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Cubierta de Manuel Tomás González para la edición cubana de 'Me importa un comino el rey Pepino', de Christine Nöstlinger (La Habana: Gente Nueva, 1989).
¿Por qué me arrebata Christine Nöstlinger?
¿Has tenido un autor o una autora realmente preferido o preferida durante los años de infancia y adolescencia? ¿Uno de verdad en quien pensaras a conciencia y dijeras: este es mi autor preferido, esta es mi autora preferida? ¿O varios, dos o tres quizás, que al compararlos con el resto de los escritores siempre salieran ganando sin que ningún título de otro autor leído por ti recientemente pudiera superar los de esos dos o tres?
Últimamente, entre una cosa y otra, leyendo nuevos libritos jamás pensados, como por ejemplo Sepo y Sapo, inseparables, me he hecho esas mismas preguntas a mí, porque yo recuerdo cosas de mi infancia muy precisas, a veces, y a veces no. Y creo que debe ser algo que nos pasa a todos. Porque uno le pone la tapa al pomo a los recuerdos que no quiere recordar, incluso a libros o pasajes de libros que no desea recordar, porque lo afectaron a uno de manera negativa o simplemente porque no provocaron ni el más mínimo movimiento en uno.
Porque, además, un libro no es como una comida, como una prenda de vestir o como un aparato de jugar en el parque, que uno puede preferir fácilmente y decir con los ojos cerrados qué comida prefiere, qué vestido prefiere o qué tiovivo le gusta más. A mí me gustaban los carros locos del parque japonés y lo decía así, con los ojos cerrados. Me gustaba la cosquillita en la subida y el salto en el estómago en la bajada. Era lo más parecido a una montaña rusa que había en el parque japonés de Camagüey, porque cuando yo tuve edad de parque y de aparatos frenéticos, ya los deslizadores no funcionaban. También prefería los aviones. Que volaban rapidísimo.
Entonces, ¿cuál fue ese autor y por qué? Fue una mujer, austríaca, que muchas veces tuvo la competencia, reñida, casi pareja, de otra mujer, brasileña. Que alguna vez tuvo otras competencias que se desinflaban como la goma de un automóvil bajo el sol de Miami. Se desinflaban porque, leído a los diez años de edad, un libro tiene el mismo impacto que una montaña rusa, un deslizador o un carro loco: la cosquillita de la subida y el salto en el estómago de la bajada.
Y lo más posible es que ese autor o autora se repita a lo largo de los años y pasen cosas misteriosas con él o ella, como me pasó a mí con Christine Nöstlinger. Al poco tiempo de darme por vencida frente al gusto por sus libros, apareció otro autor, también austríaco, que no entendía por qué me atraía tanto. Es el país, pensó mi cabeza juguetona, que a esa edad jugaba con todo, incluso con el amor a los libros, aunque fuera un juego muy serio, casi místico.
Los rasgos que caracterizan la escritura de Christine, para nombrarla como si fuera una conocida mía, con la que me hago selfies para las historias destacadas de Instagram o a la que le cuento cómo va todo con mi hijo, aunque no tengamos confianza, son más o menos los mismos que podría destacar en otras escrituras, preferidas también, pero en terceros, cuartos o quintos lugares. El realismo descarnado, el humor rampante, la ironía lúdica, la delicadeza llana o el lenguaje “simple”. Pongo simple entre comillas porque en realidad, no hay nada más complicado.
Los cuentos de hadas o fantásticos no eran lo mío. Nada que fuera ciencia ficción o cosas extraterrestres. Me costó trabajo aceptar que todo lo que le pasaba a Momo estaba fuera de la realidad, o de lo real. Momo es un libro que leí varias veces y cada uno de los sucesos que ocurren, de una fantasía excepcional, eran para mí lo más normal de la vida. Y me gustaba por eso, porque mi lectura encajaba bien si Momo (la novela) era “normal”.
Ya había leído Las aventuras de Tom Sawyer antes de leer a Christine Nöstlinger. Pero Las aventuras de Huckleberry Finn no fueron tan exitosas para la niña que yo era y Mark Twain bajó en el puntaje casi diez puntos. Esta reflexión me lleva directo a la razón de mi preferencia: en los libros de Christine Nöstlinger los adultos nunca están por encima de los niños. Al contrario, se quedan por debajo y bastante por debajo. Christine Nöstlinger ridiculiza a los adultos de una forma encantadora. Y ese lenguaje con el que los trata y describe, por primera vez desfachatado y poco convencional, hacía que mi boca se mantuviera abierta como un ula-ula desde la primera hasta la última página.
