el que hace sus propias inferencias y se forma sus propios juicios, sintiendo afinidad por este o aquel personaje.

Además, la obra es subversiva en tanto que Twain se “burla” de instituciones como la iglesia, el gobierno, y muestra las contradicciones en la forma de pensar y de actuar de la gente. (6)

A manera de conclusión

Recomiendo a todos aquellos que no han leído Las aventuras de Tom Sawyer que no desestimen la bella oportunidad de darse un buen paseo por San Petersburgo, ese bonito pueblo construido no sólo a imagen y semejanza de Hannibal, sino también a imagen y semejanza de aquellos pueblitos en el campo bañados por un río, en los que tantos de nosotros tuvimos la oportunidad de crecer y de disfrutar. Cuando leía la obra me iba imaginando los lugares de los que habla Twain, los iba pintando en mi mente, tomando como insumo las descripciones del narrador y mis recuerdos del campo, allá donde crecí. Las aventuras de Tom encuentran el lugar apropiado allí en San Petersburgo, ¿qué mejor lugar para hacer novillos o para jugar a los piratas que un gran río —el gran río Misisipí en el que Huckleberry Finn emprenderá su travesía? ¿Qué mejor lugar para hablar de brujería, de conjuros, de sortilegios, que un pequeño pueblo, híbrido de culturas como la africana, la de los hombres blancos, nacidos en diferentes lugares de los Estados Unidos, e inmigrantes europeos y la de los indios norteamericanos?

Sí, ciertamente, Calvino tiene razón: un clásico es una obra que nunca termina de decir lo que tiene que decir y ningún texto que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; el libro sólo puede decir lo que tiene que decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él (Cfr. Calvino, 1981: 16). Tampoco lo que uno pueda decir de un lugar que ha visitado, de un viaje, agota todo lo que constituye tal lugar y las vivencias que se pueden experimentar. Mi intención fue narrar la experiencia personal de un recorrido por una obra que llevo en mi corazón. No puedo decir todo lo que esta obra dice, sólo puedo motivar a los lectores potenciales a emprender un fascinante viaje por el río Misisipí en compañía de Tom y de Huck, y de todos aquellos personajes, que construidos de “la carne y huesos de los seres humanos” nos hablan del gran Valle del Misisipí, pero sobre todo de lo que se siente ser niño y de lo que significa ser humano.

 

Notas:

[1] “Se veía a sí mismo [Tom] mortalmente enfermo y a su tía inclinada sobre él, pidiéndole una palabra de perdón; pero él volvería la cara hacia la pared y moriría sin decir nada. Ah ¿cómo se sentiría ella [la tía Polly] entonces” (Twain, 2000: 24)

[2] Traducción recuperada de http://aspegr.blogspot.com/2006/03/un-viejo-de-k-kavafis_02.html. 

[3] Digo “por excelencia” teniendo en cuenta la idea de que estas obras están dirigidas a aquellos que se están iniciando en la vida, a aquellos a quienes los adultos dirigimos la pregunta “¿qué quieres ser cuando grande?”, pero no sólo en el sentido de “¿qué profesión quieres desempeñar?”, sino, principalmente, en el sentido de “¿qué clase de persona quieres llegar a ser?”. Lo que muchos poetas, como en el caso de Borges y Cavafis, lamentan en sus poemas es ese llagar a un momento de la vida en el que, en contraste con la época de la infancia y la juventud, la pregunta ahora es “¿en qué clase de persona me he convertido?”, y la triste respuesta es “he desperdiciado mi vida”.

[4] Este tema es objeto de una investigación mía en preparación. 

[5] Ya en sus historias publicadas en 1865 y 1870 sobre un niño malo y un niño bueno Twain se había burlado, con su humor característico, de esos intentos aleccionadores, se había revelado contra toda pedagogía moralizante, contra el absurdo adoctrinamiento religioso pretendido en los libros para niños, particularmente en esos libros de la escuela dominical que abundaban en la época en que él vivió. Hoy contamos con una muy buena edición ilustrada de estas historias publicada por el F.C.E. en el 2005 bajo el título Historia de un niñito bueno, historia de un niñito malo.

[6]  Esto se puede apreciar en pasajes como los siguientes: “Después de cantar todos los himnos, el reverendo Sprague se transformó en un tablón de anuncios y leyó “avisos” de reuniones y de asociaciones y tantas otras cosas, que parecía que la lista no se iba a acabar hasta el día del juicio final, extraña costumbre que todavía perdura en América, incluso en las ciudades, aun en estos tiempos que hay muchos periódicos. A veces, cuanto menos justificación hay para una costumbre tradicional, resulta más difícil deshacerse de ella (Twain, 2000: 40. La cursiva es mía). “Porque allí, entre otras cosas innecesarias, tenían alcalde” (Twain, 2000: 38). “Luego los chicos se vistieron, escondieron sus trastos y partieron, lamentándose de que ya no hubiera forajidos y preguntándose qué había hecho la civilización para compensar su pérdida. Ellos dijeron que preferían ser bandidos del bosque de Sherwood por un año antes que presidentes de los Estados Unidos para siempre (Twain, 2000: 66). “Como sucede, el mundo inconstante e irracional acogió a Maff Potter en su seno y lo mimó con el entusiasmo que antes lo injurió. Pero este comportamiento honra al mundo, así que no vamos a criticarlo” (Twain, 2000: 158. La cursiva es mía).  “Estos funerales detuvieron la petición al gobernador de un indulto para Joe el Indio. Muchos habían firmado la petición; se habían hecho reuniones lacrimosas y elocuentes, y se había nombrado un comité de mujeres sensibleras, encargadas de ir compungidas a lamentarse ante el gobernador e implorarle que se apiadara, dejando de lado su deber. Joe el Indio había matado a cinco vecinos del pueblo, pero ¿qué importaba? Aunque se hubiera tratado del mismo Satanás, no habrían faltado los consabidos alfeñiques dispuestos a garabatear su nombre en una petición de indulto y a derramar en ésta una lágrima de sus averiados grifos” (Twain, 2000: 215).


Referencias bibliográficas:

CALVINO, Italo [1994] “Por qué leer a los clásicos” en Por qué leer a los clásicos. Barcelona: Tusquets Editores.
GARRALÓN, Ana [2003] “Clásicos Infantiles: aproximaciones” en Revista Babar.com
[2005] “Clásicos Infantiles: arquetipos” en Revista Babar.com
LURIE, Alison [1998] No se lo cuentes a los mayores. Literatura infantil, espacio subversivo. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez.
MACHADO, Ana María [2004] Clásicos, niños y jóvenes. Bogotá: Grupo Editorial Norma. Colección Catalejo.
TWAIN, Mark [1975] Las aventuras de Tom Sawyer. Barcelona: Editorial Noguer.
[1979] Las aventuras de Huckleberry Finn. Barcelona: Editorial Planeta. Colección Narrativa.
[2000] Las aventuras de Tom Sawyer. Madrid: Jorge A. Mestas. El barco de papel.