'El rostro en la sombra', de Alfredo Gómez Cerdá. Madrid: SM, 2011.
  • 'El rostro en la sombra', de Alfredo Gómez Cerdá. Madrid: SM, 2011.

Las miradas del escritor

Alfredo Gómez Cerdá

Es muy improbable que un escritor se haya librado a lo largo de su vida de tener que responder unas cuantas veces a algunas preguntas, que se repiten de manera obsesiva, y que formulan por igual los niños, los adolescentes, los adultos y hasta los ancianos: “¿Cuánto se tarda en escribir un libro?”, “¿Cuáles son tus temas preferidos?”, “¿Escribes a mano, a máquina o con ordenador?”, etc., etc. ¡Siempre las mismas preguntas!

De todas ellas, la que me sigue dejando más perplejo y confundido, la que más trabajo me cuesta responder es la siguiente: “Escritor, ¿en qué te inspiras?”.

El dato del tiempo empleado es algo objetivo y cuantificable, lo mismo que el tema o el propio estilo literario; sin embargo, hablar de la fuente en la que bebe tu propia inspiración suele resultar mucho más peliagudo y confuso. ¡Puedes inspirarte en tantas cosas! Y el lector, y las personas en general, deberí­an saberlo. Puedes inspirarte en sentimientos, en recuerdos, en vivencias, en lecturas, en obsesiones, en noticias del periódico... A veces detalles insignificantes pueden servir como punto de partida.

Una historia muy compleja bien pudo surgir de un recuerdo, o de un silencio luminoso, o de un gesto enigmático, o de un objeto olvidado en el fondo de un baúl, o de una gota de lluvia jugueteando en el cristal de tu ventana, o de unas pisadas inquietantes... Y por el contrario, una historia muy sencilla quizá nos exigió años de reflexión y dudas.

Cuando pienso en la inspiración suelo recordar el comienzo de un libro magní­fico de Juan Farias, El estanque de las libélulas. Y me imagino al propio Juan, sentado a su mesa, tratando de “inspirarse”.

Empecé a dibujar. Lo hago cuando no sé qué escribir. Dibujé un botijo, dos mariposas y el fusil de chispa de un beduino, escribí­ la palabra pan y le pequé un mordisco porque eran ya las once, dibujé una rana y la rana saltó a cazar a la mosca que daba vueltas alrededor de mi nariz, dibujé más cosas y un niño descalzo.

Y surgió el milagro, es decir, el libro. Pero... ¿qué fue lo que inspiró de verdad a Juan Farí­as? ¿El botijo? ¿Las dos mariposas? ¿El fusil de chispa del beduino? ¿El pan? ¿La rana? ¿La mosca? ¿El niño descalzo? Quizá le inspiraron todas esas cosas a la vez, o quizá algo que no llegó a dibujar pero que bullí­a desde hací­a mucho tiempo en su cerebro. ¿Sabrá él de verdad lo que le inspiró?

Pero la pregunta no dejan de repetirla: “Escritor, ¿en qué te inspiras?”.

Reconozco que he encontrado una respuesta, que utilizo siempre:

“Me inspiro en dos miradas”, digo. 

“¿Y como se come eso de las dos miradas?, vuelven a preguntarme, con cierto tono de broma, pensando que yo les estoy tomando el pelo.

Pero mi respuesta es seria y meditada.

La mirada interior

A veces me inspiro en una mirada interior, es decir, miro hacia adentro, hacia mí­ mismo, y trato de descubrir quién soy y quién he sido. Entre los pliegues de mi memoria descubro infinidad de cosas que siempre me estremecen: niños que han dejado de serlo, personas que se han ido, paisajes irreconocibles, emociones inexplicables... Algunas las siento tan vivas dentro de mi cerebro que tengo la impresión de poder rozarlas con la punta de mis dedos; otras, sin embargo, están veladas, como si las viera a través de un cristal empañado por el tiempo.

La gran novedad de la narrativa del siglo XX ha sido penetrar hasta la complejidad ilimitada de la persona, y desde allí­ narrar. Muchas veces, cuando el escritor busca y rebusca en los recovecos más í­ntimos de su personaje, en realidad lo que está haciendo es indagar dentro de sí­ mismo. ¡La cantidad de personajes e historias que llevamos dentro!

Eso sí­, la mirada interior puede tener algún inconveniente. Si uno escribe mirando siempre hacia adentro, de espaldas a la realidad, con las ventanas de la casa bien cerradas para que el mundo exterior no nos distraiga, tal vez causemos la impresión en el lector de ser demasiado egocéntricos y autocomplacientes. O dicho de una manera más clara, de estar a todas horas contemplándonos el ombligo. Y los ombligos dejan de ser maravillosos en cuando se miran demasiado. Ejemplos abundan en la literatura.

La mirada hacia fuera

El escritor pertenece a una sociedad, a un lugar, a un tiempo... Pertenece al mundo, esa bola monstruosa y bella suspendida en medio de un infinito y ordenado caos. Y el mundo tiene un pasado y un presente. ¿Tendrá también un futuro? Y el mundo está lleno de personas que son como el escritor: tienen brazos, piernas, pulmones, arterias... También esas personas tienen sentimientos, pasiones, sueños, frustraciones... El escritor debe saberlo.

El escritor no sólo deberí­a abrir las ventanas de su casa de par en par, sino también bajar a la calle y chocarse con la gente, y mirar a su alrededor. Creo que una de las cualidades más importantes que debe poseer un escritor es andar por la vida con los ojos muy abiertos, observándolo todo y tomando buena nota de ello; y con los oí­dos muy atentos, y con los cinco sentidos a flor de piel. Que la vida nos penetre por los poros, o por donde sea, y que nos zarandee de arriba abajo.

“Lo que pasa en la calle”, escribió Antonio Machado en su Juan de Mairena. El poeta lo escribió con intención de fustigar a la retórica ampulosa y a los retóricos; pero la frase tiene otro sentido fuera de su contexto. “Lo que pasa en la calle”. Es una frase hermosa y sencilla. Yo pienso que lo que pasa en la calle, quizá en su propia calle, no puede ser ajeno al escritor.

Creo que es innecesario añadir que el mundo que nos rodea es una fuente inagotable de temas, de historias, de personajes... Es bueno que el escritor salga de sí­ mismo, de su pequeño mundo, de su miserable autocomplacencia, y mire a su alrededor con verdadera curiosidad. Eso basta.

Las dos miradas juntas

Me inspiro, por tanto, en dos miradas. Pero, ¿eso quiere decir que unos libros son producto exclusivamente de la mirada interior y otros de la mirada hacia fuera? A veces sí­, pero por lo general una mirada se contamina de la otra, y viceversa.

Un libro —y menos en los tiempos que vivimos— no es algo compacto y uniforme. En una misma obra puede haber varios planos y varias direcciones. Y aunque en literatura infantil y juvenil todaví­a se tiende en exceso al clásico “planteamiento, nudo y desenlace”, todos sabemos que la fórmula saltó en pedazos hace mucho tiempo. Por tanto, en una misma obra pueden confluir esas dos miradas, con todo lo que cada una de ellas aporte, y construir un conjunto armónico y bello.

Esas son, por tanto, las dos miradas a las que me refiero cuando me preguntan en qué me inspiro. La cosa, claro podrí­a complicarse mucho más, porque cada mirada engloba a otras muchas. Y es que, en definitiva, son infinitas las miradas que deben alumbrar la inspiración y el camino de un escritor.

Artículo puesto en línea en octubre de 2000.