La transformación: 
libros, bibliotecas, lectores 

Irene Vasco
Durante los últimos 25 años, he recorrido Colombia de cabo a rabo. He sido testigo de excepción de la transformación de una nación: la he visto crecer como lectora.

He entrado y salido por ciudades grandes, medianas y pequeñas. He remontado infinitas montañas; navegado por hermosísimos ríos; visitado resguardos indígenas; campamentos de guerrilleros y excombatientes; municipios silenciados por los paramilitares; pequeños y encantadores poblados; comunas en los cordones urbanos de pobreza, ollas de droga y delincuencia; parques, bibliotecas y escuelas en los lugares más inaccesibles del país.

En estos veintitantos años, he atravesado dos procesos de paz, en medio de una violencia histórica que se niega a agotarse. Con frecuencia, la pregunta obligada cuando hablo de mis travesías es: “¿No te da miedo? Esa zona es muy peligrosa”. No me da miedo. Por el contrario, el placer de encontrar lectores ávidos por tener libros en sus manos es algo que me apasiona. Mi respuesta, en la que creo a pies juntillas, es: CMi morral, cargado de libros para niños, es un talismán. En los territorios peligrosos, no me consideran una amenaza cuando ven que llevo cuentos infantiles.” Sin embargo, para mis adentros, pienso en el sentido político de mi trabajo: formo lectores. Eso no es tan inocente, tan inocuo como aparenta.

Los años de recorridos me han enseñado a ser promotora de lectura. Lo digo sin pudor. Lo hago muy bien. Por ello, considero que es tiempo de compartir con las nuevas generaciones de promotores unas experiencias que podrían ayudarles en sus recorridos. Por supuesto, no se trata de fórmulas. Ninguna receta es mágica ni funciona copiándola. Yo misma tengo que reinventar mis herramientas de encuentro en encuentro. Son más bien reflexiones para acompañar las búsquedas personales, las búsquedas de cada cual, en este difícil, espinoso, maravilloso, emocionante desafío de cazar lectores en cualquier parte, a cualquier hora, con cualquier elemento que uno tenga a la mano, incluso sin libros ni materiales. La palabra, la voz, la conexión con el otro, son los verdaderos equipajes que nunca se pueden olvidar.

Al ser testigo privilegiada, puedo afirmar que Colombia se ha transformado. Al iniciar mis recorridos, mis maletas, cargadas de libros, eran enormes. Recuerdo que los conductores de los buses intermunicipales me miraban con asombro cuando, en mitad de la nada, me recogían. Con más frecuencia de la que mi bolsillo quería, tenía que dejar mis colecciones en aquellos remotos lugares a donde llegaba a dictar talleres. Me parecía impúdico de mi parte exhibirlos ante personas que nunca habían tenido libros en sus manos y luego empacarlos y desaparecer con ellos. Una vez abierto el apetito lector, no podía llevarme de vuelta mis tesoros literarios.

Con el paso del tiempo, mi equipaje fue disminuyendo. Los programas del estado y de distintas instituciones privadas, sembraron de libros buena parte del país. A partir de cierto momento, mi trabajo ya no era llegar cargada, sino abrir cajas y más cajas de hermosísimos títulos, increíblemente bien seleccionados, que permanecían sellados en rincones olvidados de escuelas, bibliotecas y centros comunitarios. Yo pasaba de la alegría a la tristeza: había libros, pero no tenían vida. Bueno, esa era mi tarea: animarlos, abrirlos, desempolvarlos, leerlos en voz alta, inundarlos de espíritu creativo, ponerlos a bailar de mano en mano, de nuevo lector en nuevo lector.

La formación de lectores dio un paso al tener libros. Uno de los muchos pasos que necesita un país para llamarse lector, educado. Cada vez se dan más pasos, lentos, pero hacia adelante. Una república joven como Colombia no se transforma en 25 cortos años.
Para ilustrar estas transformaciones, contaré las experiencias que más huellas me han dejado, con el ánimo de iniciar un diálogo donde mis dudas, siempre presentes, se encuentren con las de muchos otros.

Excombatientes: colombianos que no encajan

Durante el primer fallido proceso de paz de 1999, visité un municipio gobernado por la guerrilla FARC-EP. Las reflexiones sobre los talleres llevados a cabo en ese momento, en la Casa de la Cultura de Vistahermosa, Meta, están publicados en un artículo que tiene en línea en su sitio web la Fundación Cuatrogatos. 

