'Un gorrión en mis manos', de Mónica Rodríguez, Lóguez Ediciones, 2019.
  • 'Un gorrión en mis manos', de Mónica Rodríguez, Lóguez Ediciones, 2019.

Los ojos azules, la mina de oro y la biblioteca de mi abuelo

Mónica Rodríguez
Los libros son las abejas que llevan el polen de una inteligencia a otra.
James Russell Lowell (1819-1891), poeta y escritor estadounidense.


Mi abuelo Fernando tenía los ojos azules, una mina de oro y una biblioteca. Los ojos estaban empañados por la edad y la lectura. De la mina de oro nadie sabía nada. Pero la biblioteca estaba allí, en casa, con nosotros. Recuerdo mirar los estantes repletos de libros, ponerme de puntillas, alzar la mano y sacar uno cualquiera. Recuerdo leer con asombro aquellas palabras que no alcanzaba a entender del todo y que, sin embargo, me decían más que muchas otras palabras. Lorca, Bécquer, Unamuno... Pero si las palabras eran las mismas, ¿dónde estaba la diferencia? ¿Por qué había un misterio, una luz, un bosque detrás de aquellas palabras? A ese bosque también entraba de noche de la mano de mi abuela, que nos recitaba poemas, sentada en el borde de la cama. O a través de esa puerta escondida en la portada de los libros que mi madre nos dejaba entre las manos, los libros de su infancia, de mi infancia. Y en esos libros había una aventura, un viento. Una llave secreta que me sacaba de mi vida y me hacía ser otra.

Me hacía abandonar el yo para habitar el nosotros.

El autor, el lector, el protagonista.

Yo podía ver el mundo a través de todos esos ojos. Los límites de mi vida se ensanchaban. Continúan ensanchándose cuando, cada noche, me meto en la cama con un libro y me sigo haciendo la misma pegunta de la infancia. ¿Qué tienen esas palabras que el escritor nos ofrece que no tengan otras?

Muchas de aquellas lecturas siguen habitándome. Porque hay libros que no se acaban nunca, que permanecen en nosotros. Que su lectura forma un tejido que nos une y nos ampara. Porque somos los libros que hemos leído e incluso los libros que no hemos leído, pero que han transformado la sociedad.

Cuando llegué al instituto llevaba siempre un libro que ponía en mis rodillas, escondido bajo el pupitre, al que acudía si los profesores no conseguían interesarme con sus monólogos, que era muy a menudo. Allí, en mis rodillas, estaba el mundo. Un lugar al que asomarme, al que acudir y reconocerme. Porque descubrí que en esos autores, en esos narradores, en esos poetas, que no me conocían, que habían vivido o vivían vidas completamente diferentes a las mías, esos autores que narraban hechos a veces lejanos, insólitos, peregrinos, susurrándome con sus palabras tan directamente, tan brutalmente como una misteriosa telepatía, esos autores, digo, hablaban siempre en sus libros de mí. Por muy extraño que fuera su contenido, lo que decían me atañía. Y con sus voces, hacían de mi isla, de mi adolescencia, de mi vida, un lugar poblado, un lugar menos solitario. Hacía de mí un nosotros.

De no estar tú,
demasiado enorme,
sería el bosque.

Dice un haiku de Kobayashi Issa, un escritor japonés del siglo XVIII.

De no estar la literatura, demasiada soledad sentiría el hombre.

Porque qué sería de nosotros sin la luz de la literatura. La voz del autor nos invita cuando leemos a acompañar a los personajes en su camino y esos personajes nos acompañan en el nuestro. Compartimos sus alegrías y sus tristezas, observamos sus miserias y sus bondades. Bajamos a las profundidades de su alma y miramos de frente sus demonios, que también son los nuestros. Sentimos lo que el protagonista siente, somos él y a la vez no lo somos. Levantamos los ojos del libro y nos hacemos preguntas. ¿Habría actuado yo de la misma manera? ¿Qué sentiría en su lugar? ¿Me habría apiadado o reído o enfurecido o enamorado?

Así pues yo soy Julieta y Gregor Samsa y Alonso Quijano y Ana Ozores.

Nosotros somos también ellos. Y cuando, en el instituto, volvía los ojos hacia el profesor de historia, sentía que regresaba de un lugar remoto y a la vez íntimo. Sabía más de mí y del mundo y no estaba sola. Sentía aún lo que acababa de vivir en el libro y me conmovía. O me encolerizaba o me hacía reír.

La emoción. Esa espada que debe atravesar el libro y alcanzar al lector. Esa espada que me alcanzaba. De un modo impreciso, lo comprendí entonces: la emoción es lo que sostenía esas palabras iguales a las otras y sin embargo tan diferentes. Ese misterio, ese incendio residía en la forma en que esas palabras se unían para ofrecernos un lugar donde descubrir lo que las mismas palabras callan. Comprendí con qué delicadeza esos autores habían escogido cada palabra para hacer visible lo invisible, para abrir caminos que la vida me negaba, para que yo pudiera emocionarme y reflexionar. Para que construyera el relato que diera sentido a mi propia vida.

