'El flambotán amarillo', de Georgina Lázaro. Ilustraciones de Lulu Delacre. Nueva York: Lectorum Publications, 2006.
  • 'El flambotán amarillo', de Georgina Lázaro. Ilustraciones de Lulu Delacre. Nueva York: Lectorum Publications, 2006.

Por qué escribo para niños. Todaví­a

Georgina Lázaro

La primera vez que hablé en publico sobre el oficio de escribir, que entonces era solo una afición, me pidieron que tratara este mismo tema y me asignaron este tí­tulo: “Por qué escribo para niños”. Entonces tení­a publicado solo un libro, El flamboyán amarillo, y nunca me habí­a planteado esa pregunta. En realidad no escribí­a para niños; escribí­a para mis hijos y no sentí­a que era una escritora; era una mamá que escribí­a, igual que horneaba bizcochos y galletitas o cosí­a disfraces o llevaba y traí­a de un lugar a otro como si fuera un taxi.

Cuando me hicieron aquella invitación (hace ya casi veinte años) recordé que para esos dí­as habí­a leí­do una entrevista que le hicieron a Gabriel Garcí­a Márquez en la que le preguntaban por qué escribí­a y su respuesta me habí­a llamado mucho la atención: “Escribo para que me quieran mis amigos”, dijo. Algún tiempo después, sin embargo, lo que continuaba dándome vueltas en la cabeza no era ya la curiosa contestación del entrevistado sino la pregunta del entrevistador. ¿Por qué escribe? Me la hací­a a mí­ misma una y otra vez. ¿Por qué escribo? Siendo tan difí­cil como es conseguir que una casa editora te publique, siendo tan arriesgado y caro publicar para niños; sabiendo, como lo sé y como me lo recuerda a cada rato mi esposo, que no se vive del cuento, ¿por qué lo hago? Pues, no es para que me quieran, sino porque quiero. Mi deseo de escribir nace del querer, del amor. Del amor a las palabras, del amor a la lectura y del amor a las personas a quienes dirijo mis cuentos. Y eso contesta parte de la pregunta que me hací­a entonces y me hago todaví­a.

Recuerdo a las hadas que ofrecieron sus dones a la aquella recién nacida que luego se convirtió en la bella durmiente y pienso, que tal vez, una hada buena me dejó de regalo al nacer ese interés, ese apego por las palabras que siento como parte de mí­ desde siempre y que me ha hecho tan feliz. Buscando hacia adentro en la memoria, penetrando como Alicia por la madriguera, avanzo detrás del conejo blanco de los recuerdos y llego al paí­s de las maravillas de mi infancia. Allí­ está aquella niña que todaví­a soy un poco pensando en las palabras. Me encantan las palabras.

Seguiré el consejo que le dio el Rey a Alicia: “Empieza por el principio —le dijo con gravedad— y sigue hasta llegar al final; allí­ te paras. Y cuando termines de hablar...¡te callas!”.

Este es el principio: Ese enlace afectivo por las palabras del que les hablo nació durante las primeras etapas de mi vida, cuando mi mamá, mis abuelas y algunas de mis tí­as me cantaban nanas. Entonces debo haber comenzado a relacionar las palabras con sensaciones agradables de comodidad, seguridad y ternura. Aunque no recuerdo los momentos en que me las cantaban a mí­, casi puedo verlas y escucharlas todaví­a en las imágenes de mis recuerdos, cantándoles nanas a mis hermanos. Fueron palabras dulces, cubiertas de besos y con sabor a leche las palabras de mis primeros años.

Todaví­a era una niña el dí­a en que asistí­ a una Misa de Gallo por primera vez y sentí­ una fuerte emoción al escuchar un villancico. Ese que dice: “Nana nanita nana, nanita nana, nanita ea. Mi Jesús tiene sueño, bendito sea, bendito sea”. Lo reconocí­ como la nana que cantaba una de mis tí­as y me conmoví­. Los ojos se me humedecieron y las lágrimas me hicieron ver las velas que alumbraban el altar multiplicadas como cientos de diminutas lucecitas. Desde entonces soñé con una nana especial y con una emoción igual para mis hijos, confirmando lo que dijo Gregorio Martí­nez Sierra en su obra Canción de cuna: “Ya que toda mujer, porque Dios lo ha querido, dentro del corazón lleva un niño dormido”. Tal vez, aunque por mucho tiempo no lo supe, fue ese el momento en que nació mi deseo de escribir para los niños y el inicio de la contestación a la pregunta que le da tí­tulo a esta charla y que provoca estas reflexiones.