En el año 2017, participé en nuevos encuentros con esta guerrilla, en el marco del segundo proceso de paz. Esta vez, estuve en escenarios más cercanos a la vida cotidiana, a la intimidad de los excombatientes, confinados en campamentos construidos por ellos mismos bajo la tutela del gobierno. Por supuesto, no llegué como una turista que quería ver el exótico mundo de los nuevos ciudadanos. Acompañé el programa creado por el Ministerio de Cultura y la Biblioteca Nacional para apoyar la dejación de armas de ese momento.

Con el fin de dar un contexto a estas visitas, recojo palabras de la página oficial de la biblioteca Nacional de Colombia:

Tras la firma del Acuerdo final para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera, el Ministerio de Cultura, por medio de la Biblioteca Nacional de Colombia y su Red Nacional de Bibliotecas Públicas (conformada por 1.444 bibliotecas públicas del país), ha querido contribuir al proceso de reintegración de los excombatientes de las FARC a la vida civil, así como a fortalecer su reincorporación en las comunidades que les alojarán en este proceso de transición. Así, el Ministerio de Cultura de Colombia, replicando el exitoso modelo implementado por la ONG francesa Bibliotecas Sin Fronteras, diseñó una estrategia, por medio de 20 Bibliotecas Públicas Móviles (BPM), para extender el alcance de los servicios bibliotecarios a zonas rurales y de difícil acceso que son estratégicas en el proceso de desarme de las FARC.

El primer viaje fue al campamento de las FARC-EP –zona veredal transitoria de normalización de Pueblo Nuevo, Caldono, Cauca, lugar muy remoto, en medio de la cordillera, al que solo podían llegar las personas autorizadas por la delegación de la ONU, atravesando cinco anillos de seguridad. Hasta este lugar llegué, con la bibliotecaria encargada de atender el campamento: Lucely Narváez.

Lo primero que tuvimos que hacer fue limpiar un hangar decorado con enormes lienzos pintados con los personajes y las consignas del movimiento insurgente. Organizamos una especie de sala de lectura, pusimos música infantil y esperamos. Poco a poco, llegaron unas sesenta personas, entre padres de familia y niños de todas las edades, incluyendo bebés.

Los padres de familia no eran padres del común: eran excombatientes, exguerrilleros. Yo no sabía qué esperar de ellos ni cómo actuar. En un principio, solo veía una especie de rótulo, de etiqueta, grabada en sus rostros. Eran personas habituadas a cargar armas y que seguramente habían matado a otras personas. Por fortuna, pudo más mi terquedad de promotora que busca lectores hasta en el fondo del mar y comencé a contar cuentos.
Los niños más grandes me oían. Luego me contaron que iban a una escuela cercana. En cambio, los adultos parecían sumergidos en otro mundo, como si hubieran perdido el hábito de escuchar, de conectarse con los demás. A duras penas logré terminar un libro álbum, recortando las frases, saltándome las páginas. 

Al notar que el tiempo de atención no existía, propuse una actividad plástica alrededor del libro. Mostré cómo hacer plastilina con harina, sal, anilinas y agua y pedí que los grupos hicieran una selva como la de Elmer.

Abro un paréntesis para entablar un diálogo con los teóricos ortodoxos que insisten en que hay que ceñirse al texto, no salirse de las palabras de un autor. El trabajo de campo, en situaciones extremas, me ha enseñado que una cosa es leer en un colegio urbano, dotado de excelentes colecciones con excelentes bibliotecarios y otra cosa es despertar los primeros deseos lectores en aquellos que no tienen ningún hábito, que se enfrentan a la palabra escrita por primera vez. En estos casos, la animación, utilizando cuanto recurso encontremos, pretende abrir una pequeña brecha de entendimiento, de conexión, para introducir los libros lentamente. De no recurrir a estos efectos, las colecciones se abandonan en los rincones, hasta desaparecer consumidas por los ácaros y la humedad.

Regreso al taller en el campamento de excombatientes. Durante dos horas, las familias, incluyendo a los padres que hasta hace poco disparaban armas letales, se dedicaron a sus proyectos, creando flores y duendes, en medio de un ambiente alegre y comunitario. Todos mostraban sus trabajos con orgullo y pedían fotos. Fue emocionante ver a los jóvenes exguerrilleros jugando en el suelo con sus hijos. Al cabo de un rato, cualquier vestigio de etiqueta o rótulo se había borrado para mí. Por fin los pude ver como colombianos, así, sin más.