Porque, al fin y al cabo, somos eso: ficciones. Somos el relato que nos contamos, el relato que nos cuentan de nosotros. De ese modo, construimos nuestra identidad y el mundo que nos rodea.

La lectura nos da herramientas para elaborar esa historia, la nuestra. Por un lado, nos muestra lo que fuimos y lo que no nos atrevimos a ser, lo que somos, lo que seremos, lo que nunca seremos, y por otro, nos ofrece el lenguaje en toda su vastedad y su complejidad, en toda su belleza para elaborar nuestros propios relatos. El mío, el de mi familia, el de mi sociedad, el de la humanidad. Para construir este nosotros. Un nosotros que no está solo en lo cercano, sino que cruza fronteras y nos hace nuestro también lo lejano.

Y si estas herramientas son importantes siempre, lo son más en la niñez y en la juventud, cuando se está conformando nuestra personalidad, nuestra identidad. Cuando estamos buscando el relato que nos explique quiénes somos.

Leí que, en una ocasión, una profesora argentina les preguntó a sus alumnos adolescentes qué era para ellos la adolescencia. Ante su silencio, la profesora les ofreció su propia definición: Un adolescente es alguien al que se le ha roto un espejo, ya no es el que era. Entonces un alumno, adolescente, levantó la mano y dijo: "Quiero agregar que no se trata de un solo espejo, son muchos los espejos que se rompen”. ¿Dónde mirarse entonces? ¿Dónde construirse?

En los libros, en la lectura. Porque en ellos encontramos esos espejos donde reconocernos. Y también la belleza que necesitamos para soportar el dolor de la vida.  

Leer es un acto íntimo, solitario. Y, sin embargo, no existe nada más plural.

Lo mismo sucede con la escritura.

Se escribe en soledad, por una necesidad personal y profunda, y sin embargo siempre hay una vocación de comunicación. De unirte al otro a través de esa larga carta que le estás escribiendo en forma de novela o poesía o de obra de teatro. Esa larga carta para construir el nosotros.

En algún momento, en esos años de instituto, la lectura me llevó a la escritura. ¿Sería yo también capaz de encontrar las palabras para ofrecer a otros todo lo inexplicable, lo inasible que había dentro de mí, todo eso que me hacía sentir única y al mismo tiempo igual a los demás? ¿Podría construir una ficción donde encontrarme y encontrar a los otros? ¿Sería capaz a través de esa ficción de aprehender la realidad, de entenderla?

Durante muchos años escribí poesía. Nunca fui una buena poeta, pero aprendí a buscar en las palabras, a amarlas, a suplicarles...  Y de un modo natural fui derivándome al relato, al cuento infantil y juvenil, donde podía volver a mirar el mundo con los ojos de la infancia, esa mirada limpia y nueva sobre todas las cosas. O con los ojos de los adolescentes, que con su desbordante intensidad están buscándose a sí mismos y todo el futuro, todas las posibilidades son suyas. Y al hacerlo sentí la responsabilidad de la palabra. Tenía (tengo) que ofrecer un lenguaje plural, rico, palpitante, que construya una ficción honesta con la que ese hipotético lector, ese tú, ese nosotros, sienta una emoción verdadera. Debía (debo) alimentarme de la vida para ofrecer vida y hacerlo con todo el respeto, sin ningunear, sin mirar por encima a los niños o a los jóvenes, con toda mi verdad y mi carne en el asador, metiendo las manos en lo oscuro para buscar esas palabras con las que el lector pudiera encenderse una luz. Alguna luz, la suya. Y construir entre los dos un nosotros mejor.

Ese es, al fin, el único sentido de todo esto.

Ninguno de los nietos heredamos los ojos azules de mi abuelo ni la mina de oro. La biblioteca, sí. Y también esta inquietud por revolver en las palabras, en la ficción para entender la vida. En realidad creo que mi abuelo nunca tuvo una mina de oro. Descubrí hace unos años un carné suyo, antiguo, de pensionista de la minería asturiana, testimonio de que simplemente había trabajado en una mina y que el resto era leyenda familiar. Pero ahora, con los años, he comprendido que sí, que mi abuelo tuvo una mina de oro, esa que fue atesorando a lo largo de la vida y que nos legó a sus nietos. Porque la verdadera mina de oro de mi abuelo, era su biblioteca. Esa biblioteca con la que poder construir un nosotros mejor. Gracias.

Texto leído el 23 de noviembre de 2019 en el 6to. Seminario de Literatura Infantil y Lectura de la Fundación Cuatrogatos y la Feria del Libro de Miami como parte del panel Los libros, la lectura y nosotros.
Artículo puesto en línea en febrero de 2020.