A medida que fui creciendo se fue ampliando el repertorio de canciones y las palabras me fueron mostrando quién era y quiénes eran aquellos que con tanto amor y humor me cantaban. Seguramente comencé a relacionarme con los demás jugando al Topi-topi y al Aserrí­n-aserrán; descubrí­ mis manos como tantos otros niños, con "La linda manita", "Las tortitas", "El pon-pon", "La manita monga". Descubrí­ mis dedos con "Los cinco pollitos" y "El cerdito fue al mercado", y aprendí­ a caminar escuchando una voz que me decí­a: “Andando, andando que la Virgen te va ayudando"

Más tarde las palabras adquirieron un color y un brillo especial cuando se convirtieron en cuentos. A todos pedí­a cuentos. Recuerdo que me sentaba al pie de la tabla de planchar mientras Ramonita, una empleada que trabajaba en mi casa, me hací­a los cuentos de Juan Bobo. Los escuchaba boquiabierta y, cuando terminaba uno, le pedí­a otro. Mi mamá, que siempre estaba tan ocupada porque éramos muchos y bastante corridos, (en esta foto todaví­a faltan cuatro que no habí­an nacido) me hací­a cuentos para que me dejara desenredar el pelo sin quejarme. Se especializaba en el de Rizos de Oro, el del Rey Midas, el de la cucarachita Martina y el de la Caperucita Roja. Al pensar en esos personajes casi puedo verme como me veí­a entonces en aquel enorme espejo ovalado, sentada en la banqueta frente al tocador de caoba de mi mamá con una cara de tragedia de actriz de telenovela merecedora de un premio.

También recuerdo a mi abuelo Pepe siempre vestido de traje gris, camisa blanca y corbata negra. Se especializaba en adivinanzas y trabalenguas y su cuento era una ceremonia. Me sentaba con él en su sillón de madera y pajilla y siempre me narraba lo mismo: el relato bí­blico del Arca de Noé. Comenzaba diciéndome que cuando él era pequeño su abuelo le contaba esa historia mientras enrollaba tabaco. Y así­ me la contaba, imitando los movimientos de las manos de su abuelo. Todaví­a hoy, cuando lo recuerdo, puedo ver los ojos profundos y claros de mi abuelo Pepe, su sonrisa dulce y traviesa y aquellas manos arrugadas y temblorosas que enrollaban el tabaco imaginario sin detenerse hasta que terminaba el cuento. Siempre he contado esa historia de la misma manera, como un homenaje a él, recordándolo como pienso que él recordaba a su abuelo cuando me la contaba a mí­, y tal vez como mis hijos o mis nietos me recordarán a mí­ cuando se la cuenten a sus hijos, y ellos a los suyos. Así­ se repite la historia como un sueño y el pasado y el futuro se abrazan. No puedo imaginarme una serie de voces, de palabras, de miradas, de gestos más hermosa.

Mis narraciones preferidas, sin embargo, eran las que hoy llamarí­amos “de testimonio”, y las especialistas en esos temas eran mi abuela Gina y una de mis tí­as. Mi abuela, que me contó cuentos hasta los 102 años, se sentaba por horas revisando y doblando ropa, zurciendo, pegando botones y arreglando ruedos para toda la familia con sus manos finas de dedos largos; las mismas que interpretaban al piano hermosas danzas y que regalaban suaves caricias. A mí­ me encantaba sentarme a su lado y ayudarla a emparejar las medias mientras ella me recompensaba cantándome canciones que habí­a aprendido de su abuela y contándome historias de cuando era pequeña, de su vida en Vieques donde nació y vivió por unos años, y fragmentos de la niñez de mi mamá.

También me encantaban lo que hoy llamo los cuentos ambulantes de Tití­a, que me llevaba a caminar por el Viejo San Juan y me contaba las leyendas de "La Rogativa", "El Santo Cristo" y "La Garita del Diablo", o me llevaba a la iglesia San José, donde se casaron mis abuelos, o a la calle donde vivió mi abuela Marí­a, y me contaba historias fascinantes de otros tiempos en que yo todaví­a no estaba. Aún hoy, al pisar los adoquines de la vieja ciudad y mirar sus muros y balcones, siento que su voz me habla y me mima, como cuando me decí­a: “Michu gatito, pan con ajito”.

