'Con Tigo de la mano', de Magdalena Helguera, ilustraciones de Laura Michell. Buenos Aires: Alfaguara Infantil, 2011.
  • 'Con Tigo de la mano', de Magdalena Helguera, ilustraciones de Laura Michell. Buenos Aires: Alfaguara Infantil, 2011.

Que el cuento sea cuento

Magdalena Helguera

Cuando estudiaba magisterio tuve una profesora de Didáctica que adoraba las diapositivas, especialmente las caseras. Quienes alguna vez nos atrevimos a luchar contra rebeldes pedacitos de calco primero, contra cables y enchufes también rebeldes después, no sólo nos ganamos varios puntos en su aprecio, sino que quedamos encadenadas por todo el año al odioso proyector, con su bombita siempre afecta a quemarse en el mejor momento. 

¿Habí­a que trabajar sobre los indios? ¿Por qué no hace unas diapositivas, Helguera? ¿La evolución de la vivienda? Es una clase ideal para dar con diapositivas, Helguera.

Lo malo fue un dí­a en que la maestra de segundo, buscando una clase para la practicante —que no fuera muy trascendental en el programa, claro— sacó de la manga un tema de Educación Moral y Cí­vica ideal para endosárselo a otro: Hábitos de Veracidad. Nombre pomposo, tení­a. E inspiraba toda clase de pensamientos creativos acerca de la madre y todos los parientes de la maestra.

Yo no iba a ponerme de predicadora, ni a pararme en medio del salón como una maestra ciruela y decirles “¡Niños, hay que decir la verdad!”. No, señor. La clase tení­a que tener, antes que nada, MOTIVACIÓN. Luego vendrí­an la adquisición, aplicación, evaluación, y todo lo demás. Pero lo primero era la motivación.

Por aquella época, ya lo he dicho alguna vez, yo usaba el cuento como una especie de escalera de incendios, de salida de emergencia, de bote salvavidas cada vez que me encontraba en un brete. Sobre todo para la motivación, porque ya por entonces sabí­a que pocas cosas motivan tanto como un cuento. Así­ que, como tantas veces, lo primero que hice fue buscar un cuento que enfocara elogiosamente la costumbre de decir la verdad. Estaba Pinocho, pero no sólo me parecí­a muy visto, sino que intuí­a que si me poní­a a amenazarlos con el famoso crecimiento súbito de la nariz, más que asustar podrí­a causar ganas a más de uno de soltar alguna mentirita para provocar el prodigio. Más tarde llegarí­a a saber que, efectivamente, ante las historias que se presentan como ejemplarizantes, el niño, suele identificarse precisamente con el antihéroe, el malo de la pelí­cula, aquel que hace precisamente todo lo que quieren enseñarle a no hacer.

Que necesitaba un cuento, era un hecho. No encontraba otra forma de salir del paso. Que iba a tener que hacerlo yo, era la perspectiva más segura. Así­ que estudié las caracterí­sticas del cuento tradicional y, a su imagen y semejanza, mezclé un protagonista, un objeto perdido, algunos desafí­os y un personaje sí­mbolo del mal que impulsara al héroe a hacer las cosas al revés. Una receta bien aplicada, de fabricación prolija. Hasta ahí­ todo iba acorde a mis convicciones. Iba a hacer un cuento narrado, sin láminas, acorde con la recomendación de los grandes narradores orales que ya habí­an logrado conquistarme por completo.

Pero la cosa no era tan sencilla, pues, como era de temer, cuando le expliqué el proyecto a la profesora, ¿qué me dijo? ¡Tiene que hacer el cuento con diapositivas, Helguera! Y bueno, no eran épocas de andar contradiciendo a las autoridades a cada rato, así­ que, por esa vez, transé.

Las diapositivas todaví­a las tengo. Han adquirido, incluso, valor histórico en esta época de videojuegos, TV cable y CD Rom.

Del cuento, en cambio, solo recuerdo vagamente el argumento. Ni aún mirando con atención los diez cuadraditos pintados a drypen puedo recrear completamente la historia. Y no solo ahora, que tengo tanta cosa en la cabeza. Dos o tres años después de inventado, ya recibida, un dí­a quise volver a usarlo y no pude.