En el transcurso del taller, una niña de nueve años se destacó por su interés. Participó, leyó, jugó, preguntó. Al final, ayudó a ordenar y a limpiar. Miraba los libros con mucho entusiasmo. Pidió que le dejáramos algunos ejemplares para ella leer en voz alta. Quería ser la bibliotecaria del campamento. Al rato, ella misma había organizado una mesa para exhibir los libros, una hoja para anotar los préstamos y sillas para sus lectores. ¡Una niña bibliotecaria para promover la lectura entre exguerrilleros! Algún día tengo que escribir esta historia.

A pesar de la emoción de ver a tantas personas congregadas alrededor de los cuentos, la música infantil y las creaciones plásticas, fue muy doloroso para mí, ver en esa y en la visita al campamento de El Ejido, Madrigal, en Nariño, el estado de analfabetismo de los exguerrilleros. Excepto los comandantes, estas personas que se preparaban para incorporarse al mundo civil, no sabían leer ni escribir. En uno de los talleres, pedí que escribieran sobre sus memorias. Solo pudieron dibujar personajes, armas y consignas. 

Me pregunté entonces, y me sigo preguntando, cuál es su posibilidad real de participación ciudadana, sin la protección de su grupo, al incorporarse a la vida legal. Mientras los veía jugar con masas y anilinas, dibujar en lugar de escribir, trataba de vislumbrar su futuro. ¿Quién contrataría a un joven, hombre o mujer, exguerrillero, incapaz de leer y escribir? ¿Tendrían lugar en una finca, si no habían crecido como agricultores? Espero que mis apocalípticos presagios no se hayan cumplido. Ruego que ahora no se encuentren en los cordones de miseria de las grandes ciudades, o en las disidencias que nuevamente se arman o, peor aún, en las filas de sicarios que vigilan las plantaciones de coca. Su entrenamiento militar los convierte en buenos candidatos.

Como muchos de los programas de gobierno, el de las bibliotecas públicas móviles quedó al garete demasiado rápido. No alcanzó a penetrar y a afianzarse en los campamentos. Hoy sigo abrumada por las dudas. ¿Qué será de la niña bibliotecaria? ¿Qué pasará con tantos excombatientes que por un día creyeron que la vida fuera de la guerrilla sería más fácil y se acogieron al proceso de paz? ¿Cumplirá, por fin, algún día el Estado lo pactado en el Tratado de Paz y ofrecerá educación a estas personas? ¿Entenderán los comandantes que tienen que alfabetizar a los jóvenes campesinos que abandonaron sus hogares por hambre, porque el profesor les pegaba, porque los padres no las dejaban pasear con los novios o por tantos triviales motivos que me contaron? 

Por lo pronto, dejo estos interrogantes sobre el tapete. Necesitaríamos muchas horas, muchos días, para bucear entre posibles respuestas. La más triste, la más real, es que no tienen cabida en una sociedad ancestralmente excluyente.

Los nukak: colombianos que se extinguen

Buena parte de mi tarea como promotora de lectura se ha desarrollado en resguardos indígenas. He vivido semanas en hogares de maestros, apoyando la creación de bibliotecas escolares, intentado que la lectura se convierta en el pilar de su educación. Este es un proceso largo, pues el libro suele ser visto como objeto de poder y de manipulación del “opresor”. La desconfianza creada durante el tiempo de colonialismo aún no desaparece. 
Desde la conquista, los indígenas y sus descendientes campesinos vieron que los libros pertenecían a los "blancos", los únicos que podían ir a la escuela y aprender a leer. Por fortuna, las asociaciones indígenas contemporáneas, cada vez más politizadas e integradas a la población mayoritaria, asumen que la educación es vital para el mejoramiento de sus comunidades. En este sentido, el trabajo de formar lectores avanza de a poco.

Visitar un resguardo indígena, con su escuela, su comunidad establecida durante años, donde uno llega como invitado por un rector o un profesor es algo muy diferente a llegar a un campamento de personas que hasta hace poco tiempo vivían en la selva y que en los últimos años han sido despojados de todo, hasta de su dignidad.