Esos relatos me ayudaron a conocer mi historia y mi familia. Me ubicaron en el mundo, en el tiempo, en la vida, y me invitaron a descubrirme. Fueron como cuentas de colores que pasaron de mano en mano a través de un hilo invisible, transmitiendo un amor que ya existí­a muchos años antes de que yo naciera. Fueron como algo genético, patrimonial, atávico, ancestral y de alguna manera y en algún momento supe —muy tarde ya para agradecer— que habí­a contraí­do una deuda y la única forma que tení­a para reconocerla y responder a ella era regalarle a alguien lo que mis mayores me regalaron a mí­. Tení­a que seguir pasando aquellas palabras, aquellos momentos, aquel amor. Tal vez también por eso escribo para los niños. ¿Quién mejor que ellos para recibirlo?

Los adultos que me ayudaron a crecer llenaron mi niñez de ilusiones y fantasí­as, consejos y verdades, ideas y palabras, de pasado y futuro. Por las noches, después que mi papá rezaba conmigo y se aseguraba de que el mosquitero estaba bien puesto y apagaba la luz, yo besaba mis muñecas, cerraba los ojos y abriendo mi imaginación les contaba un cuento.

Las palabras de los cuentos de mi infancia, los “libros sin páginas”, como los llama la hija de la escritora colombiana Yolanda Reyes, huelen a talco y colonia y saben a sopitas de ajo, pan tostado, gofio y caramelos de leche. Esas palabras le dieron forma a mi alma y significado a mi vida. Todaví­a hoy puedo sentirlas como un abrazo que me une a mi pasado, a mi historia; como un talismán que hace más ancha mi sonrisa y menos amargas mis lágrimas.

Recuerdo cuando las palabras escritas en los libros eran misteriosos garabatitos negros que les decí­an cosas a los adultos que me leí­an. Por ellos supe que los libros hablaban y para saber lo que decí­an quise aprender a leer. Ya tení­an las palabras mucha importancia en mi vida, pero entonces adquirieron una dimensión especial porque ampliaron mi mundo, me dieron una especie de autonomí­a y libertad, provocaron una transformación que fue el comienzo de muchas. Un dí­a mi madrina me llevó a la Biblioteca Carnegie y me hizo socia. Ese fue el dí­a en que sentí­ por primera vez el deseo de querer leerlos todos y esa angustia que todaví­a siento de saber que no me dará la vida para leer todo lo que quiero. Ese fue el dí­a en que supe que nunca volverí­a a aburrirme. El dí­a en que por primera vez sentí­ eso que narra la escritora brasileña, Clarice Lispector en su cuento “Felicidad clandestina”, sobre una niña que deseaba con fervor un libro que al fin consiguió:

Yo estaba atontada y fue así­ como recibí­ el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí­ el libro. No, no partí­ saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostení­a el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tení­a el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tení­a, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí­, leí­ unas lí­neas maravillosas, volví­ a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí­ no saber dónde habí­a guardado el libro, lo encontraba, lo abrí­a por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. ¡Cuánto me demoré! Viví­a en el aire... habí­a en mí­ orgullo y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purí­simo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

De vez en cuando mi abuelo Pepe me llevaba a la Librerí­a Campos en el Viejo San Juan y me compraba el libro que más me gustaba. Otras veces me sorprendí­a regalándome un libro. Por una de esas sorpresas adquirieron las palabras una magia luminosa. Abuelo me regaló un libro de nanas, rondas y versos para niños. Así­ quedé atrapada en el ritmo, la musicalidad y la belleza de la poesí­a. Me encantaban los romances y relatos en forma de versos. Me embelesaba la musicalidad de la rima y la sonoridad y la cadencia de la métrica, al mismo tiempo que me interesaba y entretení­a su trama. Recuerdo de esa época "El burro enfermo", "El romance del señor don gato", "Las canciones de Natacha" de Juana de Ibarbourou”¦ Y cómo olvidar los poemas de José Martí­, especialmente "La niña de Guatemala" y "Los zapaticos de rosa". O "El lagarto está llorando" y "Los peregrinitos", de Federico Garcí­a Lorca, y más que ninguno otro "Flor de luz" o "A Margarita", de Rubén Darí­o, que fue mi preferido y que aprendí­ de memoria de tanto leerlo por el gusto de repetir algo tan bello.

En esa etapa debe haberse originado mi inclinación por escribir cuentos en rima, que se manifestó muchos años después.

