Cubierta de Yola para 'Papelucho', de Marcela Paz. Santiago de Chile: Rapa Nui, 1947.
  • Cubierta de Yola para 'Papelucho', de Marcela Paz. Santiago de Chile: Rapa Nui, 1947.

El humor en la obra literaria de Marcela Paz

Manuel Peña Muñoz

Una de las escritoras de literatura infantil chilena más sobresaliente es Marcela Paz (1902-1985), seudónimo de Ester Huneeus Salas, quien nació un 29 de febrero de 1902, una fecha un tanto difí­cil en el calendario, pues siempre decí­a la autora que con esa fecha solo le celebraban el cumpleaños una vez cada cuatro años... de modo que desde su mismo nacimiento ya estaba marcada por el sentido del humor que caracterizó toda su obra literaria, en especial Papelucho (1947), un clásico de la literatura infantil en Chile. 

La infancia de la autora transcurrió en el ambiente de una gran casa familiar en la calle Agustina de Santiago, a dos cuadras del palacio de la Moneda, una de esas casas con tres patios en la que viví­a toda la familia, incluyendo abuelos, tí­os y primos. Allí­, en ese ambiente de establo, con caballos, perros y pájaros, junto a la bisabuela y su múltiple descendencia viví­a la familia Huneeus Salas.

Su padre fue don Francisco Huneeus Gana, gran empresario y creador de la Compañí­a General de Electricidad Industrial y la madre, Teresa Salas, era pintora y discí­pula del pintor Pedro Lira. Esther fue la segunda niña en nacer, después de Anita. Siendo muy niñas vivieron la tremenda experiencia del famoso terremoto de 1906, que fue en Valparaí­so pero tuvo severas réplicas en Santiago. Aquella noche tuvieron que dormir en el mismo cuarto junto a los criados, que eran muchos en aquella casa solemne, y luego tuvieron que refugiarse en la estación de trenes para dormir en un vagón de ferrocarril donde pensaban que estarí­an más seguros. Luego, se hizo nuevamente la tranquilidad en el caserón, cuando todos regresaron a la vida normal.

Cuenta la autora:

El patio olí­a a azahar. Se llenaba de tí­os y primos de todas las edades y todas las ideas que iban asomando de los oscuros zaguanes y salones. La casona tení­a los tres patios legales de entonces. El primero era de mármol. En sus cuatro esquinas se alzaban estatuas que serví­an para aprender historia y para trepar por sus pedestales haciendo bromas a los helados caballeros: don Cristóbal Colón, don Pedro de Valdivia, don Francisco Pizarro y don Diego de Almagro. Tarde a tarde, por el portón de calle Morandé, entraban hijas, yernos, nietos y bisnietos, unas cincuenta personas cada dí­a, y los salones se llenaban del fru fru de enaguas y faldas largas y de aroma de habanos y del circular de copas con naranjadas, mistelas y bandejas rebosantes de bollitos y merengues.

Por aquella casa habí­an circulado familiares de la bisabuela, que era la número catorce de los Vicuña Subercaseaux, todos ellos relacionados entre sí­ y visitantes asiduos de la casona. Por allí­ pasaron el pintor fray Pedro Subercaseaux, el intendente de Santiago Benjamí­n Vicuña Mackenna (que hizo la remodelación del Santiago de entonces), los presidentes de Chile José Joaquí­n Pérez y Joaquí­n Prieto. También las tí­as Rita y Clara Salas Subercaseaux, hermanas de la madre, que eran muy piadosas y viajaban mucho a Europa a visitar grutas y santos lugares.

Rita Salas Subercaseaux (1882-1965) escribió varios libros de viaje, entre ellos Las antenas del destino y El ángel del peregrino, actualmente revalorizados por lo ingenuo de una escritura que hoy suena divertida. Estas tí­as ingeniosas van a ejercer una poderosa influencia en la niña, especialmente al despertarle el sentido del humor que pueden encerrar las palabras. La niña va a oí­r a esas tí­as cada vez que llegaban de un viaje y se va a reí­r a carcajadas de esas chifladuras a espaldas de ellas en la casa.

