Nersys Felipe.
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Cómo empecé a escribir. Inicios de una escritora

Nersys Felipe

Hubo una vez, en el poniente cubano, un pequeño vecindario a orillas de un rí­o y cerca de un pinar —lo llamaron por eso Pinar del Rí­o— que creció, se hizo pueblo y después ciudad. En esa ciudad nací­, en ella vivo, compartiéndome entre mi casa, mi familia, mi trabajo de actriz y las páginas que escribo para los niños.

La casa y la familia requieren mucho tiempo, a veces todo nuestro tiempo, pues el hogar no es siempre lecho de rosas. Y nos lo exige el trabajo de la radio, cuando montamos a conciencia un personaje y seguimos con cuidado su desarrollo, comprometiéndonos con él en cada capí­tulo, porque sabemos que gracias a nosotras vive. Entonces escribimos poco o no escribimos. Pero qué bueno el cansancio de los dí­as en que sí­ lo hacemos: el párrafo se resiste, el pasaje no expresa la idea deseada, los dos nos caen encima, y aunque queramos echarlos, se quedarán rondándonos y nos perseguirán hasta en sueños. Mientras no los rindamos, logrando que el uno fluya y el otro contenga la idea deseada, sosteniéndola alta, proyectándola ní­tida, nuestro tiempo será poco para ellos y nos olvidaremos, al menor desafí­o, de todo lo demás.

Me sucedió con mi hijo cuando tení­a nueve años. Hizo trizas las hojas de un relato acabado de mecanografiar, luego de un año de trabajo sobre el manuscrito. Volví­ a copiarlo; desentrañé de nuevo tachas, borrones, añadiduras y regañé al culpable, a pesar de conocer la causa de su arrebato: se habí­a puesto celoso de su madre porque unas cuantas hojas habí­an sido para ella más importantes que él.

Nunca quise ser escritora, y escribí­a lo que comúnmente escriben los jóvenes: temas escolares de redacción, cartas de amor —ni siquiera un poema de adolescencia— y algunas semblanzas de fin de curso dedicadas a mis condiscí­pulos de la Escuela Normal de Maestros.

Lo que siempre quise ser fue actriz; desde el viejo romance de Blanca Flor, dramatizado por las niñas en el aula de tercer grado y las comedias que con nosotras montaba la Madre Amada Luisa, que sabí­a de teatro, canto y danza como si no fuera monja, sino artista. Cuando cumplí­ 14 años, nos pusimos de acuerdo: irí­a de pupila al colegio que la Congregación tení­a en La Habana, cursarí­a allá el bachillerato y podrí­a matricularme en la Academia de Arte Dramático; sólo necesitábamos el consentimiento de mis padres. Amada Luisa les habló de mi sueño, ellos lo consideraron disparatado —viví­an, en 1949, en una ciudad provinciana que no era más que un pueblo grande— y cuatro años después, satisfechos y orgullosos, asistí­an, en Pinar del Rí­o, a mi graduación de maestra. Y como maestra me desempeñé durante 15 años, luego de los cuales salí­ del aula, entré a la radio y pude al fin ser actriz, encontrándome, sin esperarlo, por este nuevo camino, con el oficio de escribir.

Nunca quise ser escritora, pero sí­ quise, cuando me lo propusieron, escribir libretos de radio para los niños; los escribirí­a a mi gusto, escogerí­a las canciones, los temas para musicalizarlos y los animarí­a. Esto último fue lo que me sedujo, impulsándome a aceptar; llevaba poco tiempo en la emisora y aun no habí­a podido realizar un trabajo sólido y estable; ahora podrí­a, interpretando en mis guiones tres personajes: la muchacha animadora, un niño y una niña.

Escribiendo para ellos me ejercité en el diálogo; los trece minutos del horario me obligaron a sintetizar y nunca me olvidé de mis destinatarios; simplificaba y adaptaba los temas para dárselos claros y atractivos, y aprendí­ a subordinarlo todo a un asunto principal en los libretos monotemáticos, pero buscando matices; tuve siempre a mano el diccionario, la gramática, el libro de sinónimos, y conmigo siguen, pues aún no logro domesticar el castellano; trabajaba aquellas páginas, y como sabí­a que mientras mejor fluyeran, mejor podrí­a interpretarlas, las leí­a en voz alta y no las daba por terminadas hasta que su lectura me complací­a. Esa costumbre se hizo en mí­ parte inseparable del acto de escribir.