Para esa época comencé a jugar con las palabras. Era escritora de cartas y diarios tal vez por ese afán de documentar que me inculcó mi tí­a (la de los cuentos ambulantes) cuando yo le contaba algo y ella me decí­a: “Escrí­belo, nena, para que no se te olvide”. También para esa época escribí­ versos. Uno de ellos, dedicado a mi abuelo, apareció entre sus papeles después de su muerte con una notita escrita por él, con esa letra bellí­sima de la gente de antes y que interpreté como un reconocimiento a mí­: "Poema de Georgina Marí­a".

Siempre leí­ mucho, muchí­simo, y escribí­a un poco. Tal vez ese amor por los libros fue la chispa que me impulsó a escribir. Pero nunca soñé con ser escritora. Cuando me preguntaban qué querí­a ser cuando fuera grande, contestaba sin ninguna duda que mamá. Cuando llegó el momento de ir a la universidad estudié ciencias y educación, casi porque sí­, y luego fui maestra por algunos años. Pero escribir, lo que se dice escribir; escribir en serio, sucedió algunos años después, cuando la vida me dio el regalo de hacerme madre. Estaba embarazada de mi primer hijo, cosiendo sus ropitas, ilusionada con su llegada y deseando para él todo lo mejor. Querí­a darle aquello que sabí­a que me habí­a hecho feliz. Querí­a transmitirle el amor que ya sentí­a por él por medio de las palabras y le escribí­ una nana, aquella con la que habí­a soñado de niña una Nochebuena y que en su estrofa final dice:

Duérmete ya mi niño
duerme y no tardes
que mamá estará cerca
para cuidarte.
Duerme y sueña conmigo,
mi muchachito,
que yo desde muy niña
sueño contigo.

Un tiempo después Tony Croatto le puso música y la grabó en un disco. Así­ empezó a hacerse público lo que escribí­a inspirada por la emoción de la maternidad y que en un momento pensé que no le interesarí­a a nadie más.

Además de esa nana he escrito otras. Algunas tienen música y están grabadas en un disco compacto en el que Tony Croatto las canta junto a aquella primera y que tienen como ilustres compañeras cinco nanas de Francisco Matos Paoli y una de doña Isabelita. Pero además de escribir nanas para dormir a mis bebés, también he escrito nanas para hacer dormir alguna inquietud, como Nana para mi hijo adolescente, (tan larga como lo grave que interpretaba que era el insomnio de mi hijo) y comienza diciendo:

Sé que se te escapa el sueño
cada noche al acostarte.
Te desvelan mil preguntas
que no sabes contestar.
Que es complicada la vida
te parece al asomarte
en este mundo gigante
que hay más allá del hogar.

Como quisiera tenerte
como cuando eras pequeño
y cantarte aquella nana
que tantas veces canté,
y mecerte entre mis brazos
vigilándote los sueños
y de muchos sinsabores
aquí­ poderte esconder.

Pero has crecido, mi hijo.
Muy pronto serás un hombre;
ya las puertas de la vida
se te abren de par en par...
Y te dejo que te vayas
casi cantando tu nombre
como en aquella mañana
que empezaste a caminar.

También he escrito nanas para apaciguar alguna pena, como "Nana para mi hijo que no nació" o "Te quedaste dormido". Ante la muerte de mis seres más queridos también he escrito nanas. Nada más consolador que esa despedida sosegada.

Nana para mi abuela Gina

Duérmete, abuelita,
cierra ya tus ojos,
ángeles que siempre
velaron por mí­.
Guarda ya tus cuentos,
tu canción de cuna,
que una nana nueva
canto para ti.

Descansa tus manos,
palomas inquietas,
entre las caricias,
los hilos y el pan.
Tanto por mí­ hicieron,
mucho me enseñaron,
pero hoy son mis manos
las que quieren dar.

Duérmete, abuelita,
sueña dulces sueños,
que yo para siempre
te quiero cantar.
Duérmete, abuelita,
mientras yo te arrullo.
Llévate mi nana
a la eternidad.

Dice Isabel Allende que lo que se olvida es como si nunca hubiera sucedido. Tal vez también por eso continué escribiendo; para guardar para mí­ y para mis hijos los recuerdos de su niñez en forma de cuentos y versos, y tratando al mismo tiempo de convertirlos en lectores entusiastas.