De ambas, especialmente de la tí­a Rita, aprenderá la niña un sentido del humor absurdo que se refleja en las mismas palabras. Así­, la tí­a escritora firma sus libros como Violeta Quevedo: -Violeta por lo humilde y Quevedo por lo que veo . En uno de sus libros la tí­a se refiere a la torre de Pisa diciendo que -es barroca por dentro e inclinada por fuera . De Pompeya escribe: -Es emocionante ver tanta osamenta y la postura que conservan . De Venecia escribe: -Su originalidad es vivir entre las aguas . Visita el cuerpo incorrupto de santa Clara de Así­s y escribe: -A pesar de lo negrita que se ve, se conserva de lo más bien . Visitando la gruta de Lourdes, escribe: -Regalamos al hermano de Santa Bernardita una capa de mi querida tí­a fallecida poco tiempo después . Sin saberlo, la niña que escucha y lee los libros de esta estrafalaria tí­a también dice palabras que divierten y repiten sus familiares, sin saber muy bien por qué.

Una vez Ester se cayó al tirarse del pasamanos de la escalera. Esa noche no podí­a sentarse en la mesa. Intrigada, la madre le pregunta: -¿Qué te duele que no puedes sentarte? . La niña responde: -Me duele el porrazo . Así­, empieza pronto a descubrir que las palabras en sí­ mismas pueden ser divertidas y hacen reí­r tanto a los niños como a los grandes.

El miedo de la época

La niña Esther fue educada con el sistema represivo de la época, en que se asustaba a los niños infundiéndoles miedo. El miedo estaba siempre presente en la educación. Se decí­a que por la noche iba a venir el diablo, el Malulo, el hombre del saco o el cuco a llevarse a los niños. Una vez lo vio deslizarse por la pieza y quedó aterrada. No pudo dormir. Varias noches se aparecí­a el cuco, hasta que descubrió a una de sus "mamas" deslizándose en cuatro patas por el dormitorio a oscuras con una frazada en la espalda.

Cuando iba a misa de la catedral, no se soltaba de las faldas de la madre porque pensaba que la robarí­an los gitanos. Los miedos infantiles son tan intensos que cuando se mudan a otra casona de la calle Dieciocho, sus padres deciden no enviarla nunca al colegio por miedo a que se contagie de alguna enfermedad con los otros niños. Entonces empieza una educación severa en la casa por medio de profesores particulares e institutrices que les enseñan idiomas, música y modales.

Cambio de casa

La familia Huneeus Salas se muda a una casa moderna que le ha construido el arquitecto Carlos Cruz Montt en la calle Dieciocho esquina de Vidaurre. Es una casa inmensa, de tres pisos, con galerí­as de vidrio, cocheras, patio, escaleras, un montacarga y un poni en el que pasean por el parque. Hay jardineros, mayordomos, nodrizas y una empleada del campo que se llama Domitila. Ester nunca la olvidó y cuando escribió Papelucho, muchos años más tarde, la puso a vivir allí­ para siempre, como recuerdo de aquella entrañable comunicación que tení­a con ella, en un tiempo en que los niños establecí­an mágicas relaciones con la servidumbre, especialmente con las empleadas del sur, afectuosas y amables que también necesitaban cariño.

Allí­, en esa casa, los niños parecen a salvo de los contagios, pero pese a las precauciones, se contagian igual entre ellos la tos convulsiva. Yola, la quinta hermana, que será la ilustradora de Papelucho e inseparable hermana de Ester, está a punto de morir. Toda la noche la casa retumba con las toses infantiles. La madre hace una manda a la virgen del Carmen pidiéndole que si salva a su hija, la vestirá durante un año con hábitos carmelitas. La niña se salva, pero Ester considera injusto que sea su hermanita la que se vista de café y no su madre, que fue la que hizo la manda. Estos aspectos irónicos de la vida transcurridos en la infancia van a aparecer más tarde en la obra de Marcela Paz, entre ellos la queja por la injusticia, por ejemplo cuando recibí­a castigos injustos. Ella siempre sufrí­a porque recibí­a constantes pellizcos sin saber por qué.

