'Por el mar de las Antillas anda un barco de papel', de Nicolás Guillén, ilustraciones de Rapi Diego. La Habana: Unión, 1979.
  • 'Por el mar de las Antillas anda un barco de papel', de Nicolás Guillén, ilustraciones de Rapi Diego. La Habana: Unión, 1979.

La literatura caribeña para niños y jóvenes de expresión española: ejemplos de insularidad antillana

Julia Calzadilla

La transmutación de la X del castellano primitivo en J alienta a considerar “próXimo” y “próJimo” como voces raigalmente emparentadas que nos acercan a la llamada otredad, si aceptamos que todos serí­amos “islas” unidas por un mar, ora de la extrañeza que separa, ora del reconocimiento que une. En el planeta Tierra, donde las tres cuartas partes están cubiertas por el agua, los llamados “continentes” serí­an, pues, “islas” y “todos”, pues, seríamos “isleños” dotados de la potestad de separarnos o de unirnos, visión simbólica esta de la “insularidad” que se inserta en la noción de pertenencia existencial que quiero en todo momento descubrir vinculatoria e incluyente.

Desde la Grecia antigua, la noción de mar como elemento de unión más que de separación cobró plena vigencia, comprobada después en el apelativo de Mare Nostrum plasmado en la lengua latina para designar al Mediterráneo. Asimismo, Pontos o Pontus era entonces —como señala el historiador francés Eliseo Reclus—, el “Gran Camino”, la ruta marí­tima natural utilizada para enlazar diversos puntos y que, al poder recorrerse con relativa facilidad, constituí­a un ví­nculo y no un obstáculo.

También desde la Antigüedad, la existencia de islas solitarias ocupó la imaginación de navegantes, reyes, comerciantes, poetas, así­ como de todo aquél capaz de contribuir a la formación de leyendas y mitos y de creer en la existencia de Islas Afortunadas, Bendecidas, de islas perfumadas ya fuese en mares occidentales u orientales, ambos tremendamente ignotos para ellos y, por ende, susceptibles de despertar las descripciones y sueños más fantasiosos que, en muchos casos, resultaban bastante verosí­miles.

En nuestro caso, la etimologí­a del vocablo Antillas se remonta también a la Grecia Antigua y, una vez más, pasa por la elaboración latina ante insulam, concepto que ya para Aristóteles y Ptolomeo indicaba la isla perdida en un océano lejano y misterioso y, sin embargo, navegable y conocible. De la contracción de esa ante insulam surge pues, en la Edad Media, la voz Antiglia —aplicada primero a la isla de Santo Domingo— y, de ella, la de Antillas, extendida al resto del archipiélago que un error de orientación y de consiguiente nomenclatura geográfica dio en llamar “Indias Occidentales”.

A los fines de este sucinto análisis, importa destacar la amalgama que como resultado de la conquista y colonización europeas brotó en esta zona, antes habitada por aborí­genes de diverso grado de desarrollo cultural y denominados en lo sucesivo “indios” —entre comillas—, infeliz y prácticamente exterminados por aquellas. Así­, la fusión o mestizaje de los “blancos” —entre comillas— provenientes de España, Inglaterra, Francia y Holanda con los “negros” —también entre comillas— arrancados de Africa como fuerza de trabajo barata y resistente, echó raí­ces en un área que bajo la influencia de un clima tropical donde el sol y el mar asumen un notable protagonismo, alcanzó con el paso del tiempo una esencia propia, un sello inconfundible que borró distinciones emanadas de una simple coloración somática basada en pigmentos contenidos sin excepción en todos los cuerpos humanos por el hecho irrefutable —como demostró el erudito Fernando Ortiz en su obra El engaño de las razas— de que —y cito— “la melanina, cuyo predominio caracteriza la piel de los llamados negros, se halla también en la de los blancos, aunque en menor cantidad”. Ello, asimismo, se aplica a la coloración cobriza provocada por otros pigmentos de la piel humana como son el caroteno y dos formas de hemoglobina, lo cual explica las comillas colocadas en las lí­neas precedentes.

Lo importante —subrayo—, es entonces el efecto de la referida amalgama, no sólo de tipo dérmico, sino también emocional, intelectual, temperamental, en una palabra, cultural, en la que si bien está presente en cada caso el componente europeo de que se trate, éste se diluye en mayor o menor medida en una identidad propia, en una identidad caribeña de fuerte matiz insular que logró fundir lo del otro con lo suyo, apropiándose de lo ajeno, de lo extraño, en una mezcla de rasgos bien caracterí­sticos que podrí­a calificarse de explosiva por su í­mpetu, por su fogosidad, por su hondura.

Ahora bien, en este punto debe aclararse que este carácter heterogéneo y a la vez homogéneo del conglomerado humano del área caribeña se inserta en una identidad dual que, no por ello, deja de ser única: a) la insularidad correspondiente a Puerto Rico, República Dominicana y Cuba, existente de modo paralelo con la identidad continental centro y suramericana de raí­z ibérica y b) la correspondiente a los paí­ses de habla francesa, inglesa, holandesa (por ejemplo, Haití­, Guadalupe, Martinica, Jamaica, Trinidad y Tobago, Aruba), teniendo en cuenta —como saldo final— su imbricación con los factores exógenos, europeos y sobre todo africanos, en el marco de una identidad insular antillana reflejada en cada una de sus manifestaciones existenciales respectivas: literatura, música, religión, arte, lengua, esta última como expresión de la más elevada cotidianidad.