Quise contar algo de nuestra historia como lo hací­a mi abuela. Por eso escribí­ El flamboyán amarillo, una historia de una semilla que sembramos Jorge, mi hijo mayor, y yo, y que se convirtió en una vivencia de amor con un final sorprendente. Luego escribí­ Mi gorrita, la historia imaginaria de una gorrita que perdimos en el mar en un viaje en lancha de Vieques a San Juan y que inventé, sobre la marcha, para consolar a mi hijo; y luego Mi caballo, la historia de un caballito de palo que le hice a mi hijo más pequeño, José Alberto, cuando cumplió tres años y que se convirtió en su compañero inseparable de juegos y sueños. Después escribí­ La niña y la estrella, que narra una bonita experiencia que vivimos e imaginamos al sacar una estrella de mar del agua para enseñársela a una niña; y ¡Ya llegan los Reyes Magos! que trata de la forma en que celebramos la ví­spera del Dí­a de Reyes. Y como esas, muchas otras historias con las que pretendí­ proteger mis recuerdos del olvido.

Entonces empecé a visitar escuelas, a leer mis libros en bibliotecas, librerí­as y museos, y a compartir con niños, padres y maestros. Me di cuenta de que no todos habí­an tenido mi misma suerte. Encontré niños que ya estaban recorriendo un camino lector, pero también muchos otros que todaví­a no habí­an empezado. Conocí­ niños cuyos padres y maestros los guiaban y acompañaban en ese proceso y otros que nunca habí­an tenido quien les cantara o les contara. He conocido niños de muy limitadas experiencias de vida, vací­os de vivencias y conocimientos que los ayuden a conectar con los textos y a dar sentido a las palabras; niños de una escasa cultura literaria, que desconocen las caracterí­sticas textuales generales de la narrativa y conocen muy pocos o ningún cuento tradicional. Niños que no saben poesí­as ni canciones infantiles ni juegos mí­micos, trabalenguas o adivinanzas; niños cuyo vocabulario es limitado, cuyo periodo de atención muy corto para su edad y cuya disciplina para escuchar muy pobre.

Muchas veces he recordado las palabra de la poeta argentina Marí­a Cristina Ramos: “Alguien tiene que decir que habí­a una vez, en un lugar muy lejano, un castillo con una torre donde viví­a un prisionero que no hací­a otra cosa que soñar su libertad. Alguien tiene que ayudarte a salir de la prisión, para poder probar la libertad de leer. Entrar a la palabra escrita y transitar los infinitos senderos que se bifurcan, hasta tocar el cielo de los patios, la isla desconocida, las claves del tesoro, el oro de los tigres, la sirena peinándose en los anillos de agua de la cordillera”. ¿Alguien? ¿Quién? ¿Yo? Sí­, yo. También tú.

Por algún tiempo seguí­ siendo una mamá que le escribí­a cuentos a sus hijos, hasta que un dí­a me llamaron de una casa editora para que escribiera para ellos cuentos y poemas para libros de texto. No puedo, les dije. Yo no escribo así­, por encargo. No sé, pensaba que era como venderme, y que, además, no podrí­a escribir de esa manera, no podrí­a escribir así­, en frí­o; necesitaba inspiración, no instrucciones, requisitos, exigencias”. Ellos insistieron y yo comencé a preguntarme:

¿Podré? Accedí­, con la duda detrás de la oreja, y pude. Irónicamente fue en ese momento que sentí­ que habí­a descubierto mi vocación y que me habí­a convertido en escritora. Empecé a escribir de una forma diferente. Ya no necesitaba de una ocasión especial o de una emoción significativa o conmovedora. Solo necesitaba encontrar algo que quisiera contar: algo que leí­a en un libro o algo que veí­a o que alguien me contaba. Aprendí­ a mirar de otra manera. Una experiencia insignificante para muchos, para mí­ se convertí­a en un cuento. Me transformé en una Thing-Finder (buscadora de cosas) como Pippi Mediaslargas, que decí­a: “Yo no sé que harás tú, pero yo no puedo recostarme y quedarme ahí­. Soy una buscadora de cosas y cuando uno es una buscadora de cosas, no tiene un minuto que perder”.

Entonces, en vez de sentarme a escribir cuando me llegaban las musas, me sentaba a escribir con o sin musas. Empecé a escribir, como si fuera un entrenamiento (que lo fue) una vez a la semana, los miércoles. Pero, más tarde, ya escribí­a todos los dí­as y no necesariamente para mis hijos o sobre mis hijos, ni siquiera pensando en niños. Escribí­a para nadie en particular. Simplemente escribí­a sin pensar en un receptor, explorando historias y emociones desde mi mundo, a veces desde mi alma, para conectar con el mundo y con el alma de un lector. Creo que por eso muchas de las cosas que escribo además de gustarles a los niños también tienen algo que ofrecer a los adultos.