Este es el caso de los nukak. En el 2018, viví un verdadero terremoto, cuando llegué a su comunidad.

Hasta hace poco tiempo, estos indígenas colombianos habitaban en lo profundo de la selva. Eran nómadas, cazadores de micos y recolectores de frutos. La violencia, el narcotráfico, la quema de los bosques para ganadería y cultivos, los sacaron de sus territorios ancestrales. Sobreviven muy pocas personas, apenas unas 400, en asentamientos cercanos a los pueblos. Son increíblemente vulnerables a las enfermedades. No son agricultores. Tienen su propia lengua, su propia cultura. No hablan ni leen ni escriben en castellano. No conocen la Constitución de la República de Colombia. 

Con los nukak, tuve plena conciencia del significado de la palabra “infancia”, cuya raíz es latina. Infans significa "el que no habla", basado en el verbo for (hablar, decir): incapacidad de hablar. Esta comunidad, fuerte, valiente, con una cultura arraigada que le permitió sobrevivir, crecer, multiplicarse, en una selva donde nosotros no soportaríamos ni un día, de repente perdió su madurez, su mayoría de edad y quedó atrapada en una infancia sin palabras en castellano para sobrevivir en otra selva más poderosa, más despiadada: la jungla llamada “civilización”.

Esta infancia se hace evidente a la hora de recibir las “ayudas” del Estado, que suelen pasar por manos inescrupulosas. El mecanismo es así: el gobierno destina un presupuesto que debe ser ejecutado por un operador. El operador se compromete a entregar mercados suficientes para un tiempo definido. Llega cumplidamente con un tercio de lo establecido. La autoridad de la comunidad, que suele ser el mayor, no puede leer el documento. Estampa su huella digital a modo de firma. El operador ya tiene su entrega legalizada y su bolsillo con buenas utilidades. El mercado alcanza para pocos días. El hambre, la desnutrición, la enfermedad, la falta de defensas, extinguen a los nukak, quienes migraron de una mayoría de edad a una infancia sin futuro. No es gratuito que estén próximos a desaparecer. Los jóvenes se escapan a la ciudad más cercana, San José de Guaviare, donde rápidamente entran al mundo de la prostitución, la droga y la delincuencia, al no encontrar alternativas en su comunidad.

Según la Corte Constitucional, al ser colombianos, los nukak deben recibir lo que cualquier otro ciudadano recibe. Como parte de esas dotaciones, el Ministerio de Educación incluyó una colección de libros dirigidos a la primera infancia. Por supuesto, libros en castellano. Mi tarea, fue presentar la colección, animarla, para que fuera acogida y utilizada en adelante. Desafío muy difícil de cumplir, por cierto. 

Lo primero que me advirtieron las personas que me acompañaban a esa entrega, fue: “No te van a poner atención, no saben para qué son los libros, a los 15 minutos se van a dispersar. Es posible que usen los libros para prender el fogón”.

Ante esas prevenciones, creí que por primera vez tendría que rendirme. De nuevo, mi rebeldía como promotora de lectura me obligó a explorar más allá de la superficie. Puse a prueba mi intuición y coraje y decidí hacer un taller como cualquiera. ¿Cómo, si nadie hablaba mi lengua, donde yo no entendía la lengua de los otros? 

Saqué los libros de la caja. Los entregué uno a uno, entre mayores y menores. Observé la fascinación que las imágenes producían. Me detuve delante de niños y adultos animando esas imágenes. Me convertí en sapo, en pato, en gato. A los pocos minutos, pude establecer una comunicación con la población completa, reunida bajo una enramada. Entablé un diálogo, una conexión a través de la voz humana, la primera que el ser humano reconoce por haberla escuchado desde el vientre materno. ¡Nada más fácil! 

Nos divertimos juntos durante dos horas, inventando palabras mágicas, rítmicas, reiteradas. De los libros, pasaron a la creación de varitas mágicas, que circularon por el campamento con entusiasmo. Fue una mañana inolvidable para mí. No sé para ellos.  
Por supuesto, una vez pasada la emoción del encuentro, me llené de dudas. 

¿Qué pesa más para la supervivencia de la comunidad nukak: ¿la pureza de su cultura y su identidad o el aprendizaje del español, de la palabra escrita? ¿Qué les ofrece mayor garantía para su autonomía social, política y económica en vista de que no pueden regresar a sus territorios ancestrales?