Más tarde, en Papelucho, la autora escribirá recordando estos episodios de infancia que no la abandonarán: "Mamá estaba como loca y me dio diecisiete pellizcazos". Tampoco la hermanita entendí­a por qué la tení­an que vestir con ropa café. Quizás cuando Esther escribió Papelucho, le transmitió a su personaje esos sentimientos de injusticia que experimentan muchos niños, maltratados o castigados por sus propios padres o por sus hermanos mayores. Así­, en uno de los párrafos del libro, leemos: -Me acordé de ese dí­a en que Javier quebró la lámpara y creyeron que era yo y él se quedó callado y me castigaron a mí­ . Por eso Papelucho va a ser un niño muy vivo y real con el cual se sienten identificados muchos niños que también sufren castigos injustos.

Miedo al abandono

Otro de los miedos que hereda también a su personaje es el de sentirse abandonada por sus padres siempre lejos y distantes. De hecho, uno de sus primeros cuentos aborda el tema de un niño hijo de padres divorciados, lo que era algo inusitado para su época y un rasgo de modernidad en su escritura, adelantándose a su tiempo.

En Papelucho hay también miedo al abandono, especialmente en Papelucho casi huérfano porque siempre existí­a el temor a perder los papás o a sentirse desprotegido en una época en que los niños eran cuidados por las empleadas de servicio, mientras el padre estaba ocupado en sus negocios y la madre, en la vida social o atendiendo un nuevo embarazo, cosa muy habitual en esos tiempos en que las familias eran muy numerosas, de modo que los niños se educaban entre empleadas, institutrices, tí­as y abuelas.

Dice la autora en sus memorias: -Mi mamá pintaba y pintaba, sin alterarse nunca, mientras nosotros corrí­amos por las acequias . En el fondo, hay una crí­tica a los adultos, desde el punto de vista de los niños.

Recuerdos de la abuela

En sus memorias, narra recuerdos de su abuela, que era verdaderamente como una madre para los niños:

La abuela Anita era muy alta y gorda, pero ágil, como si tuviera elásticos en las piernas. Se veí­a inmensa sentada porque tení­a la costumbre de sentarse sobre un pie. ¿Por qué serí­a? Usaba un velo de gasa negra amarrado atrás, con un postizo crespo cayendo sobre la frente. Nunca se cansaba de jugar con nosotros o de salir de compras con su larga capa negra que arrastraba papeles y basuras bajo la cual escondí­a sus paquetes. No usaba cartera, pero de sus hondos bolsillos sacaba un portamonedas que olí­a a billetes y sonaba duramente al cerrarlo.

Viajábamos en tranví­a y siempre tení­a amigos a los cuales me presentaba. (...) Nos llevaba al cine mudo. Llegando a casa, la hací­amos sentarse al piano y repetir lo que tocaba el pianista durante la pelí­cula y nosotras actuábamos siguiendo la música.

Esta abuela, le hace para unas Navidades un regalo significativo. En sus recuerdos dirá: -El mejor regalo que recuerdo fue el de mi abuela Anita: una escuela con pupitres, niños y pizarrón, todos hechos en madera. Me fascinó porque yo nunca fui al colegio.

En esa época, la niña Ester empieza a escribir con un lápiz marca Faber y entonces inventa Faberland, una tierra mágica donde es posible ser feliz, en compañí­a de un lápiz, escribiendo. E incluso se inventa un seudónimo: Luki, porque nunca le gustó el nombre de Ester. Era un nombre que no tení­a santo, y por lo tanto no le celebraban el onomástico ni el cumpleaños, porque habí­a nacido un 29 de febrero... Encerrada en la inmensa casona, recibe los profesores e institutrices que hablan inglés, francés y alemán. Además de idiomas, la niña aprende piano, filosofí­a y escultura. Un dí­a llega un sacerdote, porque en ese ambiente de costumbres severas, han decidido que los niños reciban clases de religión católica para complementar las constantes visitas a la iglesia donde los llevaban a misas y novenas.

La niña, acostumbrada a jugar poco, desarrolla el sentido de la observación. Así­, mientras el sacerdote le explica la Biblia, ella lo mira detenidamente. Después escribirá: -El profesor era un padre carmelita de cuyas sandalias surgí­an unos dedos gordos y rosados que me hipnotizaban. Cuando decí­a 'las substancias del pan y el vino', a mí­ se me llenaba la boca de agua dulce, pensando en las substancias1 de Chillán . Esta ya es la pura imaginación de Marcela Paz.