Durante cuatro años, sin quererlo, sin darme cuenta, sola, comencé a manejar este oficio que es suma de experiencias, constante adiestramiento, y que, partiendo del talento, nos necesita no sólo sensibles e imaginativos, sino también disciplinados, trabajadores, insatisfechos con lo logrado y objetivos y valientes para reconocer los propios errores. Nada de esto sabí­a cuando empecé a escribir. Tenemos que batallar mucho con las ideas, las palabras y los desaciertos, para llegar a saberlo.

En 1970, al iniciarse mi trabajo como guionista de radio, muy pocos escritores cubanos tení­an publicados libros de poesí­a para los niños —tampoco de narrativa—, porque a partir de ese año es que se puso en práctica el programa para el desarrollo de la literatura infantil y juvenil, que llegado su momento, tantos frutos darí­a. Autores nuestros como Mirta Aguirre, Dora Alonso y David Chericián, que al igual que tantos otros verí­an después sus obras editadas en tiradas de miles de ejemplares, publicaban, en aquel entonces, en periódicos y revistas. Allí­ encontraba yo su poesí­a; y en la discoteca de la emisora copiaba las canciones de Marí­a Elena Walsh, porque sus letras eran poemas y para mí­ era un placer decirlas, cuando no usaba sus canciones; y buscaba lo que los niños podrí­an hacer suyo de Gabriela Mistral, Juana de Ibarbourou, Juan Ramón Jiménez, Federico Garcí­a Lorca, Antonio Machado, Nicolás Guillén, José Martí­...

Hasta que un dí­a, buscando un poema para un tema, y no encontrándolo, me atreví­ a hilvanar mis primeros versos alrededor de una niña siboney:

Yaribey Dorada
Yaribey Dorada
nació una mañana
en la sierra alta,
tocada de grana,
junto al gran jagüey.

Una cueva blanca
al pie de las lomas
fue su casa llena
de brisa y aromas,
de soles y miel.

Su padre, el cacique,
en el mar pescaba
y de coracolas
y conchas le daba
su primer collar.

Para la pequeña
Yaribey Dorada,
por montes y llanos
su flecha cazaba
pájaros sin par.

Buscándole cocos,
guayabas, anones,
encontraba mieles
de aguinaldo, flores
y el rojo mamey.

Y al caer la tarde,
alegre y cargado,
volví­a a su cueva,
a su hogar guardado
por el gran jagüey.

¡Cómo lo besaba
Yaribey Dorada,
como se reí­a,
cómo lo apretaba,
cómo se chupaba
el panal de miel!

Y seguí­ escribiéndolos durante cuatro años, y conformé con ellos dos libros de poesí­a, Para que ellos canten y Música y colores, luego de los cuales mi ejercicio como escritora se independizó de la radio al cesar mi trabajo como guionista.

De aquella época guardo un recuerdo de mi hija. Los niños ya conocí­an mis libros —los dos poemarios y una narración: Cuentos de Guane—, y cuando llevaban alguno a la escuela, ella, orgullosa, les decí­a: "Ese libro lo escribió mi mamá". Y porque ellos no se lo creí­an, les enseñaba la carátula diciéndoles que sí­, que se fijaran, que aquel era el nombre de su mamá; pero seguí­an sin creérselo. Por eso un dí­a me pidió, como si en ello le fuera la vida, pues solo tení­a diez años: "Mami, cuando escribas otro libro, ¿por qué no le pones tu retrato para que en la escuela me crean?".