¿Invadimos la cultura propia con palabras, símbolos, materiales, libros ajenos? 

¿Entablamos una comunicación humana a través del arte, de lo simbólico, de las distintas representaciones del mundo?

¿Podrán las instituciones del Estado, en algún momento, llevar libros con referentes propios? Es importante que las comunidades aprendan a leer en español. Más importante es que aprendan a leer en lengua propia para que esta no desaparezca, avasallada por el idioma mayoritario. 

¿Entrarán los niños de la comunidad al sistema de educación nacional? ¿Quién cuidará para que no se pierda su cultura y su lengua materna? ¿Habrá una preparación especial para que los etnoeducadores puedan enseñar a leer y a escribir en lengua propia y en español?

La mayor duda tiene que ver con el poco tiempo que los programas dedican a estas intervenciones. Un taller rápido, por divertido que sea, no cambia la percepción sobre los libros. Tampoco se forman lectores en programas “express”. 

Es indispensable que las comunidades indígenas y campesinas comprendan que leer y escribir no son tareas escolares sino derechos que contribuyen a elegir de manera informada a los gobernantes, a acceder a los avances de la ciencia y la tecnología, a firmar documentos, a aceptar condiciones en los contratos, a inscribirse en los servicios de salud, a participar social y políticamente como ciudadanos maduros. Mientras las comunidades no aprendan a leer y a escribir con fluidez, continuarán en su papel de menores de edad sociales.

La Alegría: colombianos que se unen

En la costa atlántica de Colombia, más puntualmente, en el golfo de Morrosquillo, hay un municipio llamado Santiago de Tolú, fundado hace casi 500 años por los españoles.
A cinco kilómetros del casco urbano, se encuentran las hermosas playas El Francés. Ahí vivo.

Hace tiempo, en El Francés y sus alrededores había mucha comida: peces, mariscos, plátano, yuca, mangos, guayabas y otros frutos del mar y de la tierra. Se podían tomar libremente. Los pobladores de los campos cultivaban y pescaban lo necesario para el sustento diario de sus hijos, que se multiplicaban y crecían con la brisa marina, muy lejos de las palabras escritas. Los mayores narraban y transmitían las tradiciones oralmente. Los niños aprendían a hablar, a pescar, a cultivar, sabiendo que en su entorno cercano se encontraban seguros y que sus posibilidades de salir de su hábitat eran remotas.

Hace pocos años se acabó la comida. Los mayores se quedaron en la playa, pero los jóvenes no se conformaron con reproducirse y ver crecer a sus familias en un medio cada vez más carente de alimentos, trabajo, salud, vivienda y oportunidades de trabajo. Los campos por los que transitaban, cazaban y cultivaban sus mayores, fueron privatizados y los colonizadores de otras regiones cercaron sus propiedades, dejando por fuera a los primitivos pobladores. Los grupos ilegales, abundantes en la región, con frecuencia reclutaban a los más jóvenes. El porte de armas, las mejores retribuciones económicas y una cuota de poder frente a las comunidades, atraían a los muchachos. Las niñas eran sacadas a la fuerza de sus casas para el placer de los narcotraficantes. 

Por fortuna, estos delincuentes abandonaron sus mansiones por presiones policíacas. Desde entonces, la playa se ha ido llenando de cabañas construidas por profesionales del interior del país. Con su llegada, los habitantes ancestrales de El Francés se llamaron a sí mismo “nativos” y a los demás nos señalaron de “turistas”. Aparte de los servicios que los nativos prestaban, como cuidar y atender las cabañas, no había ninguna integración entre unos y otros.

En El Francés hay una escuela rural. Algunos niños asistían a ella, pero la deserción antes de terminar la primaria, sin saber siquiera leer, era frecuente. Los nativos, alejados de la escuela y sin contacto con libros o cualquier otro documento escrito, solo tenían palabras transmitidas de boca en boca. Sin embargo, estas ya no eran útiles para las nuevas generaciones, con nuevas necesidades. La escuela rural se había estacionado en el tiempo. 
Maestros con buenas intenciones, pero con formación precaria, se esforzaban, hasta donde sus capacidades y el pobre presupuesto municipal les permitía, en lograr que los niños memorizaran los contenidos de los vacíos libros de texto.