Cuando digo desfachatado no quiero decir vulgar. Hasta la palabra culo en Christine Nöstlinger forma parte de una construcción extravagante del lenguaje. Una canción indecente y popular austríaca es traída a las páginas del libro como un recuerdo de infancia, pero cantada en la voz de la señora Bartolotti, pierde cualquier popularidad y adquiere una ternura imposible de igualar. Konrad Bartolotti, el hijo perfecto de la señora Bartolotti, que acaba de salir de una lata de conservas y que fue educado en la fábrica de niños en conserva para complacer a los adultos, se sonroja y asombra de que su desconocida madre nueva sea como no le dijeron que son los padres.
Nunca he leído libros para niños tan hermosos, fascinantes y de una rebelde ternura exquisita. En la página 131 de la edición cubana, Konrad Bartolotti les dice a unos padres falsos que lo habían encargado a la fábrica de niños perfectos en conserva y que venían a exigir su entrega cuando ya Konrad era el hijo de Berti Bartolotti y el mejor amigo de Kitti Rusika: “No te sulfures, abuelo, o te corto el bigote y así ya no te queda ningún pelo”.
Kumi-Ori, el rey Pepino, es otro que bien baila. Habla en primera persona del plural, como buen Rey y buen gobernante. Es un pepino malo capaz de llevar al caos a toda una familia y supongo que representa un tipo de abuso de poder que todos conocemos. Tiene corona y guantes de seda. El día que aparece se presenta así: “Nuestro nombre es el de rey Kumi-Ori II, de la estirpe de los Escaléridos”. Y después, extendiendo su manito de pepino repelente: “Nosotros está acostumbrado que todos besar la mano”. Y después, bostezando, más descaradamente aún: “Nosotros queremos tapado y una almohada”.
Ya podrán imaginarse qué sintió la niña que yo era mientras empezaba la lectura de un libro narrado por un niño de su edad. Autores como Christine Nöstlinger no deberían morirse en enero ni en febrero ni en marzo ni en abril ni en mayo ni en junio. Deberían quedarse escribiendo en un cono de montaña o en una casita austríaca aterrizada en la ciudad donde ese escritor o escritora ha escrito para uno sin conocerlo a uno como si uno fuera el lector número uno en su lista de lectores posibles.
Pero ¿qué le pone la tapa al pomo? Lo que define a los autores o autoras que se convertirán en preferidos o preferidas son también los juegos del azar, las casualidades que pasan con ellos. Veinticinco años después de haber leído Konrad, el niño que salió de una lata de conservas y Me importa un comino el rey Pepino, fui a hacer una recogida de libros de donación a una biblioteca pública de Miami y me encuentro una serie de cuatro libros de Christine Nöstlinger que no conocía y que fueron publicados en la colección Torre de papel por el Grupo Editorial Norma entre 1990 y 1994. Los cuatro libros están intactos: Nuevas historias de Franz en la escuela, De por qué a Franz le dolió el estómago, Las enfermedades de Franz y Franz se mete en problemas de amor. Y después, en otra biblioteca pública, me encontré uno que debe ser el primero de la serie, o tal vez no, publicado por El barco de vapor en 1998: Historias de Franz.
No sé nada de Franz porque quiero leerle la colección a mi hijo desde el mismo asombro que él. Quiero leer y asombrarme junto a él de todo lo que Franz haga o de todo lo que a Franz le suceda. Lo único que sé es que en la edición de SM Franz tiene solo seis años y en las ediciones de Norma ya va teniendo siete años, luego siete años y seis meses, y luego ocho años. Franz es como mi hijo, rubio y pequeñito, así que estoy esperando a que mi hijo cumpla seis años, para empezar la lectura Nöstlinger maratón, cuando mi hijo quiera.
Christine Nöstlinger se murió hace muy poco. Ya mi hijo tenía un mes de nacido cuando Christine Nöstlinger falleció el 28 de junio de 2018. Escribo sobre ella el mismo día de su muerte, es de noche y mi hijo duerme en una camita de pino dulce, detrás de un dibujo de ventana con banderitas y carrito de vendedor de helado. Hay helados verdes y rosados, cubiertos por una capa marrón que debe significar chocolate. Mi hijo podría llamarse Franz y haber sido escrito por Christine Nöstlinger, pero no se llama Franz ni es literatura. Mi hijo es un niño de carne y hueso que tengo el orgullo de haber concebido a pesar de la literatura, del futuro y del mundo. Que sueñes con helados de todos los sabores, mi amor.
Miami, 28 de junio de 2022.