Continué escribiendo, pero de otra manera. Escribí­a pensando en el libro, en las ilustraciones, en el narrador, en los personajes, en el tratamiento del tiempo, en el tí­tulo. También empecé a leer de otra manera, mirando las costuras, fijándome en las puntadas, en los hilos. Entonces quise contar algunos de los cuentos ambulantes de Tití­a. Por eso reconté las leyendas La Rogativa, La Capilla del Cristo, El Pirata Cofresí­ y El Milagro de Hormigueros. Quise contar lo que otros contaron y escribieron, ser un eslabón en esa cadena de voces que no sé cuando comenzó (en una cueva, en un campamento de nómadas en el desierto, en una plaza, en un mercado...) y por eso re-escribí­ La canasta llena de cosas del cielo, Pablo y su mangosta y Don Quijote para siempre. Quise seguir diciendo y escribí­ ¡Viva la tortuga! y la vida de algunos grandes cuando eran pequeños: Julia, Juana Inés, Pablo, José, Federico, Jorge Luis y Gabito, que en estos momentos alguien ilustra en Colombia. Así­ descubrí­ una nueva forma de escribir, menos espontánea e instintiva, más cerebral o intelectual; que incluí­a preparativos: más reflexión, lecturas, investigación, y que estaba comprometida con lo histórico; una especie de camino de exploración y conocimiento del que también disfruto. Fue un reto que me enseñó y me hizo crecer. Traducir libros escritos en rima del inglés al español también ha sido un desafí­o interesante y divertido; algo que me recuerda los momentos en los que me sentaba con mi papá a resolver el crucigrama del periódico El Mundo. Una especie de juego con las palabras.

Cuando me di cuenta de que son pocos los libros que hacen reí­r quise añadir humor en mis textos, y escribí­ Don Quijote a carcajadas, Lo que le pasó a Nina, Pamplinas, Dos amigos y uno que acaba de salir, La gran travesura de mi perro dominguero. Quise divertir y proponer un juego con las palabras y escribí­ El acertijo del lagartijo. Quise decirles a todos que mi papá era el mejor y escribí­ El mejor es mi papá. Quise explicarme y explicarles a mis hijos y sobrinos la pérdida de la memoria de mi mamá, reconciliarme con la inevitabilidad de perderla dentro de ella misma, amortiguar el golpe de no encontrarla en sus ojos y escribí­ Paseando junto a ella.

Al hacer el recuento de esta trayectoria revoloteaba por mi cabeza la pregunta que muchas veces me hacen, que tal vez alguno de ustedes se esté haciendo: "¿Y cuándo vas a escribir algo para los adultos?". Antes la pregunta me dejaba la sospecha de que quien la hací­a pensaba que no serí­a una escritora completa hasta que no escribiera un “libro de verdad”. Como si escribir para niños fuera un peldaño para llegar a la verdadera literatura. Yo no pienso de esa manera. Aunque no todo lo que se escribe para niños es literatura, tampoco es literatura todo lo que se escribe para adultos. El que reciba el calificativo de literatura no tiene nada que ver con la edad de quienes se apropian de ella. En algún momento resentí­ la pregunta, no por interpretarla como un desaire a mí­, sino por entenderla como un menosprecio a la literatura infantil, la que me convirtió en lectora, la que me ayudó a formarme, la que tanto me entretuvo y me entretiene, me divierte, me inspira, me educa, me emociona, me hace sentir y reflexionar.

Un dí­a me hicieron la pregunta en una entrevista. Recordé aquellas palabras de El Principito: “Las personas mayores nunca son capaces de comprender las cosas por sí­ mismas, y es muy aburrido tener que darles una y otra vez explicaciones”, y contesté que escribirí­a para los grandes cuando tuviera algo que decirles. Mi contestación sonó a insolencia, aunque no fue mi intención. Pero esta vez la pregunta me dejó pensando. Jorge Luis Borges, en el prólogo de Los libros de Alicia, dijo: “Quien escribe para niños corre el peligro de quedar contaminado de puerilidad; el autor se confunde con los oyentes".