El sentido del humor

Las institutrices eran también motivo de burla. Dice la autora que el hecho de que su mamá pintara, les desarrolló a los hermanos el sentido de la observación y el espí­ritu crí­tico. El hermano mayor, Francisco Huneeus, empezó también a pintar, y posteriormente derivó en la caricatura. A esa casa llegaba también Jorge Délano, Coke, famoso caricaturista, escritor y cineasta. La niña se juntaba con ellos, y por eso se acostumbró a caricaturizar también lo que la rodeaba, mirándolo todo con aguda ironí­a. Esa mirada lúdica y humorí­stica va a ser el sello que le va a dar a su libro Papelucho, protagonizado por un niño que siempre tendrá una mirada crí­tica y distanciada respecto de todo lo que le rodea, como si desconfiara siempre de lo establecido y diera un giro completamente diferente del tradicional punto de vista de los adultos. Este giro inesperado será un recurso humorí­stico siempre presente en la obra de la autora.

En sus recuerdos de infancia, dice la escritora refiriéndose a las institutrices: -Hubo una que se deleitaba contándonos cosas macabras. Una bomba en Rusia le habí­a quebrado la nariz y reventado los tí­mpanos. Usaba gruesos lentes y peluca. Mi hermano mayor, Pancho, al pasar junto a ella, siempre se enredaba en algo y la peluca de la miss se le caí­a al suelo .

En este ambiente, empieza a leer a los autores ingleses a los que admira por la concisión del lenguaje y el sentido del humor británico. Empieza a tener amistades literarias, entre ellas Chela Reyes.

El sentido humanista y social

Ester es una muchacha independiente que juega tenis y tiene preocupaciones sociales. Se interesa por la enseñanza de la higiene entre los campesinos y quiere fundar una institución dedicada a la infancia desvalida, especialmente de los niños ciegos. Hacia esta causa empieza a dirigir todas sus energí­as, creando el Hogar Santa Lucí­a para niños ciegos. La anima un espí­ritu católico que nunca la abandonará, y que la hace socorrer al necesitado y ayudar al prójimo en instituciones de beneficencia social desde su temprana juventud.

Para recolectar dinero, instala, a los 19 años, un pequeño negocio en pleno centro de Santiago donde vende sándwiches y pequenes, unas pequeñas empanadas rellenas de cebolla, que tienen un extraordinario éxito. El negocio sorprende por lo inusual de ver a un grupo de damas jóvenes elegantes vendiendo empanadas que hace una antigua empleada de la casa y recibiendo encargos de tejidos. Muchos de sus familiares y amistades no pueden creerlo. Lo bautiza -El Boliche Indio  y de allí­ saca dinero para sus actividades benéficas y consolida el Hogar de Niños Ciegos con ayuda de unas religiosas; una de ellas, no vidente, viene especialmente de España para colaborar en la dirección del hogar. No olvida tampoco su afición a la cerámica y a la escultura.

En el Museo de Bellas Artes estudia con Rebeca Matte y con Virginio Arias. Tampoco olvida sus inquietudes literarias ni su sentido del humor. Empieza a colaborar en la revista Mamita y en El Diario Ilustrado con unos cuentos japoneses que inventa y firma siempre con sus originalí­simos seudónimos, en este caso: Nikita Nipone. También escribe crónicas con los seudónimos P. Neka, Picadilly, Juanita Godoy y Paula de la Sierra.

Ojos de pasadizo

Todo lo que observa, lo pasa por la memoria y de allí­ al papel. En una reseña autobiográfica escribirá: -Tengo ojos de pasadizo, por donde se cuelan las cosas sin autorización, para salir luego por la punta del lápiz .

En esta época viaja a Parí­s. Su hermano Francisco está grave y la familia, siempre con ese espí­ritu de clan, decide partir a Francia, en el trasatlántico í“rbita, de la Pacific Steam Navigation Company (P.S.N.C.), a pasar una temporada que la joven aprovecha para estudiar escultura con Raymond Rivoir, amigo de Vicente Huidobro. Todas estas experiencias marcarán su vocación artí­stica, que seguirá desarrollando a su regreso a Chile.