Imagí­nense. Si tan poca huella dejó en mí­ aquella historia, en mí­ que la fabriqué, la dibujé, la enmarqué y la conté con tanto cuidado y amor... ¿Qué huella habrá podido dejar en aquellos niños que la escucharon y la vieron una sola vez, y encima concentrados en las recomendaciones de la maestra: “Saluden al entrar, pórtense bien, levanten la mano para hablar, no vayan a hacer papelones”?

¡Qué diferencia con un cuento contado por contar, ante un mar de ojos redondos y bocas abiertas! ¡Qué diferencia con los cuentos que devoraba de chica tirada en la cama, que me atrapaban y no me dejaban ir a hacer los deberes, ni a bañarme, a veces ni a comer o dormir! ¡Qué diferencia con los cuentos que escribo ahora, que me sustraen otra vez, con el mismo poder irresistible de entonces, de tantas labores útiles, prácticas y necesarias!

Es que aquel cuento no era, ni pretendí­a ser, otra cosa que un material didáctico, equiparable a un globo terráqueo, un geoplano o cualquier otro objeto creado con un fin pedagógico especí­fico. Un cuento que, como estos materiales, acota su uso a la finalidad para la cual fue inventado. Sus palabras estaban ensambladas como los vástagos y cuentas de un ábaco para responder a un contenido del programa, y como suele ocurrir con el rollo de mapas o la famosa caja de cuerpos sólidos, se usó, se guardó y nadie más pensó más en él hasta la siguiente vez que hizo falta.

El globo terráqueo se suele usar para estudiar geografí­a, los viajes de Colón y tal vez la forma esférica. Hay cierto acuerdo bastante general en que no es para jugar a la pelota o para recortar y hacer collage, aunque a algún travieso pueda ocurrí­rsele hacerlo. Tal vez cuando contamos, leemos o damos a leer estos cuentos de interpretación muy predecible, a alguien también se le ocurra escuchar o leer otra cosa distinta. Pero generalmente el adulto suele estar listo para alejarlo del error e indicarle claramente cuál es el mensaje que debe recoger, como es que se usa correctamente ese cuento.

El problema es que muchas veces estas historias dirigidas y pre-digeridas, son los únicos cuentos que el niño recibe. Si se le ofrecen en abundancia, tal vez el maestro, o los padres, estén muy satisfechos de la estrecha relación de su niña o niño con la literatura. Pues si bien nadie confundirí­a una caja de regletas con una obra literaria, es regla general que se incluya toda clase de historias didácticas dentro de la Literatura Infantil. Como literatura se las escribe y publica, se las vende, se las premia, como literatura se las entrega a los niños escatimándoles la verdadera experiencia del contacto con la literatura.

Y la experiencia del contacto con la literatura —como magistralmente lo expresaba ayer Graciela Montes— no es otra que la experiencia de contacto con el arte. Un contacto vivencial, que hace presente en nosotros el objeto creado a través de la palabra, que nos lleva en cuerpo y alma a meternos en la fábula y ser protagonistas; que nos invita a alegrarnos y a sufrir con los personajes, a buscar soluciones, a crear, vivir y revivir una y mil veces los hechos narrados u otros que surjan en nosotros a partir de ellos.

La creación literaria es una vivencia que marca profundamente tanto al autor como al lector, si ambos se sitúan en una postura activa ante la obra,. Para un niño o niña la experiencia de leer puede ser, deberí­a ser siempre una experiencia muy fuerte, equiparable a jugar, andar en bicicleta, dormir en carpa, zambullirse de un trampolí­n, hacerle upa al hermanito recién nacido o ir al baño de noche con la casa a oscuras. A veces alegre y divertida, a veces cargada de desafí­os, algo triste o atemorizadora, la lectura creativa es —como la escritura, la pintura, la música— una verdadera experiencia de vida, siempre emocionante, siempre digna de ser vivida. Y como toda experiencia de vida, no siempre enseña, pero siempre educa. La literatura bien leí­da, por sí­ sola, sin moralejas, sin aclaraciones ni subrayados ajenos, forma personas porque sensibiliza haciendo sentir, desarrolla la inteligencia haciendo pensar, siembra tolerancia y mejora la comunicación porque nos pone por un rato a vivir en el pellejo de otros.