Recordé entonces a Marí­a Teresa Andruetto, premio Hans Christian Andersen 2012, quien no cree en la literatura compartimentada y considera que muchos de sus libros pueden ser leí­dos indistintamente por jóvenes y adultos. Entonces hice un examen de mis libros. ¿Es cierto que escribo solo para niños? ¿Son los niños mis únicos destinatarios? ¿Pienso en niños de una edad especí­fica cuando escribo? Yo misma me sorprendí­ de las contestaciones a esas preguntas. Pienso que escribo libros para niños que no son solo para niños. Quisiera pensar que escribo libros para personas que están creciendo como ha dicho alguna vez la escritora argentina Iris Rivera, y cito: “esas personas somos todos, cualquiera que sea nuestra edad. Somos seres en el tiempo y tiempo es cambio. Existen las personas que llevan menos tiempo de estar creciendo y las que llevamos más tiempo. Pero esa diferencia de tiempo no nos da chapa de “grandes” ni derecho a hablar de “chicos”. Escribo para personas que están viviendo y descubriendo de qué se trata vivir, cualquiera que sea su estatura y la cantidad de velitas que hayan soplado desde que nacieron”. Yo también me defiendo del peligro de la puerilidad de esa manera.

Me di cuenta, por ejemplo, de que escribí­ El flamboyán amarillo para mi hijo, Jorge cuando ya era un adolescente y me dijo un dí­a que no recordaba muy bien la historia de nuestro flamboyán. Aunque ese no es él, Lulu Delacre lo recrea en la ilustración que hizo para la página del tí­tulo del libro y de la que casi nadie se percata. Escogí­ a Jorge como narrador y podrí­a ser el narrador o el receptor hoy o dentro de veinte años más. Sin embargo. escribí­ el cuento con la indefinición temporal de los cuentos clásicos infantiles, casi con el “Habí­a una vez”¦”, que en este caso es: “Hace tiempo y no hace tanto unos años nada más”¦”. He leí­do ese cuento a niños muy pequeños y sé que muchas personas se lo han regalado a su mamá o a su abuelito. Es apropiado para cualquier edad.

Reescribí­ La canasta llena de cosas del cielo, un cuento de la tradición oral africana que encontré en un libro titulado The Heart of the Hunter (que no es infantil), para utilizarlo en mis charlas sobre la importancia de la lectura, dirigidas a padres y maestros. Lo escribí­ para adultos, se publicó como un libro infantil y hoy sigo leyéndolo a los grandes y a los pequeños. Es un libro que disfrutan los lectores de todas las edades y cada cual le da la interpretación que su capacidad le permite. En Pablo y su mangosta recuento una historia que escribió Pablo Neruda en su libro Confieso que he vivido, que no es un libro infantil, pero que esta “buscadora de cosas” reconoció como una historia interesante y divertida para cualquier lector y quiso compartirlo. Lo mismo pasó con Don Quijote para siempre y Don Quijote a carcajadas. Escribí­ Paseando junto a ella y algunas de mis nanas sobre todo para mí­; para entender, para consolarme. Sin embargo, todo lo que escribo toma la forma de un texto para niños aunque no sea un niño el que imagino como su receptor. (Para las nanas a mis muertos definitivamente no lo son.)

También me he defendido del peligro que menciona Borges evitando aniñar la voz o alterar el tono o tratando de ser divertida sin caer en la tonterí­a o evitando abusar de los diminutivos o dar consejos o simplificar el vocabulario... Escribo sin temor a las palabras, aspiro a un lenguaje más rico aunque algunos piensen que a veces uso algunas palabras “difí­ciles”. Cuando leí­ por primera vez "A Margarita" de Rubén Darí­o ignoraba el significado de algunas de sus palabras: malaquita, tisú, azahar”¦, pero eso no impidió que quedara fascinada con el poema. Recuerdo otra vez a Alicia y cito “no tení­a la menor idea de lo que era la latitud, ni tampoco la longitud, pero le pareció bien decir unas palabras tan bonitas e impresionantes”.