Es el año 1931. Ester Huneeus aún no ha publicado ningún libro. Solo cuentos, crónicas y colaboraciones esporádicas en El Diario Ilustrado, donde conoce al crí­tico literario Hernán Dí­az Arrieta (que firmaba como -Alone ), a Jenaro Prieto, a Ricardo Latcham, quienes se juntaban allí­ por las tardes. No piensa todaví­a en dedicarse a la literatura, pero se empieza a animar cuando su padre la estimula en este sentido. Habí­a recibido una carta que Alone le enví­a a Amanda Labarca comentando las virtudes literarias de esa colaboradora, en el sentido de que posee un don original y único, cierta perspicacia y un natural sentido del humor.

Sugiere que tome clases de literatura. En un fragmento de la carta, fechada en el año 1932, dice: -Es demasiado rara Ester Huneeus para que vaya a perderse. Pensar que real y verdaderamente tiene fantasí­a . Termina diciendo que el futuro de la literatura estriba en que: -un dí­a cualquiera, aparezca un escritor con talento literario, con fantasí­a creadora, y eso no se produce con receta, ni por cultura, ni por ningún motivo razonable, sino por milagro. En los cuentos de esta niña asoma a cada página el milagro .

Esta carta es decisiva y entusiasma a la autora a publicar su primer libro de cuentos Tiempo, papel y lápiz (1933). El tí­tulo alude a la sensación de agrado que le produce tener precisamente -tiempo, papel y lápiz  para escribir sus ideas fantásticas. En este libro ya firma como Marcela Paz: Marcela por la autora francesa Marcelle Auclaire, a quien admiraba, y Paz porque era precisamente lo que necesitaba el mundo en esos años previos al inicio de la Segunda Guerra Mundial y también porque ella misma necesitaba -paz  al finalizar el dí­a para poder escribir.

Inmediatamente Alone, el crí­tico de la época, elogia a la autora en la prensa. Su primo, fray Pedro Subercaseaux, le escribe desde la Isla de Wight, felicitándola y animándola. Luego publica Soy Colorina (1935), otro conjunto de cuentos, uno de ellos acerca de una niña de siete años cuyos padres están separados. Otro de los relatos, "Liselotte", es para el crí­tico español José Marí­a Souviron, un cuento perfecto. Por el momento no piensa en casarse y se dedica a escribir, a sus obras benéficas, a su Boliche Indio, al esmalte, a la escultura y a la cerámica. Y algo inaudito: aprende a manejar, cosa sorprendente para una época en que las mujeres no manejaban. Y el auto Ford amarillo viene de regalo de su abuela, que la apoyaba en todo.

El nacimiento de Papelucho

En ese ambiente social, Ester conoce a José Luis Claro, un ingeniero estudioso y reservado, que tení­a relaciones profesionales con la familia de la joven. Cuando ella empezó a llamar voluntarios para su Hogar de Niños Ciegos, el joven José Luis se alistó enseguida para colaborar con ella. Poseen gustos en común y aficiones parecidas: ambos tocan piano. Entre ellos surge una amistad que se ve interrumpida porque el joven se irá a Estados Unidos por dos años. Ester queda preocupada y triste, recordando a José Luis, a quien sus amigos le dicen cariñosamente Pepe Lucho... Ese nombre lo pronunciará muchas veces durante esos años y se convertirá con el tiempo en Papelucho, un nombre inseparable de su autora.

Al cabo del tiempo, Pepe Lucho Claro regresa y se reencuentra con la joven en el Teatro Municipal de Santiago escuchando la Novena Sinfoní­a de Beethoven. Al poco tiempo se comprometen en matrimonio.

El dí­a del compromiso, el joven hace tres regalos a su esposa: el disco de la Novena Sinfoní­a de Beethoven como recuerdo del dí­a del reencuentro, un anillo con cinco brillantes que simbolizaban las cinco palabras decisivas: -¿Quieres tú ser mi esposa? . Y una Agenda Nestlé ilustrada con motivos infantiles, con 365 páginas en blanco que tendrí­an una inesperada influencia en el futuro.