En el año 2000, comenzó la transformación de esta comunidad.

Carmen Antonia, un ama de casa nativa, con estudios hasta quinto grado de primaria, aceptó que yo le dejara una colección de cien libros para niños y jóvenes, escrupulosamente seleccionados. Cada libro tenía un código artesanal y su ficha de préstamo. Así mismo, se comprometió a leerles cuentos a los niños del sector una vez a la semana.

La primera hora del cuento la hice yo, para que Carmen supiera lo que esperaba en adelante. Nunca olvidaré la mirada de Carmen Antonia cuando le dije a los niños asistentes que podían llevar libros a sus hogares. “No, no, ellos los dañan, los pierden. No saben cuidar nada”. “No te preocupes. Los libros volverán sanos y salvos, vas a ver”, le contesté con absoluta convicción.

Con el paso del tiempo y la multiplicación de préstamos, Carmen verificó que los niños se sentían responsables de sus bellos ejemplares, iluminados con obras de arte. Cuando ocurría algún accidente –los libros son de papel– ellos mismos buscaban la manera de repararlos. Pronto, los libros iban y venían por la playa, entraban y salían de las casas y llegaban hasta el pueblo y a los corregimientos vecinos.

En un principio, los profesores sintieron que su poder y su imagen quedaban puestos en entredicho. Los niños llegaban a la escuela con sus libros debajo del brazo. Los maestros los miraban con desconfianza, pues se salían del esquema del texto escolar, frío y vacío de contenido, que sin embargo les ofrecía la seguridad de lo conocido. Para estos profesores, la literatura era algo que desviaba la atención de sus alumnos. Más de una vez prohibieron los libros y hasta llegaron a decomisarlos. Al cabo del tiempo entraron en el juego y la escuela consiguió su propia biblioteca que solo abre cuando hay clases.

En el año 2008, algunos turistas, dueños de cabañas, pensaron que los libros ya no cabían donde Carmen Antonia. Entonces, compraron un lote y se ocuparon de la construcción de la actual sede de la biblioteca. La mano de obra fue puesta por los nativos. En este momento, se creó una verdadera comunidad. Los turistas se unieron con los nativos para hacer un frente común. Los unos mejoraban su educación y sus oportunidades, los otros se sentían seguros, protegidos por unos vecinos que apreciaban su aporte. Este fue el nacimiento de la biblioteca La Alegría, justo al lado de donde vivo. Esta unión de nativos y turistas transformó a la comunidad. 

Hago una recapitulación de hechos, para ilustrar la transformación:

La biblioteca La Alegría es estrictamente comunitaria. Es decir, no depende del municipio, de la gobernación, de ninguna ONG. No hay circulación de dinero. Es autosostenible, porque depende de la buena voluntad de muchas personas que no esperan remuneración. Es indispensable destacar que Carmen Antonia Ozuna ha trabajado de manera voluntaria a lo largo de los años. Los propietarios de las cabañas nos turnamos para pagar el servicio de internet. Cuando es necesario, apoyamos el mantenimiento de la edificación.

La biblioteca es el único lugar de encuentro comunitario en varios kilómetros de playa. Habitualmente se reúnen los niños y los jóvenes, quienes se forman como lectores y ciudadanos. También confluyen las madres de familia, las asociaciones de pescadores, los operadores turísticos y los turistas. 

En la biblioteca se promueven, como parte de las actividades creativas para niños y jóvenes, valores como el respeto por el bien ajeno, la conservación ambiental y la limpieza del entorno. Como resultado, es posible decir con orgullo que actualmente El Francés es una de las playas más limpias del país y que en ella no hay ni un solo joven delincuente, armado o drogadicto. Pocas comunidades pueden afirmar lo mismo. No hay grandes programas. Sí hay continuidad y profundidad en el tiempo. Esto marca la diferencia.

En una playa, es necesario limpiar, barrer, sacudir, cuidar de la humedad. El trabajo es permanente. Carmen Antonia no puede realizarlo sola. Así que son los jóvenes quienes se ocupan de estas tareas. Saben que es su casa y la cuidan y protegen. 

Algo muy especial sucede con las llaves de esta biblioteca: circulan de mano en mano. Si alguien necesita hacer una tarea a las seis de la mañana o a las doce de la noche, Carmen Antonia entrega las llaves. Aunque hay equipos, instrumentos musicales, materiales, nada se pierde. La biblioteca es de todos y la confianza se paga con el cuidado del bien común. ¿En qué otro lugar del mundo hay llaves andariegas?