Mi tercer libro de poesí­a parte de una escena tan ví­vida, que se quedó conmigo para siempre: los niños irrumpen en la sala en que me hallo, rompiendo alegres, coloridos, la monotoní­a de una reunión; traen su música; inundan el pasillo de flores y banderas, y se van dejándome como bajo un encantamiento. Me comentan entonces, allí­ mismo, lo bueno que serí­a integrar para ellos, en un libro, elementos de la nacionalidad cubana. Y como la escena no quiso abandonarme, una niña llevó, dentro de flores, mensajes de guerra, y manos infantiles remendaron banderas a la luz de la luna. Fueron los primeros poemas; luego llegaron los demás, trayendo en sus versos animales, plantas, paisajes y aconteceres de la patria, integrándose así­ Prenda, mi último poemario, pues no habrá otro; ya aprendí­ que soy mejor narrando, y a la poesí­a, cada dí­a que pasa, la respeto más. Al transcribir "Yaribey Dorada" lo revisé y compuse a partir de la experiencia adquirida, y hasta donde me lo permitieron mis posibilidades, y salió ganando. Podrí­a hacer lo mismo por mis demás poemas, y ojalá no estuvieran publicados, sino manuscritos y esperándome en la mesa de mi casa; como soy ahora mucho más paciente y algo más sabia, acabarí­an siendo mejores.

Cierta vez escribí­, sobre gallos, gallinas y pollitos, una desatinada narración. Pero no me equivoqué por gusto. Con ella aprendí­ que no es mí­o el mundo de la fantasí­a, que adentrarse en él, sin errar el camino, es cosa de privilegio. (1)

Mis obras narrativas son realistas. Dice Antonio Orlando Rodrí­guez, narrador y crí­tico cubano, que parten de mis recuerdos más preciados, de ciertas zonas de mi intimidad; que he buscado en mi pasado o en el de quienes se mueven a mi alrededor, los protagonistas y conflictos de mis relatos; que en mis obras no ocurren acontecimientos excepcionales; suceden, simplemente, las cosas cotidianas que, gracias a la sensibilidad, cobran la dimensión de lo trascendente. No hubiera encontrado mejores palabras que las suyas para explicarme como escritora.

Y si actualmente lo soy, no es solo gracias al trabajo que realicé como guionista de radio. Es también, creo, porque tuve un abuelo contador de historias, a veces mentirosas, a veces exageradas, pero perdurables, por vitales y frescas; y un padre dador de lo inusitado: bolsitas de peoní­as, guijarros blancos, una orquí­dea silvestre, un cachorro tibio, piedras verdes del cobre más profundo, ranitas escondidas en cajas de fósforos, estrellas y esponjas del acantilado, el nido caí­do con sus huevos huérfanos... y a cada entrega, el cuento de su hallazgo, porque, por su trabajo, era viajero de cien rutas, tenaz caminante. También porque, desde muy niña y no en la casa, sino en el colegio, con las monjas, la lectura se me convirtió en placer y ya no pude vivir sin un libro. Y también porque durante mis quince años de magisterio, poder comunicarme con los niños era muy importante para mí­, y por eso preparaba e impartí­a mis clases como si me las fuera a valorar la profesora de pedagogí­a de la Escuela Normal, la misma que una vez, luego de presenciar mi clase de graduación, me la celebró diciéndome: "No parece usted maestra en el aula, sino actriz en el escenario". Aquel fue el elogio más oportuno de mi vida, porque, sin proponérselo, con él logró ella conciliar, para mis dieciocho años, la profesión impuesta con la soñada.

Hoy, a casi veinte años de mis primeros versos, y recién terminada mi última narración, me pregunto, inquieta y temerosa, si encontraré una historia nueva que contar. La deseo tanto como deseaba, a los catorce años, ser actriz. Si algún dí­a la encuentro, trataré de contarla, como dice Eliseo Diego, el poeta cubano, "no desde la sabidurí­a del adulto, sino desde la poesí­a, donde el niño y el hombre son uno y lo mismo".


Texto leí­do en la Universidad Estatal a Distancia, en San José, Costa Rica, en 1993, en el marco de las actividades del Festival Internacional de las Artes.

Nota de los editores de Cuatrogatos:
1. Trece años después aparece publicado su libro de cuentos Corazón de libélula (Ediciones Unión, 2006) en el que Nersys Felipe explora la narrativa de corte fantástico. Esta obra obtuvo el Premio Nacional de la Crí­tica en 2007.