Esa misma noche, escribirá en la primera página de esa agenda una palabra mágica inseparablemente unida a su vida personal y a la vida de millones de chilenos: Papelucho. Así­, con el correr de los dí­as, la agenda se convertirá en el diario de vida de un niño. Han transcurrido más de diez años de matrimonio. Y esa agenda se irá llenando con observaciones, apuntes y redacciones de aquellas páginas que reflejan a un niño vivo. Corre ahora el 1947 y la autora ya tiene cinco hijos. Una de ellas, se llamará Marcela.

Un dí­a, su esposo repara en un aviso de la prensa convocando a un concurso de la editorial Rapa Nui que dirigí­a el escritor Hernán del Solar. Con la vida familiar no habí­a tiempo para terminar aquel libro inconcluso, pero la convocatoria fue el estí­mulo para rescatar aquella Agenda Nestlé y reescribir aquella historia que tuvo cambios, porque inicialmente Papelucho era hijo de padres divorciados. Pensó la autora que una historia así­ pensada para los niños, podrí­a tener problemas con la censura, la educación y la iglesia católica. Serí­a un libro -perturbador .

Más de medio siglo más tarde, es decir, en la actualidad, el paí­s no ha cambiado un ápice respecto de esta situación del divorcio, mientras que en otros paí­ses, estos temas se abordan naturalmente en la realidad y desde luego en la literatura infantil contemporánea.

Así­, Marcela Paz reescribe Papelucho y junta a los padres separados en el libro, suprimiendo el divorcio que era un tema tabú en la vida social, aunque mantiene la idea de unos padres lejanos y distantes. El afecto le llega al niño no por los padres, sino a través de la Domitila, con quien tiene un contacto más í­ntimo. El personaje va cobrando vida en la reescritura. La autora recobra su propia infancia. Se recrea en ella y recuerda las pelí­culas mudas que veí­a con su abuela y cómo las imitaban luego en la casa, cuando ella les tocaba el piano. El personaje más entrañable habí­a sido Charles Chaplin, tierno, loco, aberrante, divertido y encantador.

Sí­, su Papelucho tendrí­a estas caracterí­sticas. Serí­a como un Chaplin infantil: loquillo, sabio, disparatado, divertido y crí­tico, con una nota para la reflexión, otra para el humor y otra para la emoción.

Su hermana Yola le hace los dibujos que quedan hasta el dí­a de hoy, inalterables, fijando el tipo del niño irreverente, crí­tico, muy distinto al prototipo del niño modelo de las novelas antiguas del siglo XIX. Serí­a un niño como cualquier otro, con su familia y su Domitila. Un pequeño niño burgués de la clase media santiaguina que, sin embargo, alcanzarí­a universalidad por su humor y su desparpajo.

La autora no necesita innovar técnicas ni hacer alardes estilí­sticos. Papelucho nace espontáneo, fresco, del corazón a la mente y de la mente a la pluma. Es un niño vivo, como cuando Pinocho salta de las manos de Gepetto y se convierte en un niño de verdad. Es realidad pura. Habla -como le da la gana . Un espí­ritu liviano y travieso impide al chiste caer en lo ramplón. Y así­, empieza la primera frase: -Hoy ha ocurrido algo terrible, muy terrible ... Se ha abierto una compuerta en la mente de la autora y ya no puede parar.

Papelucho gana el Premio de Honor del Concurso Rapa Nui en el año 1947 y se edita en una hermosa edición de tapas duras ilustrada por su hermana Yola. El libro rápidamente gana el favor del público. Es un niño de mechas tiesas con el que se sienten identificados miles de lectores. Los lectores abren el libro y leen: -Hoy se cortó el agua y nadie se lavó. A Javier le sigue doliendo el estómago y yo le preparé uvas con zarzamora y se mejoró. Voy a escribir a mi papá para que me mande una escopeta para cazar patos y también patos para aprovechar la escopeta . (...) -En la noche habí­a visitas a comer y se me cayó el diente suelto y tuve que tragármelo para que no lo notaran . -Me gustarí­a que me enterraran en un cajón bien pobre y con la plata del fino le compraran chocolates a los niños pobres porque el rico le roba al pobre y a mí­ me da vergüenza ser hijo de ricos . -A mí­ se me ocurrió hoy una idea estupenda, pero se me olvidó. Ojalá que mañana me vuelva .