Entonces, si lo que escribo no es exclusivamente para niños, ¿por qué toma la forma de un texto infantil? ¿Será porque busco en esas estructuras literarias mi arboleda perdida como la de Alberti o porque ando en busca del tiempo perdido como Proust? ¿Será porque siempre me gustaron los libros para niños: cuando era niña y cuando ya no lo era tanto y los buscaba para leérselos a mis hermanos más pequeños y luego a mis sobrinos y después a mis hijos? Siempre, con excusa o sin ella, al visitar una librerí­a o una biblioteca, hay algo que me lleva a la sección de libros infantiles. ¿Será porque los buenos libros para niños siempre tienen algo que ofrecer a los adultos; porque son entretenidos, refrescantes, ingeniosos y tienen imágenes bellas y ocurrentes? (Porque como le preguntó Alicia a su hermana mayor: “¿De qué sirve un libro sin dibujos ni diálogos?”). ¿O será porque transmiten sentimientos y emociones de una forma ingenua y nueva? ¿O porque nos hacen revivir recuerdos, provocan viejas preguntas o nos permiten soñar? ¿O porque están llenos de sabidurí­a (fí­jense que no dije enseñanzas) y muchas veces están aderezados de un humor sutil e inocente y una mirada nueva y curiosa?

¿Será porque al ser breves y precisos se acercan a la poesí­a, porque al decir más con menos nos ofrecen la magia, el misterio de las palabras? ¿Será porque nos llevan siempre de vuelta a ese juego, a ese sueño, a esa fiesta que fue nuestra niñez? ¿Será porque los libros para niños son como los objetos que Guillermo Jorge Manuel José, el personaje de uno de libros de la australiana Mem Fox, le ofreció a su amiga Ana: “porque son como algo tibio, algo muy antiguo, algo que puede hacerte llorar, algo que puede hacerte reí­r, algo precioso como el oro, algo que se recuerda siempre?”. ¿Será que me he convertido en algo parecido a lo que la hermana mayor de Alicia imaginó, al final del libro, que serí­a el futuro de su hermanita? “...estaba sentada allí­, con los ojos cerrados, y casi creyó encontrarse ella también en el Paí­s de las Maravillas. Pero sabí­a que le bastaba volver a abrir los ojos para encontrarse de golpe en la aburrida realidad. Por último, imaginó cómo serí­a, en el futuro, esta pequeña hermana suya, cómo serí­a Alicia cuando se convirtiera en una mujer. Y pensó que Alicia conservarí­a, a lo largo de los años, el mismo corazón sencillo y entusiasta de su niñez, y que reunirí­a a su alrededor a otros chiquillos, y harí­a brillar los ojos de los pequeños al contarles un cuento extraño, quizás este mismo sueño del Paí­s de las Maravillas que habí­a tenido años atrás; y que Alicia sentirí­a las pequeñas tristezas y se alegrarí­a con los ingenuos goces de los chiquillos, recordando su propia infancia y los felices dí­as del verano”.

Comencé a escribir para niños escribiendo para mis hijos, tratando de convertirlos en buenos lectores. Estaba convencida de que los libros serí­an para ellos ventanitas mágicas que les permitirí­an asomarse a otros mundos, a otros tiempos; serí­an puertas que les permitirí­an entrar dentro de ellos mismos y conocerse mejor. Sabí­a que ampliarí­an sus conocimientos y su vocabulario. Sabí­a que las buenas lecturas los ayudarí­an a crecer hacia adentro, a desarrollar su fortaleza interior, su sensibilidad y su aprecio por lo sublime.

Y fue así­, cantándoles y contándoles, tratando de convertir a mis hijos en lectores entusiastas que ellos me convirtieron a mí­ en escritora. Escribí­ y sigo escribiendo para niños, aunque mis hijos ya están grandes, porque los niños, que pueden ser los lectores más exigentes, también son los más agradecidos y constantes. (Si les gusta un libro lo leen o hacen que alguien se los lea una y otra vez.) Sigo escribiendo para niños porque todaví­a quiero, porque todaví­a falta, porque me parece importante, porque necesito hacerlo, porque me gusta, me reta, me divierte, me consuela, me anima, me ilusiona... Y porque pienso que tal vez otros niños se beneficiarán de mis cuentos como lo hicieron mis hijos y sueño con que alguno de mis libros sea ese libro que haga de un niño un lector; con que alguien recuerde uno de mis libros como yo recuerdo aquellos libros que llevo en mi corazón. Aspiro a propiciar con algunos de mis libros un descubrimiento, con provocar en alguien una pregunta, una inquietud, una emoción, una sonrisa y el deseo de encontrar otro libro que le brinde esa sensación. Sueño con que alguien sienta un dí­a que contrajo una deuda conmigo que ya no puede agradecer y quiera devolverla en otro y su voz se convierta en un eslabón en esa cadena de voces que no sé cuando comenzó y que va recogiendo y transmitiendo palabras, historias, poesí­a, amor.

Por eso escribo para niños. Todaví­a.


Puesto en línea en abril de 2013.