El libro por sí­ solo tiene poder de educar, pero para eso hay que dejarlo ser libro, como hay que dejar al niño ser niño. El libro de literatura educa como educa la vida, no como educa el maestro, no puede enseñar mejor que el maestro con su presencia diaria, su afectividad y su preparación pedagógica. El libro de literatura infantil, si no es una obra de arte, busca acercarse a esa meta, ronda el arte, se alimenta de arte. En esa búsqueda, como toda manifestación artí­stica, debe luchar constantemente con la concepción del arte como actividad inútil y poco productiva, pero además debe luchar con las fuerzas pedagógicas que pugnan por apartarlo de su verdadera razón de ser.

A veces queremos que el cuento o el poema hablen por nosotros. Parecerí­a que la dignidad literaria le diera a las palabras una fuerza que nuestra voz no tiene, olvidando que todo lo que se dice en un libro lo dijo una persona que no tiene por qué ser mejor persona que el maestro.

La paradoja es que, al mismo tiempo que desvalorizamos nuestra tarea docente dándole al cuento la potestad de enseñar por nosotros -como si fuera a hacerlo mejor, como si un solo cuento pudiera tener sobre el niño una influencia más profunda que el maestro- lo anulamos en su verdadera esencia para transformarlo en algo para lo que no sirve. Lo engrandecemos y lo degradamos al mismo tiempo.

El maestro tiene dignidad en sí­ mismo, no necesita pedir prestada la dignidad del poeta para que diga por él lo que él quiere decir. La obra literaria también tiene dignidad en sí­ misma, y no tenemos derecho a quitarle su dignidad de obra de arte, de ahogar y apagar lo que tiene que decir para reducirlo al í­nfimo mensaje de un contenido del programa.

No vamos a lograr que el cuento haga lo que nosotros queremos. El cuento es un bicho libre, si intentamos amansarlo y domesticarlo resultará tan olvidable como aquel de las diapositivas. Si tampoco dejamos que el cuento haga lo que sabe hacer, ¿para qué dedicarle tanto tiempo?

Los niños del siglo XXI ya están entre nosotros, y a veces no quieren leer. Es que los niños del siglo XXI no tienen tiempo para leer cualquier cosa pues avanzan por la vida a velocidad supersónica, sin tiempo que perder, hasta sin tiempo a veces para ser niños, empujados por la prisa y la angustia de los adultos.

En el siglo que ya llega, más que nunca, nuestros niños necesitarán libros que que les permitan crear, sentir, reí­rse bien fuerte; libros que los acaricien y los lleven a pasear, que pongan música en sus oí­dos y les ayuden a enhebrar los frágiles hilos de la comunicación humana.

Los adultos del siglo XXI no tenemos derecho a robar a nuestros niños más tiempo del precioso tiempo de su infancia ofreciéndoles libros mediocres cuya lectura no constituya una feliz y profunda experiencia de vida. 

Como escritora, por si quedan dudas, ya no escribo cuentos a pedido del programa. Disfruto y sufro con la tarea creativa

Hace poco, en la clase de mi hija menor, la maestra explicó lo que eran las diapositivas. Sólo dos o tres habí­an visto alguna vez. Luego, los invitó a fabricar ellos mismos sus diapositivas con cartón y papel de calco. Entonces, muy orgullosa, Lucí­a, mi hija, levantó la mano y explicó que ella tení­a unas así­, que habí­a hecho su madre, y llegó a casa dispuesta a revolver toda la casa hasta encontrarlas. Claro, era como llevar a la escuela un diente de dinosaurio, una bota de Artigas o una boleadora charrúa, o algo así­. Llevar libros hechos en casa ya se le ha hecho costumbre y en su clase ya no causa sorpresa, pues, por suerte, nuestros niños ya no se sorprenden de que los escritores sean gente viva y normal, capaces, incluso, de tener hijos que vayan a la escuela. Pero aquellos pedacitos de papel de calco pintados con drypen

En una caja de cosas viejas de mi primera época de estudiante —ahora me encuentro en la segunda junto al juego de Rapidographs, un estuche de compases y otros artilugios

Si el protagonista del libro que leo a mis niños descubre las nubes cambiando de forma en el cielo, dejemos a los niños que las descubran con él, no interrumpamos el descubrimiento ni ahoguemos su magia con explicaciones sobre la evaporación y la condensación y el ciclo del agua en la naturaleza. Si quiero explicar este ciclo, puedo hacerlo en cualquier momento y en forma interesante; los niños van a escucharme. 

Artículo puesto en línea en octubre de 2000.