Estos párrafos ilustrativos dan una idea del estilo asociativo de la autora y de su singular sentido del humor.

El libro cae como un cascabel en el Santiago apático y anodino de fines de los años 1940. Unos lo leí­an y se reí­an de las ocurrencias de este personaje tierno. Otros se emocionaban hasta las lágrimas. Los lectores se reí­an con lágrimas en los ojos: -Soy un hijo perdido. Los hijos perdidos generalmente se van al circo pero aquí­ no hay circos, sino puros potreros . Era tan vivo este Papelucho, que parecí­a que era él mismo quien escribí­a el diario y no una autora. Muchos niños no entendí­an quién era esa Marcela Paz que aparecí­a en la portada del libro. Para todos los niños, ese libro lo habí­a escrito Papelucho.

Pero habí­a también quienes criticaban el libro, entre ellos profesores y padres que lo rechazaban porque presentaba a un niño muy poco ejemplar que decí­a lo que pensaba y daba su opinión sin que nadie se la pidiese. Inclusive habí­a personas de su misma familia que se preguntaban:

“¿Esta Marcela Paz será la misma Ester Huneeus de Claro que conocemos?

“Parece que es la misma, pero no lo creo...

“¿Cómo la Ester, que conocemos de toda la vida, tan dama, tan fina, tan correcta, tan... católica, se ha permitido ofrecer a la infancia este -modelo  de niño indisciplinado, intruso, pillo, torpe y desobediente? No puede ser la misma Ester. No puedo creer que ella haya creado a un niño que hace lo que le da la gana y que anda sin peinarse. Es un niño atroz. No es cariñoso con sus padres, pasa metido con la empleada, es rebelde y hasta se permite criticar a sus mayores...

“¡Qué horror! Este niño hace todo lo que piensa. Dice todo lo que hace. Y lo que no lo quiere hacer, no lo hace! ¡Bonito ejemplo! Yo pienso que es otra Marcela Paz.

Pero no. Es la misma: ¡¡¡Ester Huneeus de Claro!!!

Otras obras

Papelucho tuvo un rotundo éxito. Se tradujo al ruso, japonés y francés. Luego vinieron otras obras que continuaron la saga de este niño chileno: Papelucho casi huérfano (1952), Papelucho historiador (1954), Papelucho detective (1956), Papelucho en la clí­nica (1958), Papelucho perdido (1960), Papelucho en vacaciones (1962), Papelucho, mi hermana Ji (1964), Diario secreto de Papelucho y el marciano (1965), Papelucho misionero (1966), Papelucho: mi hermano hippie (1970), Papelucho: Soy dis-leso (1974) y muchos otros libros de poesí­a infantil y relatos cortos. Con Alicia Morel escribieron juntas Perico trepa por Chile (1978), que es un clásico del libro infantil en Chile. En su historia, el niño protagonista recorre el paí­s de sur a norte en busca de su padre, llevando en sus brazos un cordero. Nuevamente se repite en la historia la necesidad de cariño paternal y las pinceladas de suave humor que recorren el libro de la primera a la última página. 

Marcela Paz recibió el Premio Nacional de Literatura en 1982. Falleció en Santiago, rodeada de sus hijos y nietos en 1985. Sus libros siguen editándose y enriqueciendo la imaginación de los niños chilenos por su espontaneidad y su mirada crí­tica al mundo de los adultos. El sentido del humor que se desprende de la totalidad de su obra consigue un humanismo fresco que hace vivir al personaje para siempre.

Nota:

1. -Las sustancias de Chillán : Se refiere a unos dulces tradicionales chilenos, blandos y gomosos, de color rosado, que se venden en las estaciones de trenes. La niña Esther observa los dedos gordos del pie que se asoman por las sandalias del sacerdote y los relaciona con esas sustancias de apariencia y color parecido. Estas asociaciones surrealistas provocan comicidad también en su obra literaria.