En nuestro enfoque, la literatura caribeña de habla hispana para niños y jóvenes —la más relevante del área por razones de orden demográfico, de voluntad compiladora de la tradición oral y escrita y, en general, de idiosincrasia— constituye un espejo fiel de la hibridación de lo indí­gena, de lo africano y de lo europeo. En el caso de Puerto Rico, también el folclor isleño supo volcarse en estructuras poéticas españolas como el romance, la ronda, la adivinanza, el villancico, formas que sirvieron para enmarcar un contenido autóctono que va desde los instrumentos musicales, la fauna, la flora y los personajes tí­picos, hasta la nostalgia experimentada durante la frecuente emigración de niños y adolescentes implantados en tierras norteamericanas.

Esther Feliciano de Mendoza, Marí­a Cadilla de Martí­nez, Isabel Freire de Matos, Ricardo E. Alegrí­a, Pura Belpré y Andrés Dí­az Marrero —por sólo citar algunos nombres en aras de la brevedad— son magistrales exponentes del rescate del folclor borinqueño y de su cuño eminentemente insular, evidente tanto en la producción cuentí­stica como en la poética.

En la República Dominicana, una pléyade de autores —y de nuevo por citar solo algunos nombres, desde Juan Tomás Tavares K., Manuel de Jesús Galván, José Joaquí­n Pérez, Sophie Jakowska, hasta Lucí­a Amelia Cabral y su “Caracolita” —han realizado igual labor recuperadora, aquí­ de los valores quisqueyanos, colocando a la literatura infanto-juvenil en un primer plano que enarbola, como derecho de permanencia, un lenguaje diáfano cargado a su vez de sentido nacional, regional, hemisférico y universal.

En Cuba, por fortuna, la intención y su fruto se repiten. A semejanza de los autores puertorriqueños y dominicanos, los autores cubanos dedicados a escribir para la infancia y la adolescencia —literatura que Jorge Luis Borges, con plena razón, se negó a calificar de infantil por considerarla literatura per se, injustamente desgajada por esa adjetivación del tronco único de la literatura porpiamente dicha—, aportaron una contribución valedera a la afirmación de una identidad que vení­a cuajándose de larga data.

Citemos solo —por el vuelo de pájaro que impone el tiempo— a Nicolás Guillén y su Por el mar de las Antillas anda un barco de papel y algunos versos de Mirta Aguirre tomados de Juegos y otros poemas, en los cuales el rostro marí­timo de la antillanidad desempeña, una vez más, un papel protagónico:

“¡Qué suave era el viento / qué azul era el mar / qué blancas las nubes / en lento vagar, / qué alegres las islas / de rojo coral!” —sentenció Nicolás Guillén en su obra citada.

A Mirta Aguirre le debemos poemas como “Pescador”, “Barco”, “Canción”, “Cosante” y, en especial, “Nocturno”, donde en uno de sus versos alude al “agua aromada que brilla / a la luna del Caribe”.

Caribe —insisto—, evocación de los bravos aborí­genes precolombinos que solo a fines del siglo XVIII se rindieron a los colonizadores al precio de su aniquilación casi total y que no obstante, y quizás por ello, dieron nombre al área a la cual, con las necesarias y particulares alquimias producidas, nos enorgullecemos de pertenecer.

En tal sentido, no vacilamos un instante en percibir un sentimiento idéntico en nuestros hermanos antillanos, transmitido tanto en la literatura como en la música, en la artesaní­a, en la religiosidad, en las costumbres, en la lengua, en suma, en la idiosincrasia que nos caracteriza a todos los que, por obra y gracia de la naturaleza y de la fraternidad, derribamos los muros que antaño delimitaban “lo francés”, “lo inglés”, “lo español”, “lo holandés” y lo separaban de lo indí­gena y de lo africano.

Ante ese milagro de lo criollo y lo rellollo que constituye su reiteración, debemos sentirnos agradecidos. Conocemos de sobra la falacia de la superioridad o inferioridad racial en todos los niveles de la existencia. Los arios —esgrimidos de manera intencional y equí­voca como grupo dotado de la pureza sanguí­nea por antonomasia— poseen de hecho el significado oculto y verdadero de grupo que ara la tierra, entendida esta en su doble acepción, la espiritual y esotérica (el cuerpo humano) y la exotérica de terreno o espacio cultivable, ejemplo harto elocuente que nos exime de cualquier otro comentario.

Para concluir, y a modo de sí­ntesis de lo antes expuesto, en nombre de los autores que hemos dedicado nuestras fuerzas a la escritura destinada a la infancia y a la adolescencia —a menudo relegada a un plano inferior con respecto a la literatura per se debido a una disparatada “adultocracia”—, me permito declarar nuestro regocijo por dirigirnos a un público únicamente “menor” en términos de talla y que, como dijera la escritora y médico cubana Mary Nieves Dí­az Méndez en el prólogo a su libro premiado de divulgación cientí­fica La extraña ciudad de los pequeños habitantes, responde a la certeza de que —y cito— “no es lo mismo un pequeño lector que un lector de pequeñeces”. Un público, por tanto, mayor, un público merecedor de respeto, dotado de identidad propia, que habla y lee en lenguas propias, mejor aún, en una lengua y lenguajes propios que, al igual que las demás manifestaciones de su existir, en nuestro caso asimiló y transmutó los ingredientes de lo continental foráneo —africano y europeo— en lo insular suyo, conservando en todo momento la pluralidad en la tí­pica unicidad antillana emanada de una singular alquimia.

¡Feliz idea, por tanto, la de un europeo como James Barrie en su obra Peter Pan y Wendy, al situar el reino de la infancia —en apariencia efí­mero y en verdad perdurable— en la emblemática Isla de Nunca Jamás, precisamente en una isla accesible solo a aquellos que surcan los mares con el corazón limpio.

Artículo puesto en línea en octubre de 2000.