Año tras años se gradúan los jóvenes que han crecido en esta biblioteca. Ya son muchos los que han accedido a estudios técnicos y universitarios. Si hace 20 años los jóvenes no sabían leer, hoy toman decisiones informadas y buscan, libremente, alternativas para mejorar la calidad de vida de sus familias.

La colección infantil es de gran calidad. Buenos amigos, que seguramente hoy me están escuchando, se han hecho sentir donando buenos y abundantes libros. Deberían venir de visita y enorgullecerse de los ávidos lectores de todas las edades.

Por supuesto, como en todo proyecto, la biblioteca sueña con renovar los equipos y el mobiliario, pintar el interior y el exterior, hacer una terraza y una cancha deportiva, crear un espacio de primeros auxilios bien dotado. Sin sueños, no habría transformación posible.

Ahora, como siempre, las dudas me asaltan. ¿Qué pasará cuando Carmen Antonia y yo no seamos capaces de mantener el ritmo de trabajo voluntario? Los años pasan. Nos volvemos mayores. ¿Qué miembro de la comunidad continuará con el oficio de bibliotecario? Esta es mi mayor preocupación. El tiempo dará la respuesta. Por lo pronto, nativos y turistas hacemos una simbiosis creadora para que todos vivamos bien en El Francés.

Escribir libros: entre la realidad y la ficción

¡Tantos viajes, tantas experiencias, tantas historias escuchadas, tantas ganas de contar! ¿Quién puede guardarse estas aventuras en el bolsillo? Yo no. A mí se me vuelven obsesión. Por fortuna, soy ordenada y guardo celosamente mis cuadernos de carretera. Mi memoria es frágil. Quiero tener todo registrado. Así, a la hora de escribir un cuento, una novela, un artículo, una conferencia sobre mi trabajo como promotora, recurro a fotos, videos, anotaciones, direcciones, mapas: son mis bitácoras de viajes, las huellas de mis recorridos.

Las bitácoras de quienes ya hemos transitado por los territorios son los testimonios de avances y retrocesos, son la evocación que posibilita la reflexión, son el legado que se transmite para no repetir las acciones ya realizadas y avanzar con pasos más seguros en los procesos educativos de una nación. También son la hoja de ruta para que los encargados de formular planes y proyectos entiendan las dificultades de acceso a las comunidades y puedan calcular presupuesto, alcances y cronogramas de manera realista. 

También son mis registros a la hora de enfrascarme en un cuento o en una novela. En este trasegar por Colombia, he escuchado a maestros, bibliotecarios, madres comunitarias, campesinos, jefes indígenas, que me han narrado sus dramas, sus conquistas, sus memorias. Me he nutrido de los chismes y las conversaciones triviales que se entablan en larguísimas horas de camino. Cuando repito que “me copio” de los demás, es porque me nutro de lo que he vivido y escuchado, para crear mis propias narraciones.

Así nacieron los libros Letras al carbón y La joven maestra y la gran serpiente. Aquí están impresas las voces de mujeres de todo el país que, en talleres, al calor de sus fogones, en buses intermunicipales, en botes, me entregaron sus evocaciones, como regalos inesperados, sobre cómo aprendieron a leer.

Al escucharlas, solo podía transportar sus historias a la historia de Colombia. “Este es un país que se está transformando”, resonaba en mi cabeza. “Es necesario transmitir esta vuelta de tuerca. Cuando empecé a viajar, pocas personas sabían leer en las áreas rurales. Ahora, encuentro una nación más informada, más educada. Falta mucho, pero se han dado grandes pasos”.

Con esos dos libros, en los que Editorial Juventud y el ilustrador Juan Palomino depositaron su confianza y su cariño, he querido devolver a sus dueñas las palabras entrañables que en su debido momento me brindaron. Madres comunitarias, bibliotecarias, maestras de todo el país son las protagonistas de la transformación de la república de Colombia. A todas ellas, muchas gracias.

Charla ofrecida el 12 de mayo de 2020 en un evento virtual organizado por Editorial Juventud y Clijcat. Puesta en línea por la Fundación Cuatrogatos en